Hay otro modo de ignorar el modesto pero profundo interés que ofrece la poesía que me resulta aún más irritante que el trascendentalismo de quienes sitúan dicho interés en las abisales profundidades pascalianas. Pseudojóvenes que quisieran parecerse exactamente a Los Beatles, se declaran contra los peligros de una oscuridad presunta, y desearían que todo fuera tan claro en poesía como para cantarlo con acompañamiento de guitarra. Sea usted claro y sencillo, fue alguna vez la fórmula de la poesía partidista. Ahora se trataría, además, de caerle simpático al auditorio, y, si es posible, de hacerlo bailar palabras para canciones, casi tangos, pseudocuecas, semiboleros.
Obvio es decir que siempre ha habido una falsa oscuridad poética, la que mi amigo Nicanor Parra llama "retórica de monaguillos" y contra la cual sus "poetas de la claridad", él en una palabra, han levantado la antipoesía, es decir, una poesía genuina que, cuanto tal, ciertamente, suele ser "más retorcida que una óreja", necesariamente oscura, difícil de penetrar(4). Así, los mallanmes chilenos de cuarta categoría se han quedado con las máscaras en las manos y el expendio de "metaforones" clausurado per sécula. Otro tanto les ocurrirá a los Aznavour o a los que no cuenten a Francois Villon entre sus ancestros, ni tengan pasta de trovadores legítimos. Desde hace algunos años prende la opinión entre los poetas menores que juegan a ser distintos de nuestros "poetas de grandes dimensiones", como llamó alguien (5) a De Rokha, la Mistral, Neruda y Huidobro, de que la poesía —pequeño mundo mágico— tendría que ser, a juzgar por sus producciones, una historia narrada por un idiota, pero convenientemente despojada del sonido y la furia. Así se han escrito muchos libros inútiles: diarios de vida de colegiales aficionados a la cerveza, recuerdos de provincia, poemas para álbumes, conversaciones con amables fantasmas que, demasiado habituados a la vida de ultratumba, no tienen, finalmente, nada que decir.
En el mismo orden de observaciones, creo que la idea de salvar a la poesía, idea bien intencionada, de misionero evangélico; que, por lo demás, suele exponerse de modo brillante y convincente (7) tiene algo que repugna al espíritu de la poesía o lo perturba como una mala conciencia.
El supuesto de esta "operación salvataje" está en que -lo probaría la indiferencia pública, la escasez de la demanda— se trata de un producto manufacturado, de uso excéntrico, en suma, falta de utilidad.
Esta anciana decrépita que alguna vez enardeció secretamente a una corte de lúcidos alquimistas verbales, o que tuvo por partenaire a un adolescente genial cuya superioridad consistió en no tener corazón, tendría que trepar ahora, so pena de caer en el olvido universal, no sólo ya al púlpito o al estrado, sino al primer escenario que se le ponga por delante. Y ello previas odiosas operaciones de cirugía estética. El ocaso de una vida o Qué será de baby Jane. Sustitución de la muerte propia, angélica, heroica o poética, por un lacrimógeno final, en la enervante acepción de la palabra, y triste hasta la náusea.
Pero, ¿no serán viejos de nacimiento quienes, por el contrario, confunden la juventud con el éxito y el éxito con el consumo multitudinario?
En cincuenta años el mundo ha avanzado mil y retrocedido por una parte otros tantos por la otra. Hay quienes, frente a los progresos de la cibernética o de la astronáutica —fuentes, por lo demás, para ellos, de una inspiración melancólica—, neorrománticos de chaleco, intimistas y fantasistas, prefieren el refugio de la aldea; en la medida, no obstante, en que creen estar garantizados, por obra de una encubierta erudición literaria lo suficientemente exquisita y gracias a una publicidad adecuada, contra el peligro de integrar la cohorte de sus protegidos: los poetas olvidados, vale decir, genuinamente provincianos.
Este falso provincianismo de intención supralocal, desprovisto de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso, la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico, minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a éste un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas.
Paradójicamente, quienes propician este tipo de escapismo juvenilista, peste de cristal de la poesía joven (incomparable, desde luego, con la fuga del surrealismo criollo de las convenciones de lo real), en lugar de rehusarse a pactar con el mundo de los adultos, pretenden halagarlo y adquirir en él una buena reputación, socializando la poesía al nivel de un espectáculo para mayores y menores de quince años.
