lunes, 22 de enero de 2024

w. b. yeats / el simbolismo de la poesía


I

“El simbolismo, tal como se aprecia en los escritores de nuestro tiempo, no tendría valor alguno sino se apreciara también, de una forma u otra, en todo gran escritor imaginativo”, escribe Arthur Symons en El movimiento simbolista en la literatura, un libro perspicaz que no puedo encomiar como desearía, porque me fue dedicado por el autor; y en seguida muestra cuántos escritores profundos en los últimos años han buscado una filosofía de la poesía en la doctrina del simbolismo; y cómo, incluso en países donde es casi un escándalo buscar una filosofía de la poesía, los nuevos escritores han seguido sus pasos. No sabemos de qué hablaban entre ellos los escritores de la antigüedad, y un contrasentido es todo lo que queda de la charla de Shakespeare, que se encontraba al borde de los tiempos modernos. El periodista está convencido, al parecer, que hablaban de vino, mujeres y política, pero nunca de su arte, o nunca de su arte con verdadera seriedad.

Symons está seguro de que nadie que tuviera una filosofía de su arte, o una teoría de cómo debería escribir, ha realizado jamás una obra de arte, que no tienen imaginación aquellos que no escriben sin consideración previa y reconsideración, tal como él redacta sus artículos. Dice esto con entusiasmo, porque lo ha oído en tantas charlas amenas de sobremesa, donde alguien ha mencionado, por descuido o celo ridículo, un libro cuya dificultad atentaba contra la indolencia, o a un hombre que no había olvidado que la belleza es una acusación.

Estas fórmulas y generalizaciones, en las que un sargento oculto ha ejercitado las ideas de los periodistas y a través de ellos las ideas de todos menos las de todo el mundo moderno, han creado a su vez una amnesia parecida a la de los soldados en batalla, de modo que los periodistas y sus lectores han olvidado, entre otros hechos similares, que Wagner pasó siete años ordenando y explicando sus ideas antes de componer su música más característica; que la ópera, y con ella la música moderna, surgió de ciertas charlas en la casa de un tal Giovanni Bardi de Florencia; y que la Pléiade sentó los cimientos de la literatura francesa moderna con un panfleto. Goethe ha dicho; “un poeta necesita toda la filosofía pero debe mantenerla fuera de su obra”, aunque eso no siempre es necesario; y casi puede asegurarse que ninguna gran obra de arte, fuera de Inglaterra, donde los periodistas tienen más poder y las ideas son menos abundantes que en otras partes, ha surgido sin una crítica importante, ya sea a su heraldo o a su intérprete y protector; y puede ser esta la razón por la cual el gran arte, ahora que la vulgaridad porta armas y se ha multiplicado, acaso esté muerto en Inglaterra.

Todos los escritores, todos los artistas de cualquier clase, en tanto poseedores de una facultad crítica o filosófica, tal vez justo en cuanto han sido artistas conscientes de algún modo, han desarrollado una filosofía, o una crítica de su arte; y con frecuencia ha sido esta filosofía o crítica la que ha provocado su más asombrosa inspiración para atraer a la vida exterior una porción de la vida divina, o de la realidad oculta, la única que podía extinguir en las emociones lo que su filosofía o su crítica podrían extinguir en el intelecto.

Estos artistas no han buscado nada nuevo, tal vez, sino solamente entender e imitar la inspiración pura de épocas anteriores, pero debido a que la vida divina está en pugna con nuestra vida externa, y debe necesariamente cambiar sus armas y movimientos cuando nosotros lo hacemos, la inspiración ha llegado a ellos con formas bellas y asombrosas. El movimiento científico trajo consigo una literatura siempre tendiente a perderse en exterioridades de todo tipo, en opiniones, en declamación, en escritura pintoresca, en pintura verbal, o en lo que el Sr. Symons ha definido como un intento “por construir con ladrillo y cemento dentro de las cubiertas de un libro”; y los nuevos escritores han empezado a detenerse en elementos como la evocación, la sugerencia, lo que llamamos el simbolismo en los grandes escritores.

