lunes, 14 de agosto de 2023

giacomo leopardi / extractos de "zibaldone"



[V]

En las cosas ocultas siempre ve mejor la minoría; en las evidentes, la mayoría. Es absurdo aducir lo que llaman consenso de las masas en las cuestiones metafísicas, consentimiento que no se tiene en cuenta en las cosas físicas y sometidas a los sentidos; como por ejemplo en la cuestión del movimiento de la tierra y en otras tantas. Por el contrario, contrastar la opinión de la mayoría en materia civil es temerario, peligroso y, a la larga, inútil.

 

[VII]

Extrañamente se dice que existe un desprecio hacia la muerte y un coraje más abyecto y despreciable que el miedo: el de los comerciantes y otros hombres dedicados a hacer dinero que, muchas veces, para obtener ganancias mínimas y sórdidos ahorros, recusan con obstinación cuidados y recaudos necesarios para su conservación, y se someten a peligros extremos donde, no raramente, héroes viles perecen en una muerte vituperada. De este oprobioso coraje se vieron ejemplos insignes, a los que siguieron daños y masacres de pueblos inocentes, como la peste, llamada preferiblemente cholera morbus, que flageló a la especie humana en estos últimos años.

 

[VIII]

Uno de los errores graves en los que incurren a diario los hombres es creer que su secreto será resguardado. No sólo el secreto de lo que ellos revelan en confianza, sino también de lo que sin su voluntad, o a su pesar, es visto o sabido por cualquiera y que a ellos les convendría que se mantuviese oculto. Ahora bien, yo digo que te equivocás cada vez que, sabiendo que una cosa tuya es conocida por otros, no das por sentado que es conocida por todos, cualquiera sea el daño o la humillación que te pueda provocar. Con mucho esfuerzo, los hombres se abstienen de exponer sus asuntos ocultos, por la consideración del interés propio: pero en lo que se refiere a los otros, nadie calla. Y si querés cerciorarte de esto, examínate a vos mismo y verás cuántas veces, por disgusto, daño o vergüenza que pueda causarle a otros, te piden que no divulgues lo que sabes; que no lo hagas público, digo, si no a muchos, al menos a este o aquel amigo que va a hacer lo mismo. En el ámbito social, ninguna necesidad es más grande que la de conversar, una de las primeras necesidades de la vida y principal medio para pasar el tiempo. Y ningún argumento de charla es más raro que el que despierta la curiosidad y ahuyenta el aburrimiento, como lo hacen las cosas ocultas y nuevas. Pero tené bien en cuenta esta regla: las cosas que no querés que se sepa que hiciste, no sólo no las divulgues, no las hagas. Y las que no puedes evitar que sucedan o ya hayan sucedido, tené por seguro que se sabrán cuando menos te lo esperes.

 

[IX]

Quien, contra la opinión de otros, predijo un acontecimiento en la manera en la que efectivamente sucedió, no piense que quienes lo contradicen, aún visto el hecho, le den la razón y lo consideren más sabio o inteligente que ellos, porque o negarán el hecho o la predicción, o alegarán que esto y aquello difieren en las circunstancias, o de cualquier manera hallarán motivos por medio de los cuales se esforzarán en convencerse a sí mismos y a los demás de que su opinión era la correcta y la contraria, equivocada.

 

[XI]

Hay algunos siglos que, por no decir todo, en lo que concierne al arte y a otras disciplinas pretenden rehacer todo porque nada saben hacer.

 

[XIV]

No sería poca la amargura de los educadores, y sobre todo la de los padres, si pensaran —lo que es muy cierto— que sus hijos, más allá de su naturaleza y del esfuerzo, esmero y empeño que se destine en educarlos, luego por su experiencia de mundo, casi seguramente, si no les sobreviene la muerte, se volverán malvados. Tal vez esta respuesta sería más válida y razonable que la de Tales quien, interrogado por Solón acerca de por qué no se casaba, respondió alegando la inquietud de los padres por los infortunios y los peligros de sus hijos. Sería, creo, más válido y razonable excusarse diciendo que no se quiere aumentar la cantidad de malvados.

 

[XVII]

Así como las prisiones están llenas de personas que se dicen inocentes, del mismo modo las oficinas públicas y los cargos honoríficos de toda clase no son ejercidos sino por personas llamadas y obligadas a ello muy a su pesar. Es casi imposible encontrar a alguien que confiese haber merecido las penas que sufre o haber buscado o deseado los honores de los que goza; pero quizás es menos posible lo último que lo primero.

