lunes, 28 de marzo de 2022

chantal maillard / la razón estética (extracto)


    La reiterada mención, por parte tanto de filósofos como de críticos de arte, de la supuesta pérdida de valores que ha tenido lugar en nuestra sociedad durante el transcurso de estas últimas décadas se ha vuelto bastante incómoda, por no decir tediosa. Parece que no acertamos a superar este discurso. Se da por supuesto la pérdida y no se halla con qué resolver la situación que, según más de uno, debería hacerse bien recuperando los valores perdidos, bien reemplazándolos por otros, disyuntiva que también parece darse por válida sin cuestionarse.

    Sin embargo, ni lo uno ni lo otro es tan evidente: ni que nuestra sociedad carezca actualmente de valores, ni que la única solución sea aquella disyuntiva (recuperar los antiguos valores o inventarnos otros) –‍como tampoco es tan evidente que sea imprescindible tener valores, salvo, si de lo que se trata es de preservar la vida, de aquellos que por consenso se pacten para la supervivencia.

    Si fuese cierto lo primero, a saber, que hayamos «caído» en un vacío de valores, podría ser enormemente provechoso dado que cabría esperar que estuviésemos en situación de recuperar aquella «virtud» a la que menciona el Dao De Jing (§38), el de del dao, aquella fuerza (vis-virtus) que, según él, nos era común a todos en un principio, antes de que se inventaran las falsas virtudes:

    Perdido el dao, comenzó a actuar su de (su virtud).

    Perdida la virtud, le sustituyó el amor (jen: virtud de humanidad).

    Perdido el amor, se echó mano de la justicia.

    Perdida la justicia, se quiso sustituirla por la cortesía.

    Pero la cortesía es poca fidelidad y poca confianza y comenzó de los disturbios.

    La ciencia o el conocimiento de estas virtudes es sólo flor del dao y comienzo de la estupidez.

    El sabio chino entendía que las instituciones morales dan por supuesto las desigualdades y las fomentan al tiempo que ponen de manifiesto la pérdida de un estado inicial: la armonía interior y la sabiduría que es conocimiento activo de ese orden interior. Claro que a esto, como a la fidelidad y la confianza a la que se alude en el citado párrafo, también se le podría denominar «valor», si entendemos por valor lo que alguien aprecia y juzga ser lo más importante. Para el taoísta lo apreciable no eran los códigos o valores que se construyen sobre las huellas de un orden anterior. Éstos no son sino residuos o signos de lo que hubo. Así también lo entendió Fernando Pessoa cuando escribía que la belleza y la moral son como las llamas: simples señales de combustión. Y ciertamente, desde que existe eso a lo que llamamos «belleza» se nos ha hecho más difícil la contemplación. Damos por «bello» un objeto «valioso» o un paisaje tan sólo con verlo porque así nos han dicho que eran o debían ser los objetos valiosos o los paisajes bellos; admiramos una sinfonía con sólo oírla porque «sabemos» que es admirable. Nuestra cultura ha determinado sus objetos de culto y ya no nos hace falta descubrir su valía.

    Cuando el tedio reemplaza la admiración o la extrañeza, deberíamos preguntarnos por qué le pintó Marcel Duchamp un bigote a la Gioconda. En realidad, Duchamp no le puso un bigote a la Gioconda, se lo puso al modo cultural de ver la Gioconda, se lo puso al objeto-valioso-Gioconda; y el bigote escandalizó a aquellos que no veían la Gioconda, a aquellos que oficiaban la misa mientras bostezaban a escondidas. La cultura, dando tanto por supuesto, obstaculiza la espontaneidad y el descubrimiento, cuando no los mata. Y es esto: el tedio que acompaña la falta de impulso de descubrimiento, y no la supuesta falta de valores, lo que despierta ese sentimiento de nostalgia y abatimiento en la cultura posmoderna.

    En los valores vivimos

    Si fuese cierto que hoy en día ya no hay valores, habría esperanza, pues tal vez podríamos averiguar lo que es tener un corazón intacto. Podríamos averiguar de qué fuego son señales, según afirmaba el poeta, la belleza y la moral. Pero es dudoso que así sea. Siempre que hay voluntad hay valores. La voluntad es proyección hacia lo otro (o su rechazo), y lo otro, cualquiera que esto sea, ha de ser un valor si hacia ello (o contra ello) se dirige toda acción.

    Sería útil recordar que la acepción primera y más común del término valor pertenece al ámbito de lo económico: el valor es el precio de una mercancía o de un producto. Y el precio se establece en virtud de una estimación que radica en la demanda, la cual a su vez se origina a partir de una necesidad (natural o creada, no viene al caso). El valor sitúa pues al objeto en el lugar que le corresponde dentro de la jerarquía de las expectativas de transacción. Transportado al ámbito de las costumbres y de la cultura, la noción de valor sigue manteniendo, de manera latente, este significado. El valor moral de una acción o el valor estético de un objeto sitúan a la acción o al objeto en una escala de aceptación o rechazo por parte del grupo que los ha asumido.

    Que los valores los dicten la razón y que así deba ser o no, eso es lo que puede ser discutido. En general no es la razón la que dicta los valores, sino que la razón es utilizada por quienes detentan el poder para procurar razones que soporten los valores y los códigos. Así que siempre conviene preguntarse qué máscara tiene el poder que condiciona nuestra voluntad, propone los cauces de acción y crea, por tanto, nuestros valores.

    No iría descaminado aquel que empezara hurgando en las inercias, en los hábitos, en esos hematomas que se forman a golpe de repeticiones. Mucho tienen que ver estas formas de la reiteración con los valores que elaboramos. No es neutro ninguno de nuestros gestos. Apretar una tecla o un botón para oír música, para ver imágenes, para recibir correo, para oír la voz de alguien, para que salga café, chicle o monedas, para que haya luz o calor, estos gestos mínimos que condicionan nuestra vida a través de todas las sensaciones son, no nos engañemos, una poderosa fuente de construcción de valores.

    No es cierto que no existan valores hoy en día. Lo que ocurre es que el orden que se suponía lógico: primero los valores, luego la acción, es ahora el inverso: primero se da la acción, y luego los valores. Y tal vez así debió de ser desde el principio si le hacemos caso al Génesis, ahí donde se cuenta cómo el dios de los hebreos puso el primer ladrillo del edificio moral: primero actuó: creó, y luego juzgó (que era bueno)…

    En cuanto a lo segundo, esto es, a la disyuntiva entre recuperar los antiguos valores o reemplazarlos por otros, cae por su base desde el momento en que advertimos no sólo que los hay, sino que vivimos con ellos incluso sin darnos cuenta. Cuáles sean estos valores podría advertirse simplemente preguntándonos a qué dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo real, cotidiano, y cuáles son los motivos por los que lo hacemos. Pues no son valores reales, sino ideas vacías, aquellos que no lleven implícita su finalidad en la acción cotidiana y en la suma de todas ellas.

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Chantal Maillard (Bruselas, 1951) La razón estética. Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2017.