lunes, 9 de agosto de 2021

stéphane mallarmé / el libro, instrumento espiritual

   
    Una proposición que emana de mí, tan, y tan diversamente, citada en elogio mío o tal reprobación — la reivindico con aquellas que se agolparán aquí — , exige en suma que todo, en el mundo, exista para desembocar en un libro. 

    Las cualidades, requeridas en esta obra, ciertamente el genio, me espantan a uno entre los más carentes: a no detenerse ahí, y, aceptado el volumen, no conllevar ningún signatario, ¿cuál? : el himno, armonía y gozo, como conjunto puro agrupado en alguna circunstancia fulgurante, de las relaciones entre todo. El hombre a cargo de ver divinamente, dado que el nexo, a libre voluntad, límpido, carece de expresión salvo por el paralelismo, ante su mirada, de hojas. 

    En un banco de un parque, donde tal nueva publicación, me alegro si el aire, al pasar, entreabre y, por azar, anima, de aspectos, el exterior del libro: varios — acerca de lo cual, mientras el cateo despunta, nadie, tras leerlo, tal vez haya pensado. Ocasión de hacerlo, cuando, libre, el diario predomina, el mío, incluso, que yo descartaba, se echa a volar en la inmediación de rosas, celoso por cubrirles su ardiente y orgulloso conciliábulo: desplegado entre lo masivo, dejaríalo, también las palabras flores a su mutismo y, técnicamente, propone, calar cómo ese jirón difiere del libro, él, supremo. Un periódico, diario, sigue siendo el punto de partida; la literatura se alija a sus anchas.

    Ah Or a Bien —

    El pliegue es, con respecto a la hoja grande impresa, un índice, casi religioso, que no asombra tanto como su compresión, en espesor, ofreciendo la minúscula tumba, de cierto, del alma.

    Todo lo que halló la imprenta se resume, bajo el nombre de Prensa, hasta aquí, elementalmente en el diario: la hoja incluso, en tanto ha recibido una impresión, mostrando, al primerísimo grado, bruto, el vertimiento de un texto. Este uso, inmediato o anterior a la producción como tal, ofrece, por cierto, comodidades al escritor, galeras juntas de punta a cabo, pruebas, que potencian la improvisación. Así, estrictamente hablando, un “diario”, antes que a una visión, poco a poco, ¿pe‐ ro, de quién?, parézcase a un sentido, en la disposición, incluso con gracia, de feria popular, diría. Continuad — el tope o titular de entrada, liberación, superior, a través de mil obstáculos, alcanza hasta el desinterés y, de la situación, precipita y reprime, como por medio de un fuego eléctrico, lejos, después de los artículos que enseguida emergen, la original servidumbre, el económico anuncio, en la cuarta página, entre una incoherencia de gritos inarticulados. Espectáculo, evidentemente, moral — que le falta, con el éxito, al diario, para anular al libro, pese a que, aún visiblemente, de abajo o, más bien, en la base, lo mantiene unido una paginación, por el folletín, ordenando la generalidad de las columnas: nada, o casi — si el libro tarda tal cual es, un vertedero, indiferente, donde el otro se vacía.... Hasta al formato, ocioso, y vanamente, concurre esta extraordinaria, como un vuelo recogido listo para ampliarse, intervención del pliegue o el ritmo, inicial causa que una hoja cerrada, contiene un secreto, el silencio persiste ahí, precioso, y signos evocadores se suceden, el espíritu por entero literalmente abolido. 

    Sí, sin el doblez del papel y las partes bajas que éste instala, la sombra esparcida de negros caracteres, no presentaría una razón de expandirse como un quiebre de misterio, en la superficie, en la separación resuelta por el dedo. 

    Diario, la hoja expuesta, llena, toma de la impresión un resultado indebido, de simple maculatura: nadie duda que patente y ordinaria ventaja sea, a vista de todos, la multiplicación del ejemplar, el que yace en el tiraje. Un milagro tal predomina sobre este aporte, en el sentido elevado en que las palabras, originalmente, se reducen al uso, dotado de infinitud hasta consagrar a una lengua, de veinte letras casi — su llegar a ser, todo allí entra para tan pronto emanar, principio — aproximando a un rito la composición tipográfica. 

    El libro, expansión total de la letra, ha de extraer de ella, directamente, una movilidad y, espacioso, por correspondencias, instituir un juego, insabido, que confirme la ficción. 