 

[XXI]

Cuando hablamos, no experimentamos un placer vivo y duradero sino cuando se nos permite discurrir sobre nosotros mismos y sobre las cosas que nos ocupan o que, de algún modo, nos pertenecen. Cualquier otro discurso en poco tiempo se vuelve aburrido. Y eso que es placentero para nosotros se vuelve un tedio mortal para quien escucha. No se gana el título de “afable” sino a costa de sufrimientos; porque afable, en la conversación, no es sino aquel que halaga el amor propio de los demás y que, ante todo, escucha mucho y calla mucho, hecho por demás tedioso. Luego, deja que los otros hablen cuanto quieran de ellos mismos y de sus cosas; es más, los introduce en ese tipo de razonamientos y hasta él mismo habla de eso; hasta que, al separarse, ellos se quedan muy satisfechos de sí mismos y él muy cansado de ellos. Porque, en definitiva, si la mejor compañía es aquella que, al separarnos, nos deja más satisfechos de nosotros mismos, eso implica que la que dejamos es posiblemente la que quedó más aburrida. La conclusión es que en la conversación, y en cualquier diálogo que no tenga otro fin que el de entretenerse hablando, casi inevitablemente, el placer de unos se vuelve aburrimiento de otros, y no se puede esperar más que fastidio o pesar, lo que es una gran suerte participar por igual de una y otra cosa.

 

[XXIII]

Lo que se dice generalmente que la vida es una representación escénica, se comprueba sobre todo en esto: en que el mundo habla constantemente de un modo y obra constantemente de otro. Porque todos hablan de algún modo y porque el endeble lenguaje del mundo no engaña sino a los niños y a los tontos, de esta comedia hoy son todos actores y casi nadie espectador, lo que implica que semejante representación se convirtió en algo totalmente inútil, aburrido y cansador sin motivo. Pero sería hazaña digna de nuestro siglo convertir la vida en una acción no simulada, sino verdadera y conciliar por primera vez en el mundo la famosa discordia entre lo dicho y lo hecho. Dicha discordia, puesto que los hechos, por experiencia, ya son suficientemente conocidos como inmutables y que no es conveniente que los hombres se cansen aún más en la búsqueda de lo imposible, se resolvería por medio de algo al mismo tiempo único y muy sencillo, aunque hasta hoy nunca se haya intentado, esto es: cambiar lo dicho y llamar de una vez por todas las cosas por su nombre.

 

 [XXIV]

O yo me engaño o es rara esa persona que, en nuestro siglo, es generalmente elogiada, cuyos elogios no hayan surgido de su propia boca. Tanto es el egoísmo y tanta la envidia y el odio que los hombres se tienen los unos a los otros, que al querer ser reconocidos, no les basta con hacer cosas elogiables, sino que también necesitan elogiarlas, o encontrar, lo que es igual, otra persona que en su lugar las predique y las magnifique continuamente, pregonándolas a viva voz en los oídos del público, para obligar a las personas ya sea mediante el ejemplo, o ya sea con coraje y perseverancia a propagar parte de esos elogios. No esperes que hablen espontáneamente, por gran valor que demuestres o por grandes actos que realices. Miran y callan eternamente y, si pueden, impiden que otros lo adviertan. Quien quiera engrandecerse, aun cuando sea por virtud verdadera, que deje de lado la modestia.

Con respecto a esto, el mundo aún es como las mujeres: con pudor y con discreción de él no se obtiene nada.

 

[XXV]

Nadie está tan desengañado del mundo, ni lo conoce tan profundamente, ni le tiene tampoco tanto odio, que si este lo mira en parte con bondad, no se reconcilie un poco con él. Del mismo modo, ninguno de nuestros conocidos es tan malvado que si nos saluda cortésmente, no nos parezca menos malvado que antes. Estas observaciones sirven para demostrar la debilidad del hombre y no para justificar ni a los malvados ni al mundo.

 

[XXVII]

No hay mayor signo de ser poco filósofo y poco sabio que pretender sabia y filosófica toda la vida.

 

[XXX]

Así como el género humano suele desestimar las cosas presentes y elogiar las pasadas, del mismo modo la mayor parte de los viajeros, mientras viajan, dicen amar su lugar de origen y lo prefieren con una cierta vehemencia a aquellos en los que se encuentran. De regreso a su tierra natal, con la misma vehemencia la subordinan a todos los otros sitios donde han estado.

 

[XXXIII]

Los engañadores mediocres, y con frecuencia las mujeres, siempre creen que sus timos han surtido efecto y que las personas han quedado impresionadas. Pero los más astutos dudan, porque conocen mejor, por un lado, las dificultades del arte y por el otro, su fuerza, y porque saben cómo aquello mismo que ellos pretenden, es decir, engañar, también es pretendido por todos. Son estas dos últimas razones las que hacen que a menudo el engañador resulte engañado. Además de que estos no subestiman a los demás, como sí suele hacerlo quien entiende poco.

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Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837). Traducción realizada en el marco del proyecto de traducción colaborativa llevado adelante por estudiantes, egresados y docentes de la Facultad de Lenguas y de la Facultad de Filosofía y Humanidades: Silvia Cattoni, Ángeles Gerbaldo, Andrea Sánchez, Máximo Ramos, Julieta Scozzari, Julieta Amaya, Margherita Guastamacchia, Massimo Palmieri, Eugenia Alesso, Rodrigo Juárez, Eugenia Bottino, Luca Marzolla y Daniele Petrella. Enlace a la publicación original.