II

 En “Simbolismo y pintura” traté de descubrir el elemento del simbolismo que se halla en cuadros y esculturas, y descubrí un poco el simbolismo en la poesía, pero no abordé en absoluto el continuo simbolismo indefinible que es la sustancia de todo estilo,

No hay versos más bellos y melancólicos que estos de Burns:

La blanca luna declina detrás de la blanca ola,
Y el Tiempo declina junto conmigo, ay![2]

Estos versos son perfectamente simbólicos. Si se elimina la blancura de la luna y de la ola, cuya relación con el declinar del tiempo es demasiado sutil para el intelecto, se les despoja de su belleza. Pero cuando se juntan, todos, la luna, la ola, la blancura, el Tiempo que declina y el último grito melancólico, evocan una emoción que no puede ser evocada por ninguna otra disposición de colores, sonidos y formas. Podemos llamar a esto escritura metafórica, pero es mejor llamarla escritura simbólica, porque las metáforas no son lo bastante profundas para conmover cuando no son símbolos, y cuando son símbolos son las más perfectas de todas, por ser las más sutiles, fuera del sonido puro, y a través de ellas podemos indagar mejor qué son los símbolos.

Si uno comienza la ensoñación con cualquier verso bello que pueda recordar, descubre que son como los de Burns. Comencemos con este verso de Blake:

Los peces alegres en la ola cuando la luna absorbe el rocío[3]

o estos versos de Nashe:
 
Un fulgor desciende del aire,
Las reinas han muerto jóvenes y bellas,
El polvo ha cerrado los ojos de Helena[4]
 
O estos versos de Shakespeare:
 
Timón ha construido su mansión eterna
en la playa el borde el agua salada;
que una vez al día con su adorno se espuma
el turbulento oleaje cubrirá.[5]
 
O tomemos cualquier otro verso que sea muy sencillo, que obtiene su belleza del lugar que ocupa en una historia, y veamos cómo cintila con la luz de los numerosos símbolos que le han dado belleza a la historia, tal como la hoja de una espada cintila con la luz de torres llameantes.

Todos los sonidos, los colores, las formas, ya sea por sus energías predeterminadas o por asociaciones de largo tiempo evocan emociones indefinibles pero precisas, o, como prefiero pensar, invocan entre nosotros ciertos poderes inmateriales, cuyas huellas en nuestro corazón llamamos emociones. Cuando sonido, color y forma se unen en una relación musical, en una hermosa relación uno con otro, se convierten, por así decirlo, en un solo sonido, un solo color, una sola forma, y evocan una emoción creada a partir de sus distintas evocaciones pero que es una única emoción. La misa relación existe entre las partes de toda obra de arte, ya sea una epopeya o un canto, y entre más perfecta es, y entre más variados y numerosos los elementos que han desembocado en su perfección, más fuertes serás la emoción, el poder, el dios que convoca en nosotros. Dado que una emoción no existe, o no se hace perceptible y activa en nosotros, hasta que ha encontrado su expresión en un color o en un sonido o una forma, o en todos estos, y dado que ninguna modulación o disposición de estos elementos evoca la misma emoción, los poetas, pintores y músicos, y en menor grado, porque sus efectos son momentáneos, el día y la noche y la nube y la sombra, continuamente están haciendo y deshaciendo a la humanidad. En efecto, son solamente esas cosas que parecen inútiles o muy débiles las que tienen algún poder, y todas esas cosas que parecen útiles o fuertes, ejércitos, ruedas giratorias, modos arquitectónicos, modos de gobierno, especulaciones de la razón, hubieran sido un tanto diferentes si una mente hace tiempo no se hubiera entregado a una emoción, como se entrega una mujer a su amante, y configurado sonidos, colores o formas, o todos estos, en una relación musical, a fin de que su emoción viviera en otras mentes. Un verso breve evoca una emoción, y esta emoción congrega a otras a su alrededor y se funde en ellas para crear una gran epopeya; y al fin, en busca de un cuerpo siempre menos delicado, un símbolo a medida que se vuelve más fuerte, fluye al exterior, con todo lo que ha congregado, entre los ciegos instintos de la vida diaria, donde mueve una fuerza dentro de otras fuerzas, como se ve un anillo dentro de otro en la raíz de un viejo árbol. Esto es quizás lo que Arthur O’ Shaughnessy tenía en mente cuando hizo decir a sus poetas que ellos habían construido Nínive con sus suspiros. Y yo ciertamente no tengo la certeza de que, cuando me entero de una guerra, o de algún entusiasmo religioso o una nueva manufactura, o de cualquier otra cosa que llena el oído del mundo, todo esto no haya sucedido por algo que un joven tocó en una flauta en Tesalia. Recuerdo que una ocasión le pedí a una vidente que le preguntara a uno de los dioses que, según creía, la rodeaban en sus cuerpos simbólicos, qué resultaría de la labor admirable aunque en apariencia trivial de un amigo, y el espectro contestó: “la devastación de los pueblos y el sojuzgamiento de las ciudades”. En realidad dudo si la cruda circunstancia del mundo, que al parecer crea todas nuestras emociones, hace algo más que reflejar, como en espejos que se multiplican, las emociones que han invadido a hombres solitarios en momentos de contemplación poética; o si el amor mismo sería algo más que un apetito animal si no fuera por el poeta y su sombra, el sacerdote pues a menos que creamos que las cosas de fuera son la realidad, tenemos que creer que lo vulgar es la sombra de lo sutil, que las cosas son sabias antes de volverse tonterías, y secretas antes de que den gritos en el mercado. Los hombres solitarios en momentos de contemplación reciben, pienso yo, el impulso creativo de las más bajas entre las Nueve Jerarquías, y de este modo hacen y deshacen a la humanidad, e incluso al mundo mismo, pues ¿no acaso “el ojo alterado altera todo”?[6]

