Lisboa, 22 de enero de 1913
Mi estimado camarada:
Una perturbación constitucional de la voluntad y un ansia, paralelamente paralizante, de decirlo todo sobre todo, sin error, falta o debilidad, hacen que ponga en todo lo que hago una demora que acaba por aterrarme hasta la acción, y que empiece esa acción con una disculpa por haberme demorado tanto. En el caso presente, lo que yo pretendía hacer era un ligero estudio epistolar sobre su individualidad, agradecimiento de razonador por la oferta que amablemente me hizo de sus dos folletos, dedicación de psicólogo al interés que su espíritu me despierta y, desde que lo leí por primera vez, me despertó, y un débil retribuir, crítico y frío, de la alta y lusitana emoción que sus versos me han dado.
Pero en el momento actual, enteramente trágico, de mi vida en el que soy el Atlas involuntario de un mundo de tedio, que casi físicamente y localmente pesa sobre mis hombros, mis facultades de análisis se me han vuelto una cosa que sé que tengo pero que no sé dónde está.
Vienen estas consideraciones egotistas para explicar que rocé, quizá tan flagrantemente, lo banal y lo poco en la apreciación que sigue de sus dos poesías. En algún punto de esa apreciación caeré — dada la imposibilidad que hay en mí de querer no analizar— en el impulso de desmenuzar y destejer, pero, no pudiendo, por las razones ya mencionadas, aplicarme a ese trabajo completamente, me evitaré ir hasta donde era mi deseo ser llevado.
A mi entender, mi querido amigo (permítame que así lo trate) es el primero de los poetas de la novísima generación. Yo llamo, por supuesto, novísima generación a aquella que apareció posteriormente a la de Pascoaes, Correia d'Oliveira y Lopes-Vieira, a la que es propiamente ya y únicamente del siglo veinte. Entre los poetas de esa generación, creo que mi amigo es princeps. Al especial sentimiento de la naturaleza, que a todos les es peculiar, y en el cual tomaron (sin saberlo, por supuesto) la antorcha de las manos de Tennyson, iluminándola más, hasta que la llama fuera otra, mayor, en el alma altísima de nuestra raza, haciendo oscuro el brillo de los ingleses europeamente antecesores; a la sutileza de subjetividad que casi todos tienen, y que es el simbolismo traducido portuguésmente hacia lo divino, a estos dos elementos, mi amigo suma el elemento heroico que los eleva. No quiero con esto decir que entre los otros poetas de la corriente actual este elemento heroico no exista. Lo que digo es que en usted ese elemento está en pleno equilibrio con los otros, lo que hace que su vuelo lírico sea más alto, más límpido y más sostenidamente amplio. Lo que con este último adjetivo adverbializado describo es lo que, para mí, es más importante e interesante en su obra. La poesía sólo de la naturaleza, por alta que sea, saca al individuo demasiado de sí mismo para dejarle saber construir una poesía algo extensa de manera coherente: el caso de Wordsworth, que creó la poesía de la naturaleza, y, con dos excepciones, falló en toda poesía que no fuera breve, es típico. La poesía únicamente subjetiva hace que el individuo se pierda dentro de sí mismo: es, aún más que la de la naturaleza, acortadora del aliento espiritual. Me excuso de señalarle el caso representativo de los simbolistas, los más puros subjetivistas que la poesía ha tenido. Pues bien, como señalé en uno de mis artículos en A Águia, lo que da el valor especial a nuestra poesía novísima es que equilibra la poesía de la naturaleza, altamente inspirada, con la poesía del alma, sentida en un grado igualmente alto. Pero hubo algo que no dije allí, no a propósito, sino porque se me escapó en ese primer análisis del tema. Y es que hay un tercer elemento, y en ese también nuestra nueva poesía es pecadora: es la construcción, aquello a lo que se podría llamar la organicidad de un poema, lo que nos da, al leerlo, la impresión de que es un todo vivo, un todo compuesto de partes, y no simplemente partes que componen un todo. ¿De dónde viene la construcción? — esto es, ¿de qué cualidades nace?
Yo he mostrado que tanto la poesía subjetiva como la poesía objetiva, al ser sólo subjetiva u objetiva, dan lugar a una falta, muchas veces de equilibrio, y siempre de aliento. Poseídas en grado igual estas dos formas ideativas, resulta en equilibrio con certeza, pero no resulta en aliento. Es que, tanto el sentimiento del Exterior, por intenso y complejo que sea (y cuanto más intenso o más complejo, peor), como el sentimiento del espíritu, por sutil que sea (y cuanto más sutil, peor), son, en lo posible en este caso, de naturaleza estática; y de su combinación, como se ve, nada resulta que no sea estático. Construir implica esfuerzo, sea este esfuerzo consciente o inconsciente, rápido o demorado. A base de la construcción, poética o de otro tipo, siendo por naturaleza un dinamismo, se comprende cómo los sentimientos estáticos de la naturaleza (que es sólo un complejo contemplar) y del espíritu (que es sólo un sutil contemplarse) llevan al fracaso constructivo. (Es de notar, naturalmente, que el carácter estático del sentimiento de la naturaleza y del alma es relativo; puramente estático, se quedaría sin gestos de expresión dentro de sí mismo, y nunca resultaría arte de ahí).
