lunes, 22 de agosto de 2022

octavio armand / estética invertebrada


        Del carrusel a la carroña.
        De L’aur’a a las tiñosas.
        Un trobarric venido a menos.

    Compuesta y descompuesta, justo bajo el cielo de la boca, la lengua remueve el basural y recoge sus tesoros; los saca al tiempo ajeno y al espacio de todos, fuera, lejos, en el papiro vuelto página revuelta para ser leído.

    Cautivado, por un instante, el lector sueña los extraños sueños del poeta. O sus pesadillas. Que no cierre el libro de inmediato, que no lo domine el asco, prueba que él también está lleno de porquería. Porque al final también fue el Verbo. El airecillo nada apacible agitado por tiñosas. Así, amontonada la poesía, revertido el papel, catarsis, despojo, contagio, hasta en los márgenes de la página aparecen las moscas; y zumban, revolotean, advirtiendo al hipócrita lector que está a punto de zambullirse, nariz por delante, en un vertedero.

    Lleno de mí, reza el primer verso de Muerte sin fin (1959). Lo escribió Gorostiza pero lo pudo haber escrito Wittgenstein. Lleno de mí –ahíto–, según lo subrayara el poeta, Wittgenstein desesperadamente quiso desmaterializarse, renunciando a sus abundantísimos táleros; y luego al lenguaje, siempre traicionero, ineficaz, materia burda, artera, con la cual los filósofos dicen tonterías o tergiversan lo que quieren decir al decirlo. Nada difícil de imaginar que también quiso desprenderse, tras pocos venturosos amoríos, del cuerpo y sus oscuras fuerzas instintivas, estorbos adicionales de la mente.

    Añorar en verborreas un silencio definitivo, dicente. Vaciarse, purgarse, soñar en palabras incontrovertibles con una botella de desinfectante. Y bebérsela.

    A buen entendedor, pocas palabras.

    En boca cerrada no entran moscas.

    Villon las sabía reconocer. Por lo menos en un vaso de leche.

    En subrayado blanco y negro, retrata una.
    
    Con ese acento espasmódico la imagen resulta tan elocuente como una danza de la muerte.

    El macabro bailoteo no se pierde en la indiferencia como la caída de Ícaro en el cuadro de Brueghel.

    Leche vestida de negro. Luto lácteo, melancolía.

    Descorchado, el surtidor que hace gala de rotundas pero obvias afirmaciones desencadena al escarnio pormenorizado y recuerda las pestes que periódicamente azotan a Europa.

    Las tautologías subrayan la paradoja del yo, excepcional pero catalogado entre las cosas sin importancia.

    Burla con algo de bula, sarcasmo con sarcófago, balada con balazo, el alado punto ortográfico parece dibujado en la sien.

    Es uno y también innumerable.

    Los libros están llenos de moscas.

    Pasan de poemas a novelas y de novelas a las tablas y de las tablas a ensayos.

    Zumban desde Homero.

    Arqueológicas como las nueve Troyas, en el cobrizo verdinegro de los ojos compuestos y los cuerpos segmentados no es difícil entrever la pátina de un escudo aqueo.

    Plaga, no plagio, y literalmente bíblicas, figuran en el Segundo Libro de Moisés.

    ¿Por qué no hay moscas en los evangelios? ¿No las hubo en el Gólgota? ¿Solo el par de ladrones estuvieron a la altura del Cristo durante su agonía? Hematomas, llagas, sangre, coágulos, pus, baba, orines, ¿no atrajeron un mosquero? ¿Día y noche se lo espantaron al rex ivdaeorvm? ¿Acaso un milagro explica este misterio? 

    A boca cerrada no entran moscas. Y al caricaturizado rey de los judíos tampoco.

    Nuestros dioses mueren. Nuestras verdades también.

    «Las moscas que van a morir acaban con el aceite de la suavidad.»

    Lo asegura San Agustín en su «Tratado I sobre el Evangelio de San Juan» para alertar acerca de los engaños y burlas del diablo. La aristocracia del infierno se identifica con lo abyecto y paladea en seis patas torácicas la corrupción de la carne. A Belcebú, recuerda el santo, se le llama príncipe de las moscas. 

    No hay forma de espantarlas.

    ¿Acaso no pasa a la página en blanco la mosca que derrama el vaso de leche? La suponemos como un hueco negro en la Vía Láctea de Mallarmé, concurrente con el currente cálamo, tenaz como las letras
y la tinta, inquieta en las erratas y los dados que jamás abolirán el azar.

    Últimamente el mosquero asoma hasta en la nieve. Leche derramada, esa nieve. Copos retintos, el mosquero. Subrayado blanco y negro.

