lunes, 5 de diciembre de 2022

piedad bonnett / escribir poesía


    Hoy creo poder concluir que escogí la escritura, inconscientemente, como una forma de automedicación. Ante la dificultad, la impotencia o la experiencia del sinsentido, unos se embeben en el trabajo, otros se dejan arrastrar por la superficie de las aguas, y otros más rezan y se encomiendan a la divinidad, o simplemente huyen… Yo escribo. Leo y escribo.

    En principio, esta doble actividad tiene mucho que ver con la búsqueda del placer. Leer y escribir son para mí formas de la felicidad. Pero, a largo plazo -y como los efectos terapéuticos de la escritura, aunque no buscados, son evidentes- son también la forma en que tramito mis desavenencias con el mundo y conmigo misma, que mitigo los naturales dolores de estar viva y que sano un cuerpo que necesita de la palabra escrita. Y por eso, tal vez, es que me rindo a la escritura cada vez que me llama: porque nace en mí de eso que la filosofía llama “necesidad”: lo que no puede no ser.

    Pero la escritura es también, en segunda instancia, la forma en que interrogo la realidad o la interpreto, y en la que manifiesto mi asombro frente al misterio y la belleza del mundo. De modo que en la raíz del proceso creador reconozco un impulso que une la necesidad, la emoción y la razón. Y es de ese juego de factores, variable, que no busca equilibrios, que, a mi modo de ver, nace la literatura.

    He dicho en otras partes que la escritura no puede desligarse del tiempo: del subjetivo, que fluye en el yo que escribe, y del histórico, el que nos condiciona a un aquí y un ahora frente al cual no hay apelación posible. Entre esos dos tiempos, además, es imposible fijar un límite; más bien habría que decir que el primero vive, aunque siempre de manera particular, dentro del segundo. Es por eso que no puede hablarse de una poética definitiva, sino de una que va mutando de acuerdo a nuestra experiencia vital y a nuestra interrelación con el momento que vivimos. Es imposible, pienso, que la poética del escritor de veinte años sea idéntica a la de él mismo en la madurez o en la vejez: porque ese hombre ha ido siendo labrado por el tiempo, que en su caso está habitado, entre otras cosas, por múltiples lecturas y por una búsqueda perpetua, la de su propia escritura. Incluso diría, arriesgándome, que toda poética se enuncia en el filo que une el presente y el futuro, pues cada vez que surge un proyecto en la mente del escritor trae aparejada la intención de renovar las formas ya experimentadas, pues escribir implica siempre aventura y riesgo.

    Se puede, pues, enunciar una poética a posteriori, casi que como balance de lo ya hecho, o desde un presente de la escritura en marcha, que es apenas intento, ensayo, propuesta. Yo trataré de hablar desde el presente, pero recogiendo todo lo que del pasado pervive en mi poética de hoy, y trataré de que esta quepa –más como límite que yo misma me impongo– dentro de los límites de un decálogo.

    1. Creo en la poesía que comunica. Pero no significa esto que su lenguaje deba ser directo, ni claro, ni necesariamente portador de ideas. Ni que un sentido diáfano se imponga después de la lectura del poema. Ni que el poeta condescienda con el lector, y sólo le ofrezca lo sencillo. Pero sí que este sienta que el poema lo acoge, aunque sea de forma oscura. No me interesan ni los hermetismos deliberados, ni, en sentido contrario, lo que nada sugiere, lo que no tiene pliegues. No es por la vía de la razón sino de la intuición del lenguaje como entramos al poema, y una emoción que nos exalta debería quedar en nosotros después de leerlo y un margen de oscuridad que en vez de alejarnos sea una invitación a volver a él.

    2. Creo en la música como un valor supremo de la poesía, pero, como propone Elliot, en una música que provenga del habla. Y en que los ritmos nacen de las necesidades del poema, le dan su forma, y traducen una música interior y única.

    3. Creo que la imagen es consustancial a la poesía, pero que debe ser humilde como quería Borges. Detesto todo lo que en ella suene a pirotecnia o a mero exhibicionismo. Le temo a los excesos verbales y mi poesía se ha sentido siempre muy lejos del barroco, aunque muchos barrocos me sigan seduciendo. Y aun amando la imagen, creo que hay gran poesía que prescinde de ella.

    4. Creo que todas las palabras de una lengua pueden estar en un poema, y que no hay unas que sean más poéticas que otras. Aun así, la conciencia que el escritor tiene de su lengua y de su tradición literaria, lo llevan a saber cuáles han sido manoseadas o ya no tienen alientos. Antes que relegarlas, creo que el poeta debe insuflarles una segunda vida.

    5. Creo que la poesía debe ser libre, que nada puede constreñirla. La poesía, no acepta servidumbres ni amos: no reverencia ni la moda, ni la crítica, ni se deja dominar por las ideologías. El poeta escribe desde sus más profundas necesidades, y trabaja haciendo que la lengua se rebele contra todo lo que la oprime.

    6. Creo que toda poesía se debe a su tiempo y por tanto no puede permitirse el anacronismo. Tácitamente dialoga con toda la poesía de su momento, y expresamente jalona la lengua para llevarla a lugares no explorados.

    7. Creo que toda poesía nace del conocimiento de una tradición, pero que su deber es renovarla. Me interesa trabajar en ese límite, y que en el poema haya huella de otros —puesto que la originalidad total no existe— pero también un sesgo que la haga única.

    8. Creo en la honestidad como un valor del poeta. En que nada en el poema sea impostado ni complaciente.

    9. Creo en que toda poesía que esté a la altura de su tiempo es necesariamente política.

    10. Creo que nada de lo dicho anteriormente es verdad absoluta. Que es mi credo hoy, pero que nada es para siempre.

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Piedad Bonnett (Amalfi, 1951) En: VV.AA. Poética de los poetas. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2014, pp. 49-52 Vomité un conejito.