Suponer que la poesía está en el trance de morir de inanición porque el poeta no encuentra, inmediatamente, un buen número de lectores a su disposición, no sólo constituye una falacia respecto de la poesía moderna desde Baudelaire a nuestros días, es también un pobre y triste desafío a la memoria de las figuras genuinas y literariamente incuestionables que dominan ese panorama, por encima de promociones ulteriores y de personajes secundarios, algunos de los cuales alcanzaron a gozar, ellos sí, del favor público.
A pesar suyo Baudelaire, conscientemente Mallarmé, Rimbaud con furor suicida, tuvieron el orgullo, la pasión o la desesperación de osarlo todo en poesía, desarrollando sus investigaciones en esta materia, hasta las que fueron, para ellos, consecuencias extremas.
Si en lugar de esto hubiesen ensayado fórmulas de conciliación entre el poeta y el público, es bien probable que la poesía fuera hoy en día un género verdaderamente muerto, algo menos aun que un "cadáver exquisito", no mutante, incapaz de responder a los impulsos vitales de diversificación ilimitada que esos creadores le imprimieron. También para ellos, y por el mismo motivo, la poesía podía estar amenazada de muerte: la primera edición de Las Flores del Mal no agotó sus mil ejemplares, y —me lo aseguró un poeta italiano— hasta no hace mucho era posible encontrar, en las "librerías de viejo" europeas, primeras ediciones de Mallarmé. Este último, junto con Rimbaud —escribe Hugo Friedich— "no han llegado a ser asimilados por un vasto público, ni siquiera hoy que tanto se escribe sobre ellos". Y agrega de un modo a la par cuestionable y atendible: "Esa calidad de no asimilables es una característica de los autores más modernos"(8).
Cierto es que Whitman recorrió los pueblos estadounidenses a la búsqueda de escurridizos lectores: pero su verdad, la que juzgaba imperioso inculcarles en calidad de predicador viajero, no era de orden literario sino humanístico-religiosa, y su poesía representaba para él un órgano de expresión de dicha verdad.
Aspiraciones como ésta, sobre cada una de las cuales habría que extenderse por separado, sólo vienen a cuento en este contexto para significar la posición que le es dada asumir a un poeta consciente de que su papel —no siempre dramático, pero nunca, ojalá, acomodaticio— está en impedir que se nivelen y mixturen los hábitos de las medianías con los instintos creadores que igual proceden de la colectividad o del individuo, empleados estos términos en el supuesto de que el cese de su oposición, más o menos cerrada, constituye nuestra tarea esencial.
¿Se resolvería el problema, si se ubicara a la poesía como una antesala de "la verdadera revolución del mundo moderno", sala de clases de la curiosidad, premonición del conocimiento?
Ciertos sabios parecen ingenuos cuando descubren lo que otros viven: La psicología abisal, por ejemplo, o los resortes de la locura.
Se ha arriesgado, más arriba, la hipótesis de que incluso el valor del arte —arte del silencio o de la palabra— puede estribar en su condición paradigmática.
Sartre tuvo algún motivo para afirmar que "el poeta está seguro del fracaso total de la empresa humana y se dispone a fracasar en su vida a fin de testimoniar, con su aporte particular, la derrota humana en general".
Esto que empalma, a Qué es la literatura, con una teoría inaceptable del ser de la poesía, tiene el valor de significar la desmesura propia de una primitividad, no por cierto la del feliz salvaje dieciochesco. Lo mismo la seguridad en el éxito total de la empresa humana se ha correspondido, más de una vez, con la vocación de abrazar esa seguridad a toda vida, poéticamente; bien que resulte difícil encontrar en la historia de la literatura el registro de un completo éxito en profundidad que supere al éxito mundano, coincidiendo con este último o no; pues, si por razones de temperamento y dada una coyuntura sociológica favorable, determinadas personalidades poéticas han podido irradiar un optimismo sin reservas, la misma indefensión de una naturaleza artística genuina, incapaz de acorazarse, ni en lo individual ni en lo social contra la verdad viviente de las cosas hasta ahora y para siempre nunca plenamente aceptable, esa condición humana del artista ha trocado, las más de las veces, su entusiasmo "militante" en la rumia de una decepción —bloqueo expresivo u oratoria— o en la condicionalidad de quien no sacrifica a una causa la libertad de reprocharle que sus incongruencias o sus defecciones, de recordarle su voluntad de integrar al hombre en el curso de un proceso ilimitado de liberación de energía creadora en que aquél no se estagne en ninguna fase de su humanización. "La tarea de Whitman —escribe Lewis Munford- consistió en comparar las esperanzas y ambiciones que en su juventud abrigara para Estados Unidos con los logros de la madurez. No rehuyó esta tarea. Las "Perspectivas democráticas" aparecieron en uno de los momentos más sombríos de la vida del país, y nadie ha presentado una imagen tan escalofriante de su corrupción y miseria insondables como la que traza Whitman en esas páginas"(11). Y, el Estado mejor organizado, ¿podrá responder al desafío de la infelicidad, de modo tal que no se vea, nuevamente, en la triste necesidad de identificar su instinto vital y su voluntad de poder constructivo, con el canto de un suicida?