    Villon es la mosca en el vaso de leche y Rimbaud la mosca ebria en el meadero de la posada.

    ¿A qué se debe la fascinación que ejercen sobre nosotros?

    Hace milenios los insectos solían ser vinculados a lo solar. El escarabajo pelotero de las orillas del Nilo representa a Amón-Ra, nada menos. Así, divino en la gloriosa amistad de patas traseras, empuja al sol por el firmamento como si fuera una bola de excremento. En otra imagen, de la opuesta orilla del Mediterráneo, el Ícaro extendido por pájaros y abejas se acerca al fuego hasta que, derretidas las alas de cera, cae y muere como las mariposas nocturnas achicharradas por una potente fuente de luz.

    En sus orígenes larvarios, la astronomía se apoya en la entomofilia para poner al firmamento y a los dioses a ras de tierra. El mito los contamina, los entierra. Se contempla el cielo como por un telescopio a través de las patas quitinosas para arrastrarlo hasta el inframundo y allí protegerlo con amuletos del bicho petrificado. Para momificarlo durante su repetida muerte en la pirámide invertida de la noche.

    La paradoja del dios viviente que muere a diario se celebra en el paisaje. Las lecciones del horizonte rinden frutos aparentemente imperecederos. La noche se hace menos temible. El hombre entierra al cielo.

    El doble cuerpo de los emperadores romanos divinizados –uno incinerado, otro, la imago, conservado en cera–, que facilita la ascensión al cielo, fase final del ritual funerario; y el dogma de la Trinidad, sagrada oferta 3x1, entrañan en su revelada apoteosis una velada metamorfosis. Larva, pupa, imago, Dios como escarabajo o mariposa.

    Pupilos de las pupas, los sacerdotes intuyen en la aparente muerte un renacer. Inventan la eternidad y la momificación, rebobinan el fin del tiempo como un tiempo sin fin para que los dioses asistan al alma, sucia, culpable, lo más humano de la anatomía, y por supuesto lo primero que se pudre, pues se pudre en vida. Cuando la seducción de la incredulidad desgasta los mitos, el insecto y sus metamorfosis azogan otros cristales. La escala de las imágenes se reduce entonces a lo humano, aunque los rituales de transformación resulten repulsivos y provoquen una repentina parálisis.

    Olvidadas las lecciones de las ninfas y las crisálidas, el culto reverencial del insecto invierte su signo. Apocalíptica, la entomofobia anuncia un calendario sin redención. Un tiempo irreversible que no se puede envolver en tiras de lino. Caducidad. Intemperie.

    Kafka soñó un destino capaz de devolvernos a los fueros de la audacia. Un destino como para desaparecer. Para reanudar la raza en el instinto compartido entre el animal y el hombre.

    El deseo de ser piel roja hace revivir exactamente ese deseo, que fue tuyo y mío mucho antes de leer a K., tuyo y mío a los seis, siete, ocho años, tuyo y mío ahora y siempre en la nostalgia despertada por ese puñado de líneas.

    En una forma de vida salvaje, primitiva, ay, sentir la suerte envidiable del humo como fuego apagado todavía. Como serpiente que muda la piel para dejar de ser nube o pájaro renacido en espirales de las cenizas. O nube una y otra vez. 

    Pero K. también soñó el reverso de ese sueño, la simetría inversa de la pesadilla, al presentir rasgos o destinos no menos humanos que el del legendario piel roja en formas de vida tan primitivas que resultan pavorosas o despreciables.

    Tal es el caso de Gregorio Samsa, esa posdata de Ovidio. Samsa es samsara, la reencarnación como condena. El destino como delito. Que el extraño personaje no se haya transformado en cucaracha sino en escarabajo pelotero, como sostenía Nabokov, da a su metamorfosis una gravitación de amplio alcance alusivo. La condición humana, si acaso es eso lo que ahí se insinúa, vuelve a tener algo piramidal y sobrecogedor. Algo que titubea, como en el balancín de Osiris, entre lo divino y lo horroroso.

        Samsa es un Cristo que no asciende.
        A buen entendedor, pocas moscas.
        Hasta en boca cerrada entran.

Caracas, 22 de marzo 2012.


Referencias bibliográficas

San Agustín (1950). Obras de San Agustín. Tomo XIII. Tratados sobre el evangelio de San Juan (1-35). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Kafka, F. (2011). La metamorfosis. Madrid: Alianza.
Gorostiza, J. (1959). Muerte sin fin. México: Loera y Chávez.

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Octavio Armand (Guantánamo, 1946) "Cuatro ensayos de Octavio Armand", en Investigaciones Literarias Anuario IIL N° 21, 2013, pp. 192-196.