lunes, 28 de noviembre de 2022

héctor hernández montecinos / nacimiento de la poética


No lo sabemos con certeza, pero lo intuimos porque el mismo lenguaje es esa intuición. La escena ha sido imaginada en diversos momentos. Unos pocos humanos en una caverna fría y húmeda, un grupo de nómades que atraviesa la noche, hombres y mujeres ante el cadáver de uno de los suyos. Sea como sea, el lenguaje no es otra cosa que los signos que construimos para ser parte de algo que nos excede, que desconocemos, pero que está ahí. Ya sea la naturaleza abrupta de unas montañas nevadas, los coloridos ríos repletos de peces, los vientos que derriban las nubes sobre el horizonte o la majestuosidad de los truenos y relámpagos que aterrorizan hasta el amanecer. Los sonidos y los silencios nacen junto a ese miedo, a esa sobrevivencia o a ese fin. Yo mismo he pensado en esa inaugural noche estrellada que alguien contempla por primera vez. Sin duda, las palabras eran las cosas y las cosas, y las cosas eran palabras para quien las pronunciaba. Bastó con repetir un par de ellas para que comenzara una nueva era, eventualmente el recuerdo de una anterior que no podemos ni imaginar.

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Las teorías sobre el origen del lenguaje se suceden casi como profecías ante el destino de una humanidad que ha declarado su propia extinción mediante la muerte de palabras que durante siglos mantuvieron a millones unidos ante ese miedo. La muerte de “Dios”, el fin de la “historia” y probablemente veamos la caída del “capital”, pero sobre todo la destrucción del planeta. El mundo, sus estaciones, sus océanos y desiertos, sus glaciares y valles comienzan a desaparecer porque el lenguaje con que les creamos ya deja de existir. Ese miedo a la caída de un mundo fue lo que llevó a que centenares de muchachos salieran a cantar los mitos, los relatos de sus héroes, sus hazañas y amores con los dioses para volver a levantarse y que el mundo durara un poco más. Esos son los aedos, poetas-cantores, que aparecen durante el siglo IX u VIII antes de nuestra era. Jóvenes que construyeron sus liras con juncos de los ríos y se animaron a llevar una buena nueva que no es otra cosa que el instinto de no morir.   

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Uno de esos muchachos fue Homero, o tal vez muchos de ellos. Da igual. Aprendieron los mitos de sus mayores y salieron a cantar y bailar por todo el Peloponeso y las islas más allá. Fueron a los oráculos a escuchar a quienes interpretaron el lenguaje de los pájaros, las hojas de los árboles, la historia de la sangre. Allí se funda el misterio del lenguaje. Ese es el miedo de donde nace, el miedo vencido que es el primer diálogo de los seres humanos y los dioses. Es el inicio de un pacto que aún resiste. Los dioses, los ciclos naturales, los misterios se expresaron mediante estos oráculos, se revelaron en signos que sacerdotes y hieródulas descifraron. Si el lenguaje fue la respuesta ante la primera muerte, lo fue también ante la primera vida. Los mitos de creación en todo el planeta cuentan una misma escena: esta. La cuando el cielo se enamora de la tierra y el caos desaparece. Es la fe de Homero en las Musas que raptan al poeta-cantor para que revele esta verdad, pero también es la de Hesíodo que por primera vez plantea la posibilidad de que también mientan. Este es el origen del lenguaje en la Grecia arcaica. El nacimiento de la mentira.  

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La diferencia entre ambos no sólo radica en el estatuto de verdad en cuanto al don, la posesión que conceden las Musas, sino también en su relación al poder. La función del o los rapsodas bajo el nombre de Homero se complace en el efecto de valor y belleza ante un auditorio culto, que disfruta justamente los hexámetros dactílicos y reconoce los relatos que se cantan, mientras que Hesíodo es más didáctico y por ende sus espectadores están en el espectro más bien popular que a su vez empatiza con su relato al ser crítico de las hegemonías aristócratas de las polis y reinos. En esta dualidad de funciones, de sus prácticos del lenguaje, se debate una deriva que se mantiene hasta hoy. Por un lado, el “placer del texto” o su capacidad de conocimiento en cuanto a su propia necesidad. Esta será de algún modo el movimiento de la épica griega que servirá como fermento a todas las posteriores discusiones en torno al lugar de la verdad, su ocultamiento, su instrumentalidad. 

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Héctor Hernández Montecinos (Santiago de Chile, 1979). acheache Doble Hélice.