Nuestras ciudades son fragmentos copiados de nuestro pecho;
Y todas las babilonias del hombre pugnan tan sólo por impartir
Las grandezas de su corazón babilónico.[7]
 
III

El propósito del ritmo, me ha parecido siempre, es prolongar el momento de contemplación, el momento en que nos encontramos dormidos y despiertos a la vez, que es el momento único de creación, al aquietarnos con una monotonía cautivante, en tanto nos mantiene en vigilia con la variedad, para así dejarnos en ese estado de trance acaso real, en el que la mente liberada de la presión de la voluntad se despliega en símbolos. Si algunas personas sensibles escuchan continuamente el tic-tac del reloj, o fijan la mirada continuamente en un destello monótono de luz, caen en un trance hipnótico; y el ritmo no es más que el tic-tac del reloj vuelto más suave, para que no podamos sino escucharlo, y variado, para que no seamos transportados fuera de los límites de la memoria o nos hastiemos de escuchar; en tanto que los patrones creados por el artista no son más que el monótono destello urdido para atrapar la vista en un encantamiento más sutil. En la meditación he oído voces que fueron olvidadas al momento de hablar; y he sido transportado, en meditación más profunda, fuera de toda memoria salvo de aquellas cosas que llegaron desde más allá de umbral de la vida en vigilia.

Una ocasión estaba trabajando en un poema muy simbólico y abstracto, cuando mi pluma cayó en el suelo; al inclinarme para recogerla, recordé una aventura fantástica que aún no parecía fantástica, y luego otra aventura similar, y cuando me pregunté cuándo habían sucedido estas cosas, descubrí que estaba recordando mis sueños de muchas noches. Traté de recordar lo que había hecho el día anterior, y luego lo que había hecho esa mañana; pero toda mi vida en vigilia había perecido en mí, y sólo después de un gran esfuerzo pude volver a recordarla, y al hacerlo, esa otra vida más vigorosa y asombrosa pereció a su vez. De no haberse caído mi pluma al suelo, lo cual me distrajo de las imágenes que estaba urdiendo en el verso, nunca hubiera sabido que la meditación se había transformado en trance, pues yo hubiera sido como uno que no se da cuenta que está atravesando un bosque porque tiene los ojos puestos en el camino. Así, pienso que en la creación y aprehensión de una obra de arte, y más fácilmente si está llena de patrones y símbolos y música, somos atraídos al umbral del sueño, y tal vez más allá de él, sin saber que alguna vez hemos pisado los peldaños de cuerno o de marfil.