Sentadas las diferencias más tajantes, no hay sociedad ninguna en los tiempos modernos que esté vacunada contra el virus de la insurrección, y el creador genuino, el poeta, que se mantiene fiel a un modelo muy antiguo del hombre, como en una infancia milenariamente prolongada, pariente cercano del primer lingüista, del mago remoto, del creador de mitos y religiones, del filósofo precientífico; sí, este individuo que no ha dejado de abordar la realidad desde los ángulos más inesperados, dejándose sorprender indefinida, ilimitadamente por ella, parece menos resistente que las otras piezas -del mecanismo social, pero es, más bien, el órgano —extirpable según algunos— cuya perturbación bien podría delatar, a pesar de una apariencia saludable, una enfermedad de todo el cuerpo.
Ese universo, símbolo o agrupación de símbolos plurivalentes (alineaciones, círculos de unos menhires perfectos como rascacielos) presenta las propiedades que de algún modo son comunes, en el lenguaje existencialista, a la pintura, a la poesía, a la música y a la... existencia. Opacidad, densidad, impenetrabilidad. ¿Objetivismo inhumano? Por cierto que no: esa poética está penetrada de un llamamiento tan hondo a la humanidad que se confunde con "el clamor del silencio".
La internalización del mundo exterior y la externalización del mundo interior —función en que, como bien explica L. Munford(13) se organiza la capacidad para el simbolismo artístico— se ha operado aquí en el campo de una tensión total en virtud del cual se tocan los extremos más distantes: un objeto —un mundo exterior—, particularmente social, que se ha vaciado de todo sentido bajo el signo de un totalitarismo sin designio comprensible ni autoridad identificable, minuciosamente hostil y azaroso; donde la benignidad misma funciona como una piececilla más de una máquina de la que no se sabe ni por qué ni cómo ni para qué funciona. Un sujeto —un mundo interior— bloqueado y demasiado sumergido en sí mismo como para exteriorizarse en un acto de afirmación vital, otorgándose sentido y otorgándoselo a la realidad objetiva. El tercer término, en que la antítesis se resuelve, me parece descriptible como lo que se entiende por la impresión que deja el total de una obra, una aprehensión sintética de la misma. La de un extrañamiento total del hombre en el mundo, que despliega una inagotable actividad para anularse a sí mismo, para neutralizarse consumándose en la alienación.
Como el autor al condenarse al silencio, lo que ocupa al señor K es encontrar ese desperfecto en el mecanismo administrativo gracias al cual —según observaba cómicamente Valéry— le es dado a los poetas sobrevivir. Sólo que su propósito es autodestructivo; igualarse a los otros convirtiéndose en una piececilla más, y ajustarse en tal condición al mecanismo, identificarse mínimamente con éste para no padecerlo en su maximidad.
Es lo que ocurre, para siempre, en El Castillo y —criatura inanimada, virtualmente eterna pero vivísima— mientras en la vida del autor de El Castillo se contaba con una muerte de rigor, más o menos propia, que pudiera jugar el papel de un desenlace, allí donde nada de lo que ocurre conduce a nada, todo se mantiene en el desasosiego de un eterno suspenso.
Consulto, de pronto, a un autor —Ramón Fernández— quien, a propósito de Moliere se pregunta: "¿no es lo cómico la denuncia de una incompatibilidad fundamental entre lo que el hombre quiere y lo que el hombre puede?