    Nada fortuito, ahí, donde un azar parece captar la idea, el aparato es el mismo: no juzgar, por tanto, estos planteamientos — industriales o concerniendo una materialidad — : la fabricación del libro, en el conjunto que se expandirá, comienza, ya en una frase. Inmemorialmente el poeta en el lugar de tales versos, en el soneto que se inscribe para el espíritu o en espacio puro. A mi vez, desconozco el volumen y una maravilla que intima su estructura si no puedo, conscientemente, imaginar tal motivo en vistas a un lugar especial, página, y la altura, en la orientación de luz suya o en lo que atañe a la obra. Más el ir y venir sucesivo incesante de la mirada, una línea acabada, a la siguiente, para recomenzar, tal práctica no representa la delicia, habiendo inmortalmente, rota, una hora, con todo, para traducir su quimera. De otro modo o salvo ejecución, como fragmentos sobre el teclado, activa, medida por las cuartillas — ¿qué no se cierran los ojos para soñar? 

    Esta presunción ni servidumbre fastidiosa sino la iniciativa, cuyo relámpago ocurre en casa de cualquiera, acorda la fragmentada notación. 

    Un solitario tácito concierto se da, por la lectura, en el espíritu que retoma, desde una sonoridad menor, la significación : no habiendo ningún medio mental exaltando la sinfonía, no faltará, rarificada y es todo — por cuenta del pensamiento.

    La Poesía, cercana a la idea, es Música, por excelencia — no consiente inferioridad.

    He aquí, para el caso real, que por mi parte, con respecto a los folletos a leer según el uso corriente, alzo, con todo, un cuchillo, como el cocinero degollador de aves.  

    El repliegue virgen del libro, aún, se presta para un sacrificio, del cual emanó la franja roja de los tomos antiguos — la introducción de un arma, o cortapapel, para establecer la toma de posesión. Cuán personal antes, la consciencia, sin ese simulacro bárbaro: cuando ella tome parte, en el libro cogido aquí, allá, en variados aires, adivinado como un enigma — casi rehecho por sí. Los pliegues perpetuarán una marca, intacta, invitando a abrir, cerrar la hoja, según el maestro. Tan ciego y poco procedimental, el atentado que se consume, en la destrucción de una frágil inviolabilidad. La simpatía iría al periódico situado al abrigo de tal tratamiento: su influencia, con todo, es irritante, pues impone al organismo, complejo, requerido por la literatura, al divino libro, una monotonía — siempre la insoportable columna que uno se contenta en distribuir, en dimensiones de página, una y mil veces.

    Empero...

     ‐  Oigo, ¿puede dejar de ser así? Y voy, por una escapada porque la obra,  única o preferentemente, ejemplo debe, satisfacer al detalle de la curiosidad. ¿Por qué — un arrojo de grandeza, de pensamiento o de emoción, considerable, frase perseguida, en mayúscula, una línea por página en emplazamiento graduado — no mantendría al lector en suspenso, la duración del libro, durante el libro, con apelación a su poder de entusiasmo: en torno, menudos, grupos, secundariamente según su importancia, explicativos o derivados — estampados preciosos. 

    Afectación, de sorprender por el enunciado, lejano, la curiosera; lo acepto, si más de uno, que cultivo, no adviertiera, con el instinto venido de allende, que les hizo disponer sus escritos de manera inusual, decorativamente, entre la frase y el verso, ciertos trazos similares a éste ; ahora bien, quiéreselo aislado, sea, por el renombre de clarividencia reclamado por la época, donde todo parece. Uno divulga su intuición, teóricamente y, tal vez, al vacío, como data : él sabe, tales sugerencias, que atañen al arte literario, han de librarse firmemente. La duda, sin embargo, de descubrir bruscamente lo que no es todavía, teje, por pudor, con la sorpresa general, un velo. 

    Atribuyamos a las ensoñaciones, antes de la lectura, en terreno abierto, la atención que solicita alguna mariposa blanca, a la vez por todas partes, y ninguna, desvaneciéndose — no sin que una nonada de agudeza y de ingenio, en que acoté el sujeto, recién pasara y repasara, con insistencia, ante el asombro.

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Stéphane Mallarmé (París, 1842-Vulaines-sur-Seine, 1898). El libro, instrumento espiritual y otras prosas. Trad. de Andrés Ajens. Edición Digital, Philosophia.cl, Universidad ARCIS.
En la imagen, el escritor por Felix Vallotton (1925).