IV

Además de los símbolos emocionales, aquellos que evocan solamente emociones —y en este sentido todas las cosas atractivas u odiosas son símbolos, aunque las relaciones entre ellas son demasiado sutiles para deleitarnos por completo, fuera del ritmo y el patrón—, hay símbolos intelectuales, los que evocan ideas solamente, o ideas mezcladas con emociones; y fuera de las muy definidas tradiciones del misticismo y la menos definida crítica de ciertos poetas modernos, sólo estos llamados símbolos. La mayoría de las cosas pertenecen a una clase u otra, según el modo en que hablemos de ellos o con qué los acompañemos, pues los símbolos, asociados con ideas que son más que fragmentos de las sombras arrojadas sobre el intelecto por las emociones evocadas, son juguetes del alegorista o el pedante, y pronto desaparecen. Si yo digo "blanco" o "morado" en un verso ordinario, estas palabras aluden a emociones de modo tan exclusivo que no puedo decir por qué me conmueven; pero si las pongo en la misma oración junto a símbolos intelectuales tan obvios como una cruz o una corona de espinas, pienso en pureza o en soberanía. Es más, innumerables significados, relacionados con "blanco" y "morado" por lazos de sutil sugestión, tanto en las emociones como en el intelecto, pasan por mi mente de modo visible, y de modo invisible pasan más allá del umbral del sueño, arrojando luces y sombras de sabiduría indefinible sobre lo que antes parecía, quizás, sólo esterilidad y violencia ruidosa. Es el intelecto el que decide dónde debe reflexionar el lector sobre la procesión de símbolos; si éstos son meramente emocionales, mira desde un medio de los accidentes y destinos del mundo; peros si los símbolos son también intelectuales, el lector mismo se vuelve parte del intelecto puro, y se mezcla entre la procesión. Si contemplo un remanso cubierto de juncos a la luz de la luna, mi emoción ante su belleza se mezcla con recuerdos del hombre que he visto arando a la orilla, o de los amantes que vi ahí en la noche anterior; pero si miro la luna y recuerdo cualquiera de sus antiguos nombres o significados, me muevo entre personajes divinos y cosas que han sacudido nuestra mortalidad: la torre de marfil, la reina de las aguas, el ciervo resplandeciente en bosques encantados, la liebre blanca sentada en la cima, el bufón de las hadas con su copa brillante repleta de sueños, y tal vez "haga amistad con una de estas imágenes maravillosas" y "reciba al Señor en el aire". De igual modo, cuando nos conmovemos con Shakespeare, que se contenta con símbolos emocionales para acercarse más a nuestra compasión, nos integramos al espectáculo completo del mundo; mientras que cuando nos conmovemos con Dante, o el mito de Demeter, nos fusionamos con la sombra de un dios o de una diosa. Así también estamos más alejados de los símbolos cuando estamos ocupados con una cosa o la otra, pero el alma se mueve entre símbolos y se despliega en símbolos cuando un trance o locura o meditación profunda la ha apartado de cualquier otro impulso salvo el suyo propio. "Entonces vi", escribió Gérard de Nerval sobre su locura, "tomando forma vagamente, imágenes plásticas de la antigüedad, que se delineaban, definían y parecían representar símbolos cuya idea apenas captaba con dificultad". En una época anterior, Nerval hubiera sido parte de esa multitud, cuyas almas la austeridad apartó, de manera aún más perfecta que la locura pudo hacerlo con su alma, de la esperanza y la memoria, del deseo y del arrepentimiento, para que pudieran revelar esas procesiones de símbolos que los hombres veneran en altares, y propician con incienso y ofrendas. Pero siendo de nuestro tiempo, él ha sido como Maeterlinck, como Villiers de L'Isle-Adam en Axël, como todos los que se ocupan de símbolos intelectuales en nuestro tiempo, uno que anuncia el nuevo libro sagrado, con al que todas las artes, como ha dicho alguien, empiezan a soñar. ¿Cómo pueden las artes remontar esa lenta muerte del corazón de los hombres que llamamos el progreso del mundo, y tocar de nuevo las cuerdas de su corazón, sin convertirse en la vestimenta de la religión como en tiempos pasados?