Dicho esto, que la constructividad poética parte de una facultad cualquiera, dinámica en esencia, con sólo un paso más llegaremos a la comprensión de cuáles son esas facultades. El dinamismo puede ser de tres tipos, evidentemente. O es dinamismo del espíritu hacia el mundo externo, o del mundo externo hacia el espíritu, o una síntesis de estos dos dinamismos especiales. Tenemos, por tanto, que los poetas capaces de construir poseen una de tres facultades. O tienen lo que llamaré el impulso heroico, que es el
dinamismo de dentro hacia fuera, el ansia de dominar las cosas, de imponer la propia individualidad a la naturaleza. O tienen lo que llamaré el impulso religioso, que es el dinamismo de fuera hacia dentro (y que no debe confundirse con el otro sentimiento religioso, que es la manifestación más alta del sentimiento de la naturaleza, pero al cual le falta el impulso, por ser más subjetivo, únicamente meditativo), y que se convierte en un ansia, contraria a la otra, de someterse, sin abandonarse (como el místico) a un Dios; impulso de otro modo heroico también, porque esa sumisión trae consigo el sentimiento contrario hacia la naturaleza y los hombres. O, finalmente, tienen el impulso constructivo puro, que, siempre con cierto grado de conciencia, aunque inspirado, ajusta lo interior a lo exterior, el detalle al todo. Este, que es realmente una síntesis de los otros, es de tipo y origen diverso.
Los hombres del Renacimiento —que fueron, en la época moderna, los grandes constructivos, muy superiores en esto a los románticos, por mayores que fueran estos en sentir la naturaleza y el espíritu— tenían uno u otro de esos dinamismos. Los épicos de género guerrero tenían el primero: es incluso la intensidad del «dinamismo heroico» lo que sostiene y vivifica Os Lusíadas, y los salva de ser víctimas de las pequeñas facultades puramente críticas de Camões. Milton tiene el segundo tipo de dinamismo. El tercero me parece encontrarlo en Shakespeare, donde, por ejemplo, en el caso de las diversas ediciones de Hamlet, en las constantes alteraciones, claramente estudiadas y cautas, que, al mismo tiempo que desteatralizan más y más la obra, la hacen más cohesionada y una.
Pues bien, para llegar finalmente a casa, lo que con gran alegría noto en mi amigo, como algo que lo destaca entre los nuevos poetas, es su capacidad constructiva. El género de esa capacidad es el «dinamismo heroico». Como diré más adelante, este dinamismo aún no está plenamente desarrollado en usted.
Queda, por tanto, hecha la descripción de lo que me parece ser su valor como poeta. Al elevado y religioso sentimiento de la naturaleza y al sutil sentimiento del espíritu que caracteriza a los nuevos poetas, mi amigo añade un sentimiento heroico que lo eleva por encima de ellos, aunque haya entre ellos quienes tengan un sentimiento de la naturaleza más místico y (otros) un sentimiento del espíritu más sutil.
Pasemos ahora a sus defectos. Resultan de la descripción de sus cualidades. Son tres. El primero nace de la propia naturaleza del dinamismo heroico. El segundo nace de la posesión no plena de ese dinamismo. El tercero surge de aplicaciones erróneas que de vez en cuando hace de su género de dinamismo.
Vamos al primero. A veces, mi amigo tiene tendencia a embriagarse de heroísmo: de ahí resulta que, de vez en cuando, su voz es demasiado alta para el tema o para el pasaje, las imágenes demasiado heroicas para la ocasión. En las intercalaciones que hace en Sinfonía de la tarde hay de esto. No es un defecto muy importante, y es de esos que se suelen llamar «defectos de las cualidades».
El segundo defecto puede perjudicarle en un poema largo. En Sinfonía de la tarde, en esas mismas intercalaciones que ya cité —en el hecho de haberlas hecho, en detrimento de la curva perfecta de la poesía— hay una prueba de esta posesión incompleta de su cualidad principal. Contra este travers se necesita más cuidado. Creo que crecerá fuera de él. Es de la juventud de su impulso heroico, me parece, y no de un fallo constitucional en él.
Contra el tercer defecto es el que más me gustaría aconsejarle, con toda la franqueza y lealtad crítica que estoy poniendo en estas líneas. Pero la poesía reciente donde podía haberlo mostrado — Esta Historia... — está perfectamente libre de él, está singularmente ligada, conectada, una. Es una de las poesías de amor más perfectas que hay en la lengua portuguesa. — Donde este defecto estaba patente era en esos sonetos en tono de ternura que publicó en A Águia antigua y en la actual. Esos —permítame que le diga— son fracasos absolutos. Esencialmente heroico, su espíritu solo maneja bien el sentimiento amoroso cuando, como en Historia, puede heroicizarlo. El amor-ternura n ’est pas votre fait. Esto es lo que yo llamo una «aplicación falsa» de su dinamismo. Le señalo todo esto por lealtad. Pero no quiero que piense que este defecto disminuye el valor de su género. La clase de sentimiento amoroso que hay en Historia es, de hecho, superior a cualquier amor-ternura que se imagine. No entiendo muy bien, por tanto, cómo descendió de la altura de su inspiración para aparecer en un nivel que es inferior al suyo.
Tengo la mano cansada y el espíritu inconexo. Esta carta es sincera, pero tiene un punto ridículo. Es que, habiéndole dicho lamentablemente que no analizaba, he seguido analizando y analizando. ¡Y de manera confusa y torpe! Mi crítica a su espíritu de poeta, por sincera que sea, ni es digna de su individualidad, y ni siquiera de las horas normales de mi razonamiento. Disculpe todo esto —desde la desconexión hasta la caligrafía— y crea que nadie más que yo admira su alma de poeta y de portugués, o desea más que ella suba siempre, hacia un arte cada vez más lusitano y perfecto.
A su disposición siempre,
Su camarada dedicado y conmovido admirador,
Fernando Pessoa.
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Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935). Epistolario selecto (1906-1935). Évora: Edición Independiente, 2024, pp. 7-14. Traducción de Raquel Madrigal Martínez.