Supongo que esta proposición, con seguridad válida en relación a la comedia clásica (en el mismo sentido en que lo es la idea de que ésta, en una sociedad organizada, en un mundo social coherente, actúa sobre las excentricidades de éste como un correctivo), puede homologarse con la concepción bersogniana de La Risa, puesto que la mecanización del individuo entrampado en la fijeza de su carácter, se interpone entre su querer y su poder.
En Los Tiempos Modernos especializados en los chistes crueles en que se espejea la psicología abisal o el absurdo por el absurdo mismo, no ha dejado de transformar el sentido del humor conforme a la ley de la complejidad creciente y a una dialéctica en que repercuten o con la que se corresponden los cambios operados en los distintos planos de lo real.
En "la naturaleza" como en "el espíritu" nada se pierde, con todo, al menos en situaciones relativamente normales. Carlitos Chaplin —otro poeta— dramatizó en su época ese chiste de Valéry sobre el sentido de la oportunidad con que el hombrecito, representante solitario, desvalido e ingenioso de la humanidad entera, se acomoda a cada uno de los desperfectos del aparato social, estableciendo en esos huecos un mundo precario, amenazado de inmediata ruina por todos sus costados, pero en que el hombre vuelve a dar la medida de las cosas al tender un remiendo de mantel sobre la mesa, dividir su pan con el boxer melancólico o —a la espera de la visita del gran momento que termina por llegar alguna vez— al hacer prodigios por alhajar un nido que se sabe entretejido para el amor, la empolladura y el canto de los pajaritos.
Mientras el señor K cae sobre un cuerpo que lo arrastra, debajo de un mesón, agitándose sobre Frieda con la frialdad de un insecto, progresivamente anestesiado por la obsesión de hacerse oír por esa autoridad que se distancia en la medida en que aumenta el número infinito de sus mediadores, Carlitos, el libertario, cae sin duda en las debilidades de la novela rosa, pero, a no dudar, sabe lo que quiere; y el resorte de su comicidad y de su éxito estriba en poder lo que quiere, en la compatibilidad inesperada de lo que quiere y lo puede.
Un "Deus ex machina" de pequeños azares favorables corre desenlazando los vertiginosos nudos de la trama, para gratificar al héroe con un happy end convencional. David vence a Goliat por dos medios antitéticos que saltan el uno por encima del otro o se integran formando distintas figurillas cuadrúpedas. Por una parte el hombrecillo contrapone a la pesantez caótica de sus adversarios que funcionan automáticamente, la "gracia", el cálculo espontáneo, realista, de sus posibilidades de acción ofensiva o defensiva, una inteligencia de las situaciones nuevas. En seguida, la infalibilidad del inocente, del soñador, lo sonambuliza de modo que atraviese la cuerda floja como si fuera el dueño de la calle. Irresistible con las mujeres que mima al cortejarlas, entre ellas y él se establece —en el espacio cada vez más corto de esos restos del cine mudo— la hermandad amorosa de la emoción y del sentimiento, ahogada en la brutalidad ambiente.
Lo que el autor-protagonista de esa poética vio fue una última pero definitiva posibilidad de hacer reír a Los Tiempos Modernos presentándoles la caricatura y la contrapartida de sus mitos.
Se anunciaba, con el culto a la máquina, una civilización centrada en la tecnología. El capitalismo de "los años locos", imperialismo hoy en día bien organizado para el despojo hipócrita y sistemático anárquico y turbulento en ese entonces, se entregaba al saqueo, en su propia casa, del hombre por el hombre, minorizando a los millonarios de opereta, mayorizando al pobrerío folletinesco, y aliénándolos a unos y otros bajo los mismos signos de la devaluación de la cultura: cuantificación, standardización, reducción de la personalidad a una tipología de fragmentos humanos, de hombres-medios, piezas de un mecanismo autodevorante que iba a crecer monstruosamente, sin embargo, más y más en todas direcciones. Depresiones económicas, cesantías, lumpen proletariado, y la mirada de los emigrantes puestas en la estatua nuevecita de la libertad que podía ofrecérseles a todos libertad para los Al Capone o para los muertos de hambre. Cada cual a rascarse con sus propias uñas.
El poeta debía y podía sobrevivir, minimizado pero entero, en medio de todo eso. Este era el punto de vista de Chaplin, luego, en El Gran Dictador humanista expreso, discursivo.
El presentimiento de Kafka, vuelto hacia el nacional socialismo —para retomar la idea de la Sarraute— configuró un mundo en que "todo sentimiento desaparece, también el menosprecio y la cólera", "donde no resta sino un inmenso estupor vacío, un no comprender definitivo y total"(14); aunque subyace a ese mundo suprarreal, vinculado pero no intercalado a la historia, una protesta que Auschwitz redujo a cenizas, protesta que improntara al creador y a sus criaturas de un "humor negro", increíble comicidad reñida con la risa que los jerarcas nazis no expresarían, ciertamente, en sus concepciones como el Ghetto de Varsovia.
Ese humor es el signo del humanismo kafkiano, el gesto de una libertad soterrada, esbozado apenas, su aura de exorcisador. Aquí el individuo no puede ni quiere nada, en realidad; trata, únicamente, de calcarizarse como una hormiga que corriera sobre un huevo, bajo la amenaza de un dedo: está penetrado, hasta los tuétanos, del "inmenso estupor vacío" que subyace al mundo interior y al mundo exterior; al creador literario, "segundo creador bajo Júpiter", y, valga la personalización, a Júpiter mismo: una suerte de idiota completo que hace girar el huevo entre los dedos, a la manera de la medida de todo.
En El Proceso, el último hombre normal —un enfermo, ciertamente—, distorsionada hasta la exhaustividad por el esoterismo de una ley monstruosa, teme que la vergüenza pueda sobrevivirlo cuando esa ley le corta una cabeza finalmente vacía de toda comprensión y le paraliza, en lugar del corazón, un pequeño bloque de hielo perplejo. El hombre ha sido alienado allí en su existencia biológica misma...
En El Castillo, el señor K hace lo imposible por ocupar el lugar de nadie en la tierra de nadie.
Ya se sabe en qué terminó la única aventura históricamente comparable a la que registró la imaginación creadora de Kafka, detector —espejo múltiple de realidades ocultas. El antihéroe, el héroe absurdo tipo Malón no ha superado acaso en eficacia al señor K, que se rehúsa a la truculencia para encarnar una situación insostenible del hombre en el mundo. La "invención" poética del Oscarcito Günter Grass —un Carlitos Chaplin monstruoso, con algo y mucho de la anestesia kafkiana— supongo que tiene que pasar, todavía, por una serie de pruebas de laboratorio. No olvidarse, por cierto, de míster Prufrock. Y en Chile tenemos, en lugar del "refinado visitante de salones", a un profesor secundario con "la cabeza llena de tiza", autor-intérprete de los antipoemas, antiguo lector de Freud y admirador de Kafka; con el cual me ha cabido el alto honor de trabajar, de consuno, en la verificación de El galán de la pata de palo y La Venus de Milo.
El tipo de poética que encarna Kafka, infra, su y suprarreal o realista en el sentido integral de la palabra representa el modo "anormal" de expresión artística, que tiende a "normalizarse" hoy en día, captando nuevos y nuevos adherentes al libre juego de la imaginación creadora.
El surrealismo —aun si hubiese sido, únicamente, la expresión de la "subjetividad inmediata" (Lukacs) o la autoimpugnación frustrada de la literatura como negatividad absoluta (Sartre), al margen de discusiones estético-ideológicas, habría desembocado en el Rin o en el Amazonas de la literatura moderna; pues un sorbo del gran río también sabe a Mandrágoras, a hierbas mágicas, y trae partículas en suspensión de la alquimia del verbo. Mientras que siempre hubo afluentes destinados a empantanarse, al cierre de sus desembocaduras, distanciándose de ellas por consunción.
Uno de estos pantanos es cualquiera clase de realismo, de derecha o izquierda, consagrado a sustituir el proceso vivo de lo real, creador de valores, un orbe de intocables valores preestablecidos de una sola vez y para siempre, para mayor gloria de dios o de quien sea.
"Lo que hay de positivo en todo esto —me decía un marxista refiriéndose al caos (aparente para él) del mundo ultramoderno, que se puede identificar como una peligrosa dinámica desgobernada o como un volcán de acción o creación— es que ya nadie puede acomodarse a los esquemas que hace quince o veinte años servían para explicar la realidad, sin tomarse el trabajo de examinar los hechos ni permitirse dudar de las explicaciones rutinarias".
Que la poesía haya contribuido a la congelación del espíritu, es algo que, sin duda, no puede perdonarse a sí misma, y por lo cual, en los períodos de deshielo cuando "las condiciones están dadas", que permiten cierto "lujo" imaginativo, el poeta es de los primeros que recae en la primera infancia del hombre, dando curso a su curiosidad, a su perplejidad, a su entusiasmo —sedes insaciadas— o a su "sistema sombrío"(15) de comunicaciones con la angustia y la muerte, haciéndose acreedor del castigo vergonzante de un tirón de orejas por alborotador. Mientras la poesía sabe que su vocación presupone esas condiciones —estén o no dadas según el criterio socio-político, extraartístico— como asimismo el impulso de darlas, todas a la vez, en cada etapa de su desarrollo, a diferencia de las escrituras estratégicas que, en el mejor de los casos, impondrían una idea paso a paso, previo cálculo de sus probabilidades de inculcársela a las medianías.
Ese marxista al que me referí más arriba sabe que el realismo socialista tradicional —defendido aun desde lo alto no hace tres años por un crítico de arte "bastante poderoso como para oficiar", en su momento, de omnisciente— es letra muerta. Adhiere a lo que se entiende, más o menos claramente, por un "realismo sin fronteras"(16). Comprende "el derecho a la existencia del experimento en literatura" del que hablara Ilya Eremburg en su intervención en el Forum de Escritores Europeos, en Leningrado, no sólo, así lo creo, como el derecho formal de experimentar con las formas (libertad para vaciar el vino viejo en odres nuevos), que implicaría únicamente poner el acento sobre el aspecto formal de la literatura, asumir, de otra manera, el mismo formalismo literario que se aspira a impugnar, sino como la necesidad natural que siente una conciencia artística liberada de obligaciones o compromisos sociopolíticos, de trabajar a su modo (autosuficiencia del fenómeno estético) y en su propio laboratorio, por aprehender la realidad operando sobre ella en el dominio de lo particular o de lo singular, según venga al caso, descubriendo, acaso, nuevas partículas de lo real inencontrables desde el punto de vista de los viejos contenidos, las cuales, al emerger a la superficie adquieren, por sí mismas, formas que seguramente resultará imposible componer partiendo de las formas precedentes o plasmando en el lenguaje esas informidades de lo que en el fondo carece de forma, con las cuales —pensaba Reverdy— el poeta debe entenderse.
Absorber todo el pasado de la poesía, de modo sistemático o por vía de la intuición histórico-artística, antes de dormirse sobre la ilusión de haberlo revolucionado, manteniéndose alerta frente a no importa qué tradición viva capaz de sorprender al futuro, esto es lo que el marxista del que hablo considerará una tarea oportuna en la que se puede comulgar con el más pintado de los conservadores, particularmente si se trata de uno que, como Eliot, haya revolucionado la poesía: "Sobre lo que conviene insistir es que el poeta debe desarrollar la conciencia del pasado, y que está obligado a continuar desarrollando esta conciencia durante toda su carrera".
Cuando la conciencia crítica de esa interrelación entre lo individual y lo social no se constituye expresamente, como en tantas obras, en el tema poético-literario "la capacidad para el simbolismo" del artista presenta el caso absolutamente único —como en La Metamorfosis o El tambor de hojalata—, pero que, en cuanto producto auténtico de la imaginación se distancia de la "realidad" en la misma medida en que aumenta su capacidad para vivenciarla, de establecer con ella el contacto más libre y más vivo, de un modo ciertamente inconsulto en el ideario de la literatura comprometida, atenta a proponer "una liberación concreta a partir de una enajenación particular"; aunque entrañe —ese contacto— otra suerte de compromiso. Por ejemplo, el de impugnar formas de vida de un ecumenismo discordante, sin barreras ideológicas, como la devaluación de la individualidad, la moral sexual tradicional de origen hebraico, represiva "instrumento esencial —escribe Luigi De Marchi inspirado en Wilhelm Reich— para la formación de la personalidad sadomasoquista en el nivel sexual y autoritario gregarística en el nivel social; y político".
Como la historia de la llamada civilización cristiana y occidental es la más larga de las que se contraponen sustancialmente y con eficacia, al esfuerzo por completar el marxismo desde adentro, a través de un nuevo humanismo de perspectiva ilimitada, sería ocioso desenmascarar aquí, por ejemplo, ideas como la de un "Congreso por la libertad de cultura", demagogia y terrorismo psicológico para esas medianías culturalmente depauperizadas que justifican y alimentan la "ingenuidad norteamericana" barbarie, en realidad que puede confundirse con la idiotez, pero nunca con un propósito bien intencionado.
La dirección política de la cultura, particularmente del arte y de la literatura prevalecientes en la Unión Soviética, tendría que haber recorrido con veinte siglos de desventaja, a una velocidad suprasupersónica uniformemente acelerada para ponerse a la par de Occidente en materia de fiscalizaciones, y ello según métodos históricamente irrepetibles, como, por ejemplo, la hoguera de las vanidades o la quema de humanistas recalcitrantes.
La situación debe cambiar en todo el orbe socialista de modo que se sustituya enteramente a una dirección política de la cultura coactiva y simplificadora, una genuina dirección cultural, de la que no se exceptúe ninguno de los países por A, B o C razones.
Entretanto los libertarios de mala fe, cuyo nombre es legión seguirán viendo la viga en el ojo ajeno y no así el bosque en el propio. Se les ha vuelto a ofrecer una espléndida oportunidad para ello en la Unión Soviética, al condenar a dos escritores hasta el día de hoy desconocidos — Syniaski y Daniel— a cuatro y siete años respectivamente, como traidores comunes a una patria que bien podría reírse de los peces de colores, pasar por alto o salir al encuentro, con una mirada lúcida, de las barrabasadas de los niños detrás de las cuales se ocultan, por regla general, atendibles motivaciones. Y abrirse, en último término, a ese estado de "insurrección permanente", como lo llama Mario Vargas Llosa, en que no sólo la literatura, el total de una cultura libre y responsable tiende a instaurar cuando opera en sus más altos niveles, al trabajar — diría Rossana Rossanda— por la liberación del hombre de sí mismo, etapa inalcanzable por el socialismo, el cual "no libera al hombre de sí mismo. Lo libera de todo lo que lo niega, y con ello, por el contrario, abre sin cendales ya, todo el abanico de una reconstrucción de valores que no puede ignorar el contar tras sí la experiencia europea de la crisis".
Notas
(7) "El hombre tiene inesperados recursos y, en el seno destructor de su propia cultura de masas, ha surgido en el siglo xx un nuevo arte que puede salvar a la poesía de su contemporáneo proceso de autocrítica llevado hasta el suicidio. Se trata del cine..." (César Fernández Moreno, "Introducción a la poesía").
(8) "Hugo Friedich, "Estructura de la lírica moderna".
(9) "Por otro lado, en lo concerniente a la relación entre literatura y política, es preciso tener presente este criterio: el literato debe tener necesariamente perspectivas menos precisas y definidas que el político, debe ser menos "sectario", si así puede decirse, pero de una manera "contradictoria". Para el político toda imagen fijada a priori es reaccionaria; el político considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio, debe tener imágenes "fijadas" y solidificadas en forma definitiva". (Antonio Gramsci, "Literatura y vida nacional")
(10) "La poesía no es dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad. Pero, naturalmente, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que es desear liberarse de estas cosas" (T. S. Eliot, "Los poetas metafísicos") .
(11) En "Las décadas oscuras".
(12) Alusión a "Imagen e Idea", de Herbert Read.
(13) Lewis Munford, "Arte y técnica".
(14) "Nathalie Sarraute, "L'ére du soupcon".
(15) Así se titula un poema de Pablo Neruda en "Residencia en la Tierra".
(16) "Por ello reclamo un realismo abierto, un realismo no académico, no fijado, susceptible de evolución, que se ocupe de los hechos nuevos y no se contente con aquellos que han sido largamente descortezados, pulimentados y digeridos, que se modifique al ir avanzando, para encontrarse apto para el estudio de las realidades excepcionales, que no se contente con reducir las dificultades a un común denominador, que no esté ahí para hacer entrar el acontecimiento en el orden preestablecido, sino que sepa tomar la cabeza del acontecimiento, un realismo que ayude a cambiar el mundo, un realismo no para tranquilizarnos sino para despertarnos, y que, a veces, por eso mismo nos molesta. Un realismo semejante no puede existir más que por una perpetua confrontación de la teoría y la práctica, se alimenta de la novedad, es un pionero de la realidad y no su registrador automático, después que a ésta se le ha sacudido bien el polvo" (Louis Aragón. Discurso de Praga).
(17) Rossana Rossanda, "El Debate cultural en la Unión Soviética y las funciones del partido". Traducido de la revista italiana Rinascita, N' 13, 23 de marzo de 1963, por Luis Bocaz para la revista Aurora.