V

Si la gente aceptara la teoría de que la poesía nos conmueve por su simbolismo, ¿qué cambios deberíamos buscar en nuestra manera de escribir poesía? Un regreso a la manera de nuestros padres, desechar descripciones de la naturaleza por ser de la naturaleza, de la ley moral por ser la ley moral, prescindir de todas las anécdotas y de ese discurrir sobre la opinión científica que con frecuencia extinguió la llama central en Tennyson, y de esa vehemencia que nos obliga a hacer o no hacer ciertas cosas; o, en otras palabras, deberíamos llegar a entender que la piedra de berilo fue encantada por nuestros padres para que pudiera desplegar las imágenes que habían en su centro, y no para que reflejara nuestras caras llenas de excitación, o las ramas que se mecen afuera de la ventana. Con este cambio de sustancia, este regreso a la imaginación, este entender que las leyes del arte, que son las leyes ocultas del mundo, son las únicas que rigen la imaginación, vendría un cambio de estilo, y desecharíamos de la poesía seria esos ritmos vigorosos, semejantes a los de un hombre corriendo, que son invento de la voluntad con los ojos puestos siempre sobre algo que hacer o deshacer; y buscaríamos esos ritmos orgánicos, meditativos, vacilantes, que son la encarnación de la imaginación, la cual ni desea ni odia, porque ha renunciado al tiempo, y sólo quiere contemplar algo de realidad, algo de belleza. Tampoco sería ya posible que alguien negara la importancia de la forma, toda clase de formas, pues aunque uno pueda exponer una opinión, o describir una cosa, cuando las palabras no están muy escogidas, no se puede dar cuerpo a algo que se mueve más allá de los sentidos, a menos que las palabras sean tan sutiles, tan complejas, tan llenas de vida misteriosa, como el cuerpo de una flor o de una mujer. La forma de la poesía auténtica, a diferencia de la "poesía popular", puede en efecto ser a veces oscura, o agramatical como en algunas de las mejores "Canciones de inocencia y experiencia", pero debe poseer las perfecciones que escapan al análisis, las sutilezas que adquieren un nuevo significado cada día, y debe tener todo esto, trátese de una breve canción hecha de un momento de indolencia soñadora, o una gran epopeya hecha de los sueños de un poeta y de cien generaciones cuyas manos nunca se hastiaron de la espada.

Notas
1 Tomado de Yeats, W. B. Ideas of Good an Evil, New York: Macmillan, 1903.
2 The white moon is setting behind the white wave, / And Time is setting whit me, O! Robert Burns, “Open the door to me, O” [n. de la  t.].
3 The gay fishes on the wave when the moon sucks up the dew. William Blake, “Europe: A Prophecy,” 1794.
4 Brightness falls from the air; / Queens have died young and fair; / Dust hath closed Helen’s eye. Thomas Nashe, “A Litany in Time of Plague”, 1600.
5 Timon hath made his everlasting mansion / Upon the beached verge of the salt flood; / Who once day with his embossed froth / The turbulent surge shall cover. Timon of Athens, Acto V, esc. I. 1623.
6 The eye altering alters all. William Blake, “The Mental Traveller”, Pickering Manuscript, 1803?
7 Our towns are copied fragments from our breast; / And all man’s Babylons strive but to impart / The grandeurs of his Babylonian heart. Francis Thompson, “The Heart,” Sonnet II, 1897.

***
W. B. Yeats (Sandymount, 1865-Roquebrune-Cap-Martin, 1939). Revista Literaria Taller Igitur. Traducción de Eva Cruz Yáñez.