lunes, 20 de junio de 2022

alejandra pizarnik / el verbo encarnado


Moi je reproche aux hommes de ce temps, de m`avoir
fait naître par les plus ignobles manoeuvres magiques dans
un monde dont je ne voulais pas, et de vouloir par des
manoeuvres magiques similaires m`empêcher d`y faire un trou
pour le quitter. J´ai besoin de poésie pour vivre, et je veux
en avoir autour de moi. Et je n´admets pas que le poète que 
je suis ait été enfermé dans un asile d´aliénés parce qu´il
voulait réaliser au naturel sa poésie.

Antonin Artaud (Lettres de Rodez)

    Aquella afirmación de Hölderlin, de que «la poesía es un juego peligroso», tiene su equivalente real en algunos sacrificios célebres: el sufrimiento de Baudelaire, el suicidio de Nerval, el precoz silencio de Rimbaud, la misteriosa y fugaz presencia de Lautréamont, la vida y la obra de Artaud…

    Estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el haber anulado -o querido anular- la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida.

    Artaud no ha entrado aun en la normalidad de los exámenes universitarios, como es el caso de Baudelaire. De modo que es conveniente, en esta precaria nota, apelar a un mediador de la calidad de André Gide, cuyo testimonio da buena cuenta del genio convulsivo de Artaud y de su obra. Gide escribió ese texto después de la tan memorable velada del 13 de enero de 1947 en el Vieux Colombier, en donde Artaud -recientemente salido del hospicio de Rodez- quiso explicarse con – no pudo ser «con» sino «ante» – los demás. Este es el testimonio de André Gide:

    «Había allí, hacia el fondo de la sala -de esa querida, vieja sala del Vieux Colombier que podía contener alrededor de 300 personas- una media docena de graciosos llegados a esa sesión con la esperanza de bromear.  ¡Oh!  Ya lo creo que hubiesen recogido los insultos de los amigos fervientes de Artaud distribuidos por toda la sala. Pero no: después de una muy tímida tentativa de alboroto ya no hubo que intervenir… Asistíamos a ese espectáculo prodigioso: Artaud triunfaba; mantenía a distancia la burla, la necedad insolente; dominaba…

    »Hacía mucho que yo conocía a Artaud, y también su desamparo y su genio. Nunca hasta entonces me había parecido más admirable. De su ser material nada subsistía sino lo expresivo.  Su alta silueta desgarbada, su rostro consumido por la llama interior, sus manos de quién se ahoga, ya tendidas hacia un inasible socorro, ya retorciéndose en la angustia, ya,  sobre todo, cubriendo estrechamente la cara, ocultándola y mostrándola alternativamente, todo en él narraba la abominable miseria humana, una especie de condenación inapelable, sin otra escapatoria posible que un lirismo arrebatado del que llegaban al público solo fulgores obscenos, imprecatorios y blasfemos. Y ciertamente, aquí se reencontraba al actor maravilloso en el cuál podía convertirse este artista: pero era su propio personaje lo que ofrecía al público, en una suerte de farsa desvergonzada donde se transparentaba una autenticidad total.  La razón retrocedía derrotada; no solo la suya sino la de toda la concurrencia, de nosotros todos, espectadores de ese drama atroz, reducidos a papeles de comparsas malévolas, de b… y palurdos. ¡Oh! No, ya nadie, entre los asistentes, tenía ganas de reír; y además, Artaud nos había sacado las ganas de reír por mucho tiempo. Nos había constreñido a su juego trágico de rebelión contra todo aquello que, admitido por nosotros permanecía inadmisible para él, más puro:

    Aún no hemos nacido.
    Aún no estamos en el mundo.
    Aún no hay mundo.
    Aún las cosas no están hechas.
    La razón de ser no ha sido encontrada…

    »Al terminar esta memorable sesión, el público callaba. ¿Qué se hubiera podido decir? Se acababa de ver a un hombre miserable, atrozmente sacudido por un dios, como en el umbral de la gruta profunda, antro secreto de la sibila donde no se tolera nada profano, o bien, como sobre un Carmelo poético, a un vate expuesto, ofrecido a las tormentas, a los murciélagos devorantes, sacerdote y víctima a la vez…  Uno se sentía avergonzado de retomar el lugar en el mundo donde la comodidad está hecha de compromisos.»

    Un escritor que firma L´Alchimiste, luego de trazar un convincente paralelo entre Arthur Rimbaud y Antonin Artaud, discierne en sus obras un periodo blanco y un periodo negro, separados en Rimbaud por la «Lettre du Voyanat»  y en Artaud por «Les Nouvelles Révélations de l´Etre» (1937).

    Lo que más asombra del periodo blanco de Artaud es su extraordinaria necesidad de encarnación mientras que en el periodo negro hay una perfecta cristalización de esa necesidad.

    Todos los escritos del periodo blanco, sean literarios, cinematográficos o teatrales, atestiguan esa prodigiosa sed de liberar y de que se vuelva cuerpo vivo aquello que permanece prisionero en las palabras.

    He entrado en la literatura escribiendo libros para decir que no podía escribir absolutamente nada; cuando tenía algo que decir o escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba. Nunca tenía ideas, y dos o tres pequeños libros de sesenta páginas cada uno, giraban sobre esta ausencia profunda, inveterada, endémica, de toda idea. Son L´Ombilic des Limbes» y «Le Pése-Nerfs.

    Es particularmente en Le Pése-Nerfs donde Artaud describe el estado (y resulta una ironía dolorosa e no poder dejar de admirar la magnífica «poesía» de ese libro) de desconcierto estupefaciente de su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Su herida central es la inmovilidad interna y las atroces privaciones que se derivan: imposibilidad de sentir el ritmo del propio pensamiento (en su lugar yace algo trizado desde siempre) e imposibilidad de sentir vivo el lenguaje humano: Todos los términos que elijo para pensar son para mí TERMINOS en el sentido propio de la palabra, verdades terminaciones… 

    Hay una palabra que Artaud reitera a lo largo de sus escritos: eficacia. Ella se relaciona estrechamente con su necesidad de metafísica en actividad, y usada por Artaud quiere decir el arte -o la cultura en general- ha de ser eficaz en la misma manera en que nos es eficaz el aparato respiratorio: No me parece que lo más urgente sea defender una cultura cuya existencia nunca ha liberado a un hombre de la preocupación de vivir mejor y tener hambre sino extraer de aquello que se llama cultura ideas cuya fuerza viviente es idéntica a la del hambre. Y si se pregunta en qué consiste, en el plano de la poesía, esa eficacia que Artaud deseó como nadie y encontró más que nadie, puede ser una respuesta propicia esta afirmación que   encuentro en Marcel Granet («Le penseé chinoise»): Savoir le nom, dire le mot, c´est posséder l´être ou créer la chose. Toute bête est domptée par qui sait la nommer . . .  J´ai pour soldats des tigres si je les appelle: «tigres!»

    Las principales obras del período negro son: Au Pays des Tarahumanas, Van Gogh, le suicidé de la société, Les Lettres de Rodez, Artaud le Momo, Ci-git précéde de la Culture Indienne y Pour en finir avec le jugement de dieu.

    Son obras indefinibles. Pero explicar por qué algo es indefinible puede ser una manera -tal vez ve la más noble- de definirlo. Así procede Arthur Adamov en un excelente artículo en el que enuncia las imposibilidades -que aquí resumo- de definir la obra de Artaud:

    La poesía de Artaud no tiene casi nada en común con la poesía clasificada y definida.

    La vida y muerte de Artaud son inseparables de su obra en un grado único en la historia de la literatura.

    Los poemas de su último período son una suerte de milagro fonético que se renueva sin cesar.

    No se puede estudiar el pensamiento de Artaud como si se tratara de pensamiento pues no es pensando que se forjó en Artaud.

    Numerosos poetas se rebelaron contra la razón para sustituirla por un discurso poético que pertenece exclusivamente a la Poesía. Pero Artaud está lejos de ellos. Su lenguaje no tiene nada de poético si bien no existe otro más eficaz.

    Puesto que su obra rechaza los juicios estéticos y los dialécticos, la única llave para abrir una referencia a ella son los efectos que produce. Pero esto es casi indecible pues esos efectos equivalen a un golpe físico. (Si se pregunta de dónde proviene tanta fuerza, se responderá que del más grande sufrimiento físico y moral. El drama de Artaud es el de todos nosotros pero en rebeldía y su sufrimiento son de una intensidad sin paralelo)

    Leer en traducción al último Artaud es igual que mirar reproducciones de cuadros de Van Gogh. Y ellos, entre otras muchas causas, por lo corporal del lenguaje, por la impronta respiratoria del poeta, por su carencia absoluta de ambigüedad.

    Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo. ¿En dónde, ahora, su viejo lamento de separado de las palabras?  Así como Van Gogh restituye a la naturaleza su olvidado prestigio y su máxima dignidad a las cosas hechas por el hombre, gracias a esos soles giratorios, esos zapatos viejos, esa silla, esos cuervos . . . así, con idéntica pureza e idéntica intensidad, el verbo de Artaud, es decir Artaud, rescata, encarnándola, «la abominable miseria humana». Artaud, como Van Gogh, como unos pocos más, dejan obras cuya primera dificultad estriba en el lugar -inaccesible para casi todos- desde donde las hicieron. Toda aproximación a ellas solo es real si implica los temibles caminos de la pureza, de la lucidez, del sufrimiento, de la paciencia.

    . . . regagner Anotonin Artaud sur ses dix ans de souffrances, pour commencer à entrevoir ce qu´il voulait dire, ce que veut dire ce signe jeté parmi nous, le dernier oeut-être qui vaille d´être dechiffrê. . .

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Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 1936-Buenos Aires, 1972). Prosas completas. Santiago de Chile: Lumen, 2018. También en Matar al Buda.