lunes, 18 de diciembre de 2023

hans magnus enzensberger / ensayo sobre las discordias (extracto)


I

    Un mapamundi. Enjambres de flechas azules y rojas que convergen en remolinos y vuelven a dispersarse en direcciones opuestas. Todo ello complementado con unas curvas que delimitan zonas de presiones atmosféricas diferenciadas por tonalidades distintas. Isobaras y vientos. Un mapa del tiempo de estas características resulta atractivo; pero resulta difícil interpretarlo correctamente si no se poseen los conocimientos adecuados. Nos hallamos ante una abstracción que trata de reflejar un proceso dinámico por medios estáticos. Sólo una película sería capaz de plasmar lo que está ocurriendo, ya que el estado normal de la atmósfera es la turbulencia. Lo mismo, por cierto, cabe decir acerca del poblamiento de nuestro planeta por parte del hombre.

II

    Incluso al cabo de un siglo de investigaciones paleontológicas todavía no ha quedado fehacientemente demostrado el origen del Homo sapiens. A pesar de ello, parece haberse llegado al acuerdo de situar en el continente africano la primera aparición de la especie, que en una larga secuencia de complicados y arriesgados avances se habría ido extendiendo por todo el planeta. El sedentarismo no es una de las características genéticas de nuestra especie; se ha ido consolidando relativamente tarde, con toda probabilidad en estrecha relación con la invención de la agricultura. Nuestra existencia primaria fue la de cazadores, recolectores y pastores. 
    Este pasado nómada acaso explique ciertos rasgos atávicos de nuestro comportamiento, que a primera vista pudieran parecer inexplicables, como son, por ejemplo, el turismo masificado o la pasión por el automóvil.

III

    El mito de Caín y Abel refleja el conflicto entre tribus nómadas y sedentarias. «Fue Abel pastor, mas Caín se hizo agricultor.» El conflicto territorial culmina con un parricidio. Pero la gracia de la historia reside en que, después de haber dado muerte al nómada, el sedentario acaba a su vez desterrado: «Errante y vagabundo vivirás por la tierra.»

    La historia de la humanidad puede leerse como el desarrollo de la parábola que antecede. Cierto es que en el transcurso de los milenios se han ido formando una y otra vez poblaciones sedentarias, pero, vistas en su conjunto y a lo largo de los tiempos, siguen suponiendo una excepción. La regla la constituyen las incursiones de rapiña y de conquista, las expulsiones y el exilio, el comercio de esclavos y las deportaciones, la colonización y el cautiverio. En cualquier época, y por las razones más diversas, una parte importante de la humanidad siempre ha estado en movimiento: de forma pacífica o forzada, en simple migración o huyendo; una circulación que necesariamente tenía que dar lugar a continuas turbulencias. Se trata de un proceso caótico, que desbarata cualquier intención planificadora, cualquier pronóstico a largo plazo.

IV

    Dos pasajeros en un compartimento de tren. Nada sabemos de sus antecedentes, de su procedencia ni de su destino. Se han instalado cómodamente, han acaparado mesitas, colgadores y portaequipajes, han esparcido periódicos, abrigos y bolsos en los asientos vacíos. Poco después se abre la puerta y aparecen dos nuevos pasajeros. Los dos primeros no les dan la bienvenida. Muestran claramente su disgusto antes de decidirