lunes, 13 de mayo de 2024

paul auster / ¿por qué escribir?

1

  Una amiga alemana me narra las circunstancias que precedieron al nacimiento de sus dos hijas.

  Hace diecinueve años, A., que estaba embarazada y había salido de cuentas hacía dos semanas, se sentó en el sofá de su salón y encendió el televisor. Quiso la suerte que aparecieran los títulos de crédito de una película que estaba empezando. Se trataba de Historia de una monja, un drama hollywoodense de los años cincuenta protagonizado por Audrey Hepburn. Contenta por haber encontrado esa distracción, A. se arrellanó para mirar la película, y de inmediato quedó embelesada por ella. A mitad de película se puso de parto. Su marido la llevó en coche al hospital, y jamás llegó a averiguar cómo acababa la cinta.

  Tres años después, estando embarazada de su segunda hija, A. se sentó en el sofá y volvió a encender el televisor. De nuevo ponían una película, y otra vez era la Historia de una monja, con Audrey Hepburn. Pero lo más extraordinario (y A. puso mucho énfasis en ese punto) fue que la película estaba en el preciso momento en que había dejado de verla tres años antes. En aquella ocasión la vio hasta el final. Menos de quince minutos después de que acabara, rompió aguas, y se dirigió al hospital a dar a luz a su segunda hija.

  A. no tuvo más hijos. El primer parto fue en extremo difícil (mi amiga casi no lo cuenta, y después pasó muchos meses enferma), pero el segundo fue rápido y sin complicaciones de ningún tipo.


2

  Hace cinco años, pasé el verano en Vermont con mi esposa y mis hijos; alquilamos una vieja y aislada granja en la cumbre de una montaña. Un día, una mujer del pueblo vecino se detuvo a visitarnos acompañada de sus dos hijos: una niña de cuatro años y un niño de dieciocho meses. Mi hija Sophie acababa de cumplir tres, y ella y la niña disfrutaban de poder jugar juntas. Mi esposa y yo nos sentamos en la cocina con nuestra invitada, y los niños salieron fuera a divertirse.

  Al cabo de cinco minutos, oímos un estrépito. El pequeño había entrado en el vestíbulo principal, situado al otro extremo de la casa, y como mi mujer había colocado allí un jarrón con flores no hacía ni dos horas, no era difícil imaginar lo que había pasado. Ni siquiera tuve que mirar para saber que el suelo estaba cubierto de vidrios rotos y charquitos de agua, además de los tallos y pétalos de una docena de flores desperdigadas.

  Me enfadé. Malditos críos, me dije. Malditos padres, con sus malditos y torpes críos. ¿Quién les da derecho a ir de visita sin llamar antes?

  Le dije a mi esposa que limpiaría aquel desastre, y así ella y nuestra visita podrían continuar su conversación. Agarré la escoba, el recogedor y unas servilletas de papel, y me dirigí a la parte delantera de la casa.

  Mi esposa había colocado las flores sobre un baúl de madera que estaba justo debajo del pasamanos de la escalera. Ésta era especialmente estrecha y empinada, y había una ventana a no más de un metro del pie de la escalera. Menciono estos datos geográficos porque son importantes. La situación de cada cosa guarda una relación muy estrecha con lo que pasó a continuación.

  Mientras estaba limpiando aquel estropicio, mi hija salió corriendo de su habitación, que se hallaba en el descansillo de la segunda planta. Yo es taba lo bastante cerca del pie de la escalera para poder verla (un par de pasos más atrás, y habría quedado oculta a mis ojos), y en ese fugaz momento vi que tenía esa expresión de júbilo, de absoluta felicidad, que ha llenado mis años de madurez de una tremenda alegría. Entonces, al cabo de un instante, antes de que pudiera decirle hola, tropezó. La punta de su zapatilla de deportes se dobló contra el suelo, y así, sin más, sin previo aviso ni darle tiempo a gritar, salió volando por los aires. No estoy diciendo que cayera o rodara o rebotara por los escalones. Lo que quiero decir es que estaba volando. El impacto del traspié la había lanzado por el espacio, y por la trayectoria del vuelo me di cuenta de que se dirigía directamente a la ventana.

  ¿Qué hice? No sé qué hice. Cuando la vi tropezar yo me encontraba en un lugar desde el que no podía hacer nada, pero cuando ella se hallaba a mitad de camino entre el descansillo y la ventana, yo ya había llegado al peldaño inferior de la escalera. ¿Cómo llegué allí? Debía de mediar menos de un metro de distancia, pero parece imposible cubrir esa distancia en un intervalo tan breve: una milésima de milésima de fracción de segundo. Sin embargo, yo estaba allí, y en el momento en que llegué a ese lugar levanté la vista, abrí los brazos y la atrapé.


3

  Yo tenía catorce años. Era el tercer año seguido que mis padres me enviaban a un campamento de verano en el estado de Nueva York. Allí pasaba la mayor parte del tiempo jugando al baloncesto y al béisbol, pero como era un campamento mixto también había otras actividades: veladas «sociales», los primeros magreos con chicas, incursiones para cazar bragas, las tonterías adolescentes de costumbre. También recuerdo que fumábamos cigarrillos baratos a escondidas, que aprendíamos a doblar la sábana de encima de la cama de tal manera que la víctima, al meterse dentro, quedaba con las piernas atrapadas, y que hacíamos grandes batallas con globos llenos de agua.

  Nada de esto es importante. Simplemente quiero subrayar que los catorce años puede ser una edad muy vulnerable. Ya no eres un niño, pero tampoco un adulto, y vas rebotando entre lo que eres y lo que estás a punto de ser. En mi caso, aún era lo bastante joven para pensar que tenía posibilidades de llegar a jugar en la liga profesional, pero lo bastante mayor para cuestionar la existencia de Dios. Había leído el Manifiesto comunista, aunque aún me gustaba ver los dibujos animados del sábado por la mañana. Cada vez que veía mi cara en el espejo, me parecía estar viendo a otra persona.

  En mi grupo había dieciséis o dieciocho chicos. Casi todos llevábamos juntos varios años, pero aquel verano se nos habían unido algunos recién llegados. Uno se llamaba Ralph. Era un chico tranquilo, que no demostraba mucho entusiasmo por hacer regates con la pelota de baloncesto ni practicar lanzamientos con la de béisbol, y aunque no es que nadie se las hiciera pasar canutas, le costaba un poco integrarse. Aquel año había suspendido un par de asignaturas, y casi todo el tiempo que tenía libre lo pasaba tomando clases particulares con uno de los monitores. Era una pena, y a mí me daba un poco de lástima, pero tampoco demasiada, no la suficiente como para hacerme perder el sueño.

  Los monitores eran todos estudiantes de la Universidad de Nueva York, y originarios de Brooklyn y Queens. Chicos ocurrentes que jugaban al baloncesto y que en el futuro serían dentistas, contables y maestros; chavales de ciudad hasta la médula. La parafernalia de lo que es un campamento de verano tradicional les era tan ajena como la IRT[Compañía de metro y ferrocarriles elevados de Nueva York] para un granjero de Iowa. Las canoas, los acolladores, el escalar montañas, montar tiendas de campaña, cantar alrededor de un fuego de campamento, eran cosas que no se hallaban entre el inventario de sus intereses. Eran capaces de instruirnos en cómo hacer un bloqueo o luchar por un rebote, pero por lo demás se dedicaban a alborotar y a contar chistes.

  Imaginaos nuestra sorpresa, entonces, cuando, una tarde, nuestro monitor anunció que íbamos a dar un paseo por el bosque. Le había venido esa inspiración, y no iba a permitir que nadie le hiciera cambiar de idea. Ya está bien de baloncesto, dijo. Estamos en plena naturaleza, y ya va siendo hora de que la aprovechemos y demostremos que sabemos ir de acampada… o algo parecido. Y así, después del período de descanso que seguía al almuerzo, todo el grupo de dieciséis o dieciocho muchachos, junto con dos o tres monitores, puso rumbo al bosque.

  Era finales de julio de 1961. Recuerdo que todos estábamos bastante animados, y después de caminar una media hora casi todo el mundo estaba de acuerdo en que aquella excursión había sido una buena idea. Nadie llevaba brújula, por supuesto, ni tenía la más remota idea de adónde nos dirigíamos, pero lo estábamos pasando en grande, y si acabábamos perdiéndonos, ¿qué más daba? Tarde o temprano encontraríamos el camino de vuelta.

  Entonces se puso a llover. Al principio casi ni nos dimos cuenta, apenas cuatro gotas entre las hojas y las ramas, nada preocupante. Seguimos caminando, pues no íbamos a permitir que una llovizna insignificante nos estropeara la diversión, pero al cabo de pocos minutos comenzó a caer un buen chaparrón. Todos acabamos empapados, y los monitores decidieron dar media vuelta y regresar. El único problema era que nadie sabía dónde estaba el campamento. El bosque era espeso, poblado de racimos de árboles y arbustos espinosos, y habíamos caminado sin rumbo, cambiando bruscamente de dirección siempre que aparecía algún obstáculo en el camino. Y, para colmo, la visibilidad era cada vez menor. Primero porque el bosque era oscuro, y luego por la lluvia que caía y por lo negro que estaba el cielo: parecía que fuera de noche, y no las tres o las cuatro de la tarde.

  Llegaron los relámpagos. Y enseguida, los truenos. La tormenta estaba justo encima de nosotros, y resultó ser una tormenta de verano de padre y muy señor mío. Jamás había visto ni he vuelto a ver nada semejante. La lluvia caía con tanta fuerza que hacía daño; cada vez que retumbaba un trueno, sentías el ruido vibrando en tu propio cuerpo. Inmediatamente después venía el rayo, y uno tras otro caían a nuestro alrededor como lanzas. Era como si las armas se materializaran de la nada: un súbito resplandor que lo volvía todo de un vivo blanco espectral. Alcanzaron algunos árboles, y las ramas comenzaron a prender. Todo se oscurecía por un instante, a continuación se oía otro estrépito en el cielo, y el rayo regresaba por un lugar diferente.

  Naturalmente, lo que nos asustaba eran los rayos. Habría sido de estúpidos no tener miedo, y, presa del pánico, intentábamos huir de ellos. Pero la tormenta cubría una gran extensión, y allí donde íbamos sólo encontrábamos más rayos. Era una huida en desbandada, una carrera en círculos. Entonces, de pronto, alguien divisó un claro en el bosque. Se inició una breve disputa acerca de si era más seguro permanecer en un espacio abierto o seguir bajo los árboles. Ganaron los que estaban a favor del claro, y hacia allí corrimos.

  Era un pequeño prado, probablemente un pastizal perteneciente a algún granjero de la zona, y para llegar tuvimos que arrastrarnos bajo una alambrada. Uno a uno, nos pusimos barriga abajo y reptamos lentamente. Yo estaba en mitad de la línea, justo detrás de Ralph. En el momento en que él pasaba por debajo de la alambrada, hubo otro destello. Yo me hallaba a menos de un metro de él, pero como la lluvia me azotaba los párpados, casi no veía lo que pasaba. Lo único que vi fue que Ralph había dejado de moverse. Me imaginé que había quedado aturdido, de modo que le adelanté. En cuanto estuve al otro lado, le agarré del brazo y le arrastré.

  No sé cuánto permanecimos en aquel campo. Imagino que una hora, y ni la lluvia, ni los truenos ni los relámpagos cesaron un momento. Parecía una tormenta sacada de las páginas de la Biblia, y seguía y seguía, como si jamás fuera a acabar.

  Dos o tres chicos estaban heridos —quizá les tocó un rayo, quizá simplemente fue el impacto del rayo al dar en la tierra junto a ellos—, y el prado comenzó a llenarse de lamentos. Otros chicos lloraban y rezaban. Y otros, con miedo en la voz, procuraban dar consejos sensatos. Desembarazaos de todo lo que sea metálico, decían, el metal atrae el rayo. Todos nos sacamos el cinturón y lo arrojamos bien lejos.

  No recuerdo haber abierto la boca. No recuerdo haber llorado. Otro chico y yo intentábamos cuidar de Ralph. Seguía inconsciente. Le frotamos los brazos y las manos, le sujetamos la lengua para que no se la tragara, le dijimos palabras de ánimo. Al cabo de un rato, su piel comenzó a adquirir un tinte azul. El cuerpo estaba frío, pero a pesar de la acumulación de detalles ni se me ocurrió pensar que ya no volvería a levantarse. Yo sólo tenía catorce años, después de todo, ¿y qué sabía? Jamás había visto un muerto.

  Supongo que la culpa fue de la alambrada. Los otros chicos heridos por el rayo estaban como atontados, sintieron dolor en las extremidades durante una hora más o menos, y luego se recuperaron. Pero Ralph estaba bajo la alambrada cuando cayó el rayo, y quedó electrocutado en el acto.

  Más tarde, cuando me dijeron que había muerto, me enteré de que tenía una quemadura de veinte centímetros en la espalda. Recuerdo que intenté asimilar esa noticia, y que me dije que la vida, para mí, nunca volvería a ser lo mismo. Y por extraño que parezca, ni se me ocurrió pensar en lo cerca que estaba de él cuando pasó aquello. No pensé: uno o dos segundos después, y me habría tocado a mí. Lo único que recordaba era que le había sujetado la lengua y le había mirado los dientes. La boca le formaba una leve mueca, y tenía los labios un tanto separados: yo me había pasado una hora mirándole la punta de los dientes. Treinta y cuatro años después, aún los recuerdo. Y sus ojos medio cerrados, medio abiertos. También los recuerdo.


4

  No hace muchos años, recibí una carta de una mujer que vive en Bruselas. En ella me contaba la historia de un amigo suyo, un hombre al que conoce desde niña.

  En 1940, este hombre se alistó en el ejército belga. Cuando ese mismo año el país cayó en manos de los alemanes lo capturaron y lo metieron en un campo de prisioneros. Permaneció allí hasta el fin de la guerra, en 1945.

  A los prisioneros se les permitía escribirse con los colaboradores de la Cruz Roja de Bélgica. Al hombre, de manera arbitraria, se le asignó una amiga por correspondencia —una enfermera de la Cruz Roja de Bruselas—, y durante los cinco años siguientes él y esa mujer se estuvieron escribiendo cada mes. Con el tiempo se hicieron grandes amigos. Hubo un momento (no estoy seguro del todo de cómo ocurrió) en que se dieron cuenta de que aquello era más que amistad. Siguieron escribiéndose, cada vez con mayor intimidad, y al final se declararon su amor. ¿Era eso posible? Nunca se habían visto, no habían pasado ni un minuto el uno en compañía del otro.

  Cuando la guerra acabó, el hombre fue liberado del campamento y regresó a Bruselas. Conoció a la enfermera, la enfermera le conoció a él, y ninguno quedó decepcionado. Poco después se casaron.

  Pasaron los años. Tuvieron hijos, se hicieron mayores, y el mundo se volvió un poco distinto de lo que era. Su hijo acabó sus estudios en Bélgica y fue a Alemania a hacer un curso de posgrado. Allí, en la universidad, se enamoró de una joven alemana. Les escribió a sus padres y les dijo que pretendía casarse con ella.

  Los padres del novio y la novia estaban de lo más felices. Las dos familias decidieron que tenían que conocerse, y el día señalado la familia alemana se presentó en Bruselas, en casa de la familia belga. Mientras el padre alemán entraba en el salón y el belga se levantaba para darle la bienvenida, los dos se miraron a los ojos y se reconocieron. Habían pasado muchos años, pero los dos sabían perfectamente quién era el otro. En una época de sus vidas, se habían visto cada día. El padre alemán había sido guardián del campo de prisioneros en el que el padre belga había pasado la guerra.

  Como se apresuró a añadir la mujer que me escribió la carta, no había resentimiento entre ellos. Por monstruoso que pudiera haber sido el régimen alemán, durante aquellos cinco años el padre alemán no había hecho nada para enemistarse con el padre belga.

  Sea como fuere, esos dos hombres son ahora dos grandes amigos. Y la mayor alegría de sus vidas es el nieto que tienen en común.


5

  Yo tenía ocho años. En aquel momento de mi vida, nada me importaba más que el béisbol. Mi equipo era el New York Giants, y seguía las actividades de aquellos hombres de gorra naranja y negro con la devoción de un verdadero creyente. Incluso ahora, al recordar ese equipo que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe, soy capaz de recitar los nombres de casi todos los jugadores. Alvin Dark, Whitey Lockman, Don Mueller, Johnny Antonelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero ninguno era tan grande, tan perfecto ni tan digno de veneración como Willie Mays, el incandescente Say-Hey Kid.

  Aquella primavera me llevaron a mi primer partido de liga. Unos amigos de mi padre tenían asientos de tribuna en el Polo Grounds, y una noche de abril fui con mis padres y sus amigos a ver a los Giants contra los Milwakee Braves. No sé quién ganó, no recuerdo un solo detalle del partido, pero sí recuerdo que, cuando acabó, mis padres y sus amigos se quedaron charlando en sus asientos hasta que todos los espectadores se hubieron marchado. Se nos hizo tan tarde que tuvimos que cruzar el campo y salir por una de las puertas centrales, que era la única que estaba abierta. Y dio la casualidad de que esa salida estaba justo debajo de los vestuarios de los jugadores.

  En el momento en que nos acercamos a la puerta, atisbé a Willie Mays. No había duda alguna de que era él. Se trataba de Willie Mays en persona, ya sin el uniforme del equipo, vestido con ropa de calle a menos de tres metros de mí. Conseguí que mis piernas me llevaran hacia él, y a continuación, haciendo acopio de todo mi valor, hice que las palabras me salieran de la boca:

  —Señor Mays —le dije—, ¿podría firmarme un autógrafo?

  Mays debía de tener unos veinticuatro años, pero fui incapaz de llamarle por su nombre de pila.

  Su respuesta a mi pregunta fue brusca pero amigable.

  —Claro, chaval —dijo—. ¿Tienes un lápiz?

  Recuerdo que estaba tan lleno de vida, hasta tal punto rebosaba juventud y energía, que no dejaba de dar saltitos mientras hablaba.

  Pero yo no llevaba lápiz, de modo que le pedí a mi padre si podía prestarme el suyo. Él tampoco llevaba. Ni mi madre. Y resultó que los demás adultos tampoco.

  El gran Willie Mays seguía allí, mirándome en silencio. Cuando quedó claro que no había nadie en el grupo que llevara nada con lo que escribir, se volvió hacia mí y se encogió de hombros.

  —Lo siento, chaval —dijo—. Si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo.

  Y salió del estadio perdiéndose en la noche.

  No quería llorar, pero las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y no pude hacer nada para impedirlo. Y lo peor fue que seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido, decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho de esa edad no debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba, y yo no había sabido dar la talla.

  Después de aquella noche, comencé a llevar un lápiz conmigo allí donde iba. Adquirí la costumbre de no salir de casa sin antes asegurarme de que llevaba un lápiz en el bolsillo. No es que planeara hacer nada con él, pero no quería que me pillaran otra vez desprevenido. En una ocasión ya me habían pillado con las manos vacías, y no iba a permitir que eso volviera a pasarme.

  Cuando menos, los años me han enseñado esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo.

  Como me gusta decirles a mis hijos, así es como me hice escritor.

***
Paul Auster (Newark, 1947-Brooklyn, 2024). Traducción de Justo Navarro, Damián Alou y María Eugenia Cioccini

lunes, 6 de mayo de 2024

oswald de andrade / manifiesto antropófago


Sólo la antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.

 Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.

Tupi or not tupi that is the question.

Contra todas las catequesis. Y contra las madres de los Gracos.

Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago.

Estamos cansados de todos los sospechosos​​ maridos católicos​​ envueltos en dramas. Freud terminó con el enigma​​ de la mujer y con los sustos de la psicología impresa.

Lo que obstaculizaba la verdad era la ropa, el impermeable entre el mundo interior y el mundo exterior. La reacción contra el hombre vestido. El cine americano lo informará.

Hijos del sol, madre de los vivientes. Encontrados y amados ferozmente, con toda la hipocresía de la saudade, por los inmigrantes, por los traficados y por los turistas. En el país de la gran​​ cobra.

Fue porque nunca tuvimos gramáticas, ni colecciones de vegetales viejos. Y nunca supimos lo que era urbano, suburbano, fronterizo y continental. Perezosos en el mapamundi de Brasil.

Una conciencia participante, una rítmica religiosa.

Contra todos los importadores de conciencia enlatada. La existencia palpable de la vida. Y la mentalidad prelógica para ser estudiada por el Sr. Lévy Bruhl.

Queremos la revolución Caraíba. Más grande que la revolución​​ Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en dirección del hombre. Sin nosotros Europa no tendría si quiera su pobre declaración de los derechos del hombre.

La edad de oro anunciada por América. La edad de oro. Y todas las girls.

Filiación. El contacto con​​ el Brasil Caraíba.​​ Où Villegaignon print terre. Montaigne.​​ El hombre natural. Rosseau. De la Revolución Francesa al Romanticismo, a la Revolución Bolchevique, a la revolución Surrealista y al bárbaro tecnificado de Keyserling. Caminamos.

Nunca fuimos catequizados. Vivimos a través de un derecho sonámbulo hicimos que Cristo naciera en Bahia. En​​ Belém o en Pará.

Pero nunca admitimos el nacimiento de la lógica entre nosotros.

Contra el padre Viera. Autor de nuestro primer​​ préstamo para ganar​​ su​​ comisión. El rey analfabeto que le dijo: ponga eso en el papel, pero sin tanta labia. Se hizo el préstamo. Se registró el azúcar brasileño. Viera dejó el dinero en Portugal y nos trajo la labia.

El espíritu se rehúsa a concebir el espíritu sin el cuerpo. El antropomorfismo. Necesidad de la vacuna antropofágica. Para el equilibrio contra las religiones del​​ meridiano. Y las inquisiciones exteriores.

Sólo podemos atender al mundo oracular.

Teníamos la justicia,​​ codificación de la venganza. La ciencia,​​ codificación de la Magia. Antropofagia. La transformación permanente del Tabú en Tótem.

Contra el mundo reversible y las ideas objetivadas. Cadaverizadas. El stop del pensamiento que es dinámico. El individuo víctima del sistema. Fuente de las injusticias clásicas. De las injusticias románticas. El olvido de las conquistas interiores.

Itinerarios, Itinerarios, Itinerarios, Itinerarios, Itinerarios, Itinerarios, Itinerarios.

El instinto Caraíba.

Muerte y vida de las hipótesis. De la ecuación​​ yo​​ parte del Cosmos al axioma Cosmos parte del​​ yo. Subsistencia. Conocimiento. Antropofagia.

Contra las elites vegetales. En comunicación con el suelo.

Nunca fuimos catequizados.​​ Lo que hicimos fue el Carnaval. El indio vestido como senador del Imperio. Fingiendo ser Pitt. O figurando en las óperas de Alencar lleno de buenos sentimientos portugueses.

Ya teníamos el comunismo. Ya teníamos la lengua surrealista. La edad de oro.

Catiti Catiti​​ Imara Notiá ​​​​ Notiá Imara​​ Ipeju

 La magia y la vida. Teníamos la relación y la distribución​​ de los bienes físicos, de los bienes morales, de los bienes dignatarios. Y sabíamos transponer el misterio y la muerte con la ayuda de algunas formas gramaticales.

 Pregunté a un hombre lo que era el Derecho.​​ Él me respondió que era la garantía del ejercicio de la posibilidad. Ese hombre se llamaba​​ Galli Mathias. Me lo comí.

 Sólo no hay determinismo donde hay misterio. ¿Pero qué conseguimos nosotros con eso?

 Contra las historias del hombre que comienzan en Cabo Finisterra.​​ El mundo no fechado. No rubricado.

Sin Napoleón. Sin César.

La fijación del progreso por medio de catálogos y aparatos de televisión. Sólo la maquinaria. Y los transfusores de sangre.

 Contra las sublimaciones antagónicas. Traídas en las carabelas.

 Contra la verdad de los pueblos misioneros, definida por la sagacidad de un antropófago, el Vizconde de Cairu:​​ -La mentira repetida muchas veces.

 Pero no fueron cruzados los que vinieron. Fueron fugitivos de una civilización que estamos devorando, porque somos fuertes y vengativos como el Jabuti.

Si Dios es la conciencia del universo Increado,​​ Guarací es la madre de los vivientes. Jaci es la madre de los vegetales.

No teníamos​​ especulación. Pero teníamos adivinación. Teníamos política que es la ciencia de la distribución. Y un sistema social planetario.

Las migraciones. La fuga de los estados tediosos. Contra las esclerosis urbanas. Contra los Conservatorios y el tedio especulativo.

De William James y Voronov.​​ La transfiguración del Tabú en Tótem. Antropofagia.

El pater familias y la creación de la moral de la cigüeña: Ignorancia real de las cosas + habla de imaginación + sentimiento de autoridad ante la prole curiosa.

Es necesario partir de un profundo ateísmo para llegar a la idea de Dios. Pero la Caraíba no lo necesitaba. Porque tenía a Guaraci.

El objetivo creado​​ reacciona con los Ángeles de la Caída. Después Moisés divaga ¿Qué ganamos nosotros con eso?

Antes de que los portugueses descubrieran Brasil, Brasil ya había descubierto la felicidad.

Contra el indio de antorcha. El indio hijo de María, ahijado de Catarina de Médecis y yerno de D. Antonio de Mariz.

La alegría es la prueba del​​ nueve.

En el matriarcado de Pindorama.

Contra la memoria fuente de costumbre. La experiencia personal renovada.

Somos concretistas. Las ideas dominan, reaccionan, queman gente en las plazas públicas. Suprimamos las​​ ideas​​ y las otras parálisis. Por los itinerarios. Creer en las señales, creer en los instrumentos y en las​​ estrellas.

Contra Goethe, la madre de los Gracos, y la Corte de D. João VI.

La alegría es la prueba del​​ nueve.

La lucha entre lo que se llamaría Increado y la Criatura- ilustrada por la contradicción permanente​​ entre el​​ hombre y su Tabú. El amor cotidiano es el modus vivendi capitalista. Antropofagia. Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en tótem. La humana aventura. La finalidad terrenal. Sin embargo, sólo las puras élites​​ han conseguido​​ realizar la antropofagia carnal, que trae en sí​​ el más alto sentido de la vida y evita todos los males identificados por Freud, males catequistas. Lo que se da no es una sublimación​​ del instinto sexual. Es la escala termométrica del instinto​​ antropofágico. De lo carnal, se vuelve electivo y crea amistad. Afectivo, el amor. Especulativo, la ciencia. Se desvía se transfiere. Llegamos al envilecimiento. La baja antropofagia aglomerada en los pecados del catecismo – la envidia, la usura, la calumnia, el asesinato. Peste de los llamados pueblos cultos y cristianizados, es contra ella que estamos actuando. Antropófagos.​​ 

Contra Anchieta cantando las once mil vírgenes del cielo, en la tierra de Iracema, el patriarca João Ramalho​​ fundador de São Paulo.

Nuestra independencia aún no fue proclamada. Frase típica de D.​​ João​​ VI:- Hijo mío​​ ¡pon esa corona en tu cabeza, antes de que algún aventurero lo haga!​​ Expulsamos la dinastía. Es preciso expulsar el espíritu​​ de Bragança,​​ las​​ órdenes​​ y el rapé de María da Fonte.

Contra la realidad social, vestida y opresora, registrada por Freud- la realidad sin complejos, sin locura, sin prostituciones y sin cárceles del matriarcado de Pindorama.

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Oswald de Andrade (São Paulo, 1890-1954) Traducción de Indira Díaz. Círculo de Poesía.

lunes, 29 de abril de 2024

henri meschonnic / manifiesto a favor del ritmo


Hoy en día necesito, para ser un sujeto, para vivir como un sujeto, hacer un lugar para el poema. Un lugar. Eso que veo a mi alrededor y que la mayoría denomina poesía tiende extraña, insoportablemente, a retacearle un lugar, su lugar, a lo que yo llamo un poema.

En la poesía a la francesa, y por razones que no son ajenas al mito del genio en lengua francesa, se institucionalizó un culto rendido a la poesía que produce una ausencia programada del poema.

Siempre ha habido modas. Pero esta moda ejerce una presión, la de varios academicismos acumulados. Presión atmosférica: el aire del tiempo.

Contra este sofocamiento del poema por la poesía hay una necesidad de manifestar el poema, una necesidad que experimentan periódicamente algunos, de hacer salir una palabra sofocada por el poder de los conformismos literarios que no hacen más que estetizar los esquemas de pensamiento, que son esquemas de la sociedad.

Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y se toman como poesía. Contra todas estas poetizaciones, digo que sólo existe el poema si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida.

 *** 

El poema es eso que nos enseña a no servirnos más del lenguaje. Solo nos enseña que, contrariamente a las apariencias y las costumbres del pensamiento, no nos servimos del lenguaje.

Eso no significa, si siguiéramos una reversibilidad mecánica, que el lenguaje se sirva de nosotros. Es que, curiosamente, tendrá más pertinencia a condición de delimitarla, de limitarla a las manipulaciones de tipos tal como se le adelantan corrientemente a la publicidad, la propaganda, la comunicación total, la (des)información y todas las formas de censura. Pero ahora no es el lenguaje que se sirve de nosotros. Los manipuladores, que mueven las marionetas que somos en sus manos, ellos se sirven de nosotros.

Pero el poema hace de nosotros una forma de sujeto específico. Nos hace un sujeto diferente del que seríamos sin él. Esto ocurre por el lenguaje. Es en este sentido que nos enseña que no nos servimos del lenguaje pero devenimos lenguaje. No se puede contentar en decir, sino como una condición previa aunque vaga, que somos lenguaje. Es más preciso decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Es cuestión de sentido, de sentido de lenguaje.

Pero sólo el poema que es poema nos lo enseña. No es eso que parece poesía. Todo hecho por adelantado. El poema de la poesía. No encuentra otra cosa que nuestra cultura. También variable. Y en la medida que nos burla, haciéndose pasar por un poema, es una alimaña. Puesto que enfrenta a la vez nuestra relación con nosotros como sujetos y la relación de nosotros mismos en tren de devenir lenguaje. Las dos son inseparables. Este producto tiende a hacer y rehacer de nosotros un producto en lugar de una actividad.

Por esto la actividad crítica es vital, no destructiva. Es constructiva, constructora de sujetos.

Un poema transforma. Porque nombrar, describir, no valen nada en el poema. Y describir es nombrar. Porque el adjetivo es revelador de la confianza en el lenguaje; y la confianza en el lenguaje nombra, no cesa de nombrar. Observen los adjetivos.

Por esto, la celebración, algo que ha sido tan habitual en la poesía, es enemiga del poema. Porque celebrar es nombrar. Designar. Desgranar sustancias según el rosario del sagrado asidero de la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. No sólo aceptar el mundo tal como es, el innoble “yo no tengo más que bien para decir”, de Saint-John Perse, pero aceptar todas las nociones de la lengua a través de aquéllos que ha representado. La atadura impensada entre el genio del lugar y el genio de la lengua.

Un poema no celebra, transforma. Así tomo eso que dijo Mallarmé: “La Poesía es la expresión, por el lenguaje humano devuelto a su ritmo esencial, el sentido misterioso de los aspectos de la existencia: ella dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la sola labor espiritual”. Aquí es donde algunos creen que esto está pasado de moda.

***

Un poema es un acto del lenguaje que no tiene lugar más que una vez y que recomienza sin cesar. Porque hace al sujeto. No cesa de hacer sujeto. De ustedes. Porque el poema es una actividad, no un producto.

***

No, las palabras no fueron hechas para designar las cosas. Están ahí para situarnos con las cosas. Si se las ve como designaciones, uno demuestra que tiene la idea más pobre del lenguaje. La más común también. Es el combate, desde siempre, del poema contra el signo. David contra Goliat. Goliat, el signo.

Porque yo también creo que uno se equivoca al incorporar entonces y ahora con Mallarmé, “lo ausente de todos los ramos” a la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando uno lo opone a “la verdadera vida” de Rimbaud. Uno descansa en la discontinuidad del lenguaje opuesta a la continuidad de la vida. Aquí el poema puede y debe denotar el signo.

Devastar la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.

De allí lo irrisorio de la reincidencia permanente de los poetas en la poética de la torre de marfil, en Hölderlin, de “el hombre habita poéticamente sobre esta tierra”, un Hölderlin pasado por la esencialización de Heidegger, donde se sitúa un seudo-sublime a la moda. No, muy seguro. El hombre vive semióticamente esta tierra más que nunca. Y yo no creo adherir a Hölderlin. No, me adhiero al efecto Hölderlin, que no es lo mismo. A la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (con el neo pindarismo que está de moda), y la esencialización de la ética y de la política.

La poética es la coartada y el sostén del signo. Con su cita-cliché de rigor, el molino de riego de la poetización: “¿y para qué poetas en un tiempo indigente?”.

Es –y sí, así es- contra aquello que falta del poema, aún del poema, siempre del poema. El ritmo, todavía el ritmo, siempre el ritmo. Contra la semiotización generalizada de la sociedad. ¿En qué han creído algunos poetas, o lo hicieron creer, al escapar por lo lúdico? El amor de la poesía, en lugar del poema. Cavando su propia fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria.

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Resta solamente: es pintura o no lo es. Como ya dijo Baudelaire. Es un poema o no lo es. Así parece. Parecerse a la poesía. Puesto que hay un poema del pensamiento o entonces no hay más que símiles. Mantener el orden.

Sí, en un sentido nuevo, todo poema, si lo es, es una aventura de la voz, no una reproducción variable de la poesía del pasado, de la épica en él. Y deja en el museo de artes y tradiciones del lenguaje la noción lírica que algunos contemporáneos han intentado ubicar en el gusto del día, haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: las confusiones entre el yo y el mí; entre la voz y el canto; entre el lenguaje y la música; en una común ignorancia del sujeto del poema.

Confusiones, es verdad, que el pasado mismo de la poesía ha contribuido a hacer nacer. Pero el poema da señales de vida. Eso es normal en él porque quiere tener la poesía, no tener el aire sino tener el ser, da señas de libro.

Consecuencia: esta oposición encuentra eso que hace de ordinario entre la vida y la literatura. Y un poema es eso que más se opone a la literatura. En el sentido del mercado del libro. Un poema se hace de la reversibilidad entre una vida devenida lenguaje y un lenguaje devenido de la vida.

Fuera del poema abundan no importa qué pretensiones, esos montajes que continúan repitiendo el contrasentido tan extendido sobre la frase de Rimbaud: “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “yo replicaré ante la agresión que los contemporáneos no saben leer”, de Mallarmé. Aún el imbécil del presente que habla en este contrasentido. Lo mismo quien es imbécil del lenguaje.

Un poema se hace con ese verso al cual uno va, que no se conoce y del cual uno no se retira y que es vital reconocer.

Para un poema, es necesario aprender a rechazar, a trabajar en toda una lista de rechazos. La poesía cambia sólo cuando se la rechaza. Como el mundo, no cambia más que por aquello que lo rechaza. En este rechazo yo pongo: no al signo y a su sociedad. No a esta pobreza hinchada que confunde el lenguaje y la lengua, y no habla de la lengua sin saber lo que ella dice de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto y de una relación de la esencia del alejandrino en el genio de la lengua francesa. No se olviden de respirar las doce sílabas.

Accedan al corazón de la métrica. La mitología que sin duda no es extranjera a la vuelta jugada por lo lúdico a la moda de la versificación académica. Y si esto estaba para hacer reír, se perdió. Ya Aristóteles había reconocido a aquellos que escriben en verso para esconder que no tienen nada que decir.

No al signo-consenso, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo. No se va a las cosas puesto que no cesa de transformarlas o de ser transformado por ellas a través del lenguaje. No a la fraseología poetizante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre la poesía y el mundo exterior. Que no lleva más que a hablar de. Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. No es el mundo que está allá, es la relación con el mundo. Y esta relación es transformada por un poema. Y la invención de un pensamiento es este poema del pensamiento.

No a la poesía en el mundo, en las cosas. Contrariamente a eso que los poetas han dicho. Imprudencia del lenguaje. No puede ser que en el sujeto que es sujeto en el mundo y sujeto en el lenguaje como sentido de la vida. Se ha confundido el sentimiento de las cosas y las cosas mismas.

Esta confusión entraña nombrar, describir. Ingenuidad rápidamente castigada. La prueba, si faltaba, de que la poesía no está en el mundo es que quienes no son poetas son como los poetas, y no pueden hacer un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y permanece caballo.

Vivir no es suficiente. Todo el mundo vive. Sentir no es suficiente. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia, tampoco. Para que haya un poema. No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es al contrario: la exigencia de un sentido que no es, y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambian nuestra relación con el mundo.

Si vivir precede a escribir, la vida no es más que la vida, la escritura no es más que literatura. Eso se ve. De modo que es necesario aprender a reconocerlo. La enseñanza debería servir a eso.

No al ver tomado como escuchar. Los poetas han creído que hablaban de la poesía poniendo todo sobre la mirada, el ver. Falta del sentido de lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La oposición fuerte pasa entre el pensamiento por ideas recibidas y pensar su voz, tener la voz en el pensamiento.

No al rimbaudismo que ve a Rimbaud-la poesía en su partida fuera del poema. No cuando se opone en el interior y en el exterior, lo imaginario y lo real, esta evidencia aparentemente indiscutible. Esto impide pensar que no somos más que su relación.

No a la metáfora tomada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una forma de girar alrededor, lo bueno en lugar de ser la sola manera de decir.

No a la separación entre afecto y concepto, ese cliché del signo que no hace sólo el símil poema sino también el símil-pensamiento.

No a la oposición entre individualismo y colectivismo, este efecto social del signo, esto impensado del sujeto; así el poema, que vuelve a la literatura, a la poesía un juego de la sociedad, esa cancioncilla que canta cancioncitas, esos pretendidos poemas que se hacen por cantidad.

No a la confusión entre subjetividad, esta psicología, donde el lirismo permanece ocupado, esos metros que se hacen cantar, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema.

No, no cuando uno opone, tan cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque desde hace tiempo, hay un academicismo de la transgresión como hay un academicismo de la tradición. Y en los dos casos, lo moderno se opone a lo clásico, mezclando lo clásico con lo “neo-retro”. En los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que de todo tiempo ha hecho el poema, que reenvía estas oposiciones a su confusión, a su no-pensamiento, que enmascara lo perentorio del mercado.

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No a la poesía como intención del poema, puesto que de inmediato es una intención. De poseía. Que no puede dar más que literatura. Así como la poesía de poesía es poco poesía, el sujeto filosófico no es sujeto del poema.

Manifestar no es dar lecciones ni predicar. Existe un manifiesto cuando existe lo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar. Porque es intolerante. El dogmatismo blando, invisible, del signo, no pasa, por intolerante. Pero si todo en él fuera tolerable, no habría necesidad de manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. Deja de pasar por incongruente. Si no hubiera riesgo, no habría más manifiesto. El liberalismo no exhibe más que la ausencia de libertad.

Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar es también un riesgo. Pensar esto que es un poema. Eso que hace que un poema sea un poema. Eso que debe ser un poema para serlo. Y un pensamiento, para serlo. Esta necesidad, pensar inseparablemente el valor y la definición. Pensar esta no separación como un universal del poema y del pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad. Lo mismo da si este pensamiento es particular, por principio siempre ha ocurrido en una práctica, será necesariamente verdadera siempre. No es aún una lección nula para eso que se llama el siglo por venir. No más ese balance académico del siglo. Este efecto de lenguaje, el efecto temporalidad del signo. La discontinuidad del secularismo.

En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar en favor del poema el rechazo de la separación entre lenguaje y vida. El reconocimiento como una oposición no entre lenguaje y vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Esto que reubica lo prohibido que pretendía Adorno (eso de que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), y que algunos piensan invertir haciendo jugar ese papel del que da vuelta todo a Paul Celan; entonces que ellos demoran en el mismo no pensamiento que mostró Wittgenstein como ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene. Esos rechazos, todos estos rechazos son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que un poema se transforme en vivir.

En esto que toma aires de paradoja, el colmo es lo que no es cuestión de truismos. Pero desconocidos. Eso es lo cómico del pensamiento.

Pero es sólo por estos rechazos, que son los latidos del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, que siempre ha habido poemas. Y que un pensamiento del poema es necesario para el lenguaje, para la sociedad.

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Henri Meschonnic (París, 1932-Villejuif, 2009) Círculo de Poesía. Traducción de Gerardo Burton.

lunes, 22 de abril de 2024

gottfried benn / sobre el uso del "como" en poesía

El segundo síntoma es el COMO. Por favor, presten atención al uso frecuente del “como” en un poema. “Como”, “como si” o “es como si” son construcciones auxiliares, en gran medida una especie de marcha en vacío. Mi canto fluye como oro solar, el sol esplende sobre el techo de cobre como joya broncínea, mi voz tiembla como arroyo en remanso, como una flor en noche apacible, pálida como seda, el amor florece como un lirio.  Este “como” es siempre una ruptura de la visión, se acerca, parangona, no afirma una relación primaria. Sin embargo, también aquí debo hacer una salvedad, pues hay poemas grandiosos que recurren al “como”. Rilke era un gran poeta del como. En uno de sus poemas más bellos, “Torso arcaico de Apolo”, “como” aparece tres veces en cuatro estrofas; se trata incluso de “comos” harto banales: como un candelabro, como piel de fiera, como una estrella. Y en su poema “Hortencia azul” encontramos cuatro “comos” en cuatro estrofas; entre ellos: como en un babero infantil, como en los viejos papeles de carta azul; pues bien, Rilke se lo podía permitir, pero es posible aceptar cual precepto fundamental que un COMO supone siempre una irrupción de un elemento narrativo y prosaico en la lírica, una relajación de la tensión verbal, un punto débil en la transformación creativa.

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Gottfried Benn (Putlitz, 1886-Berlín Oeste, 1956). Círculo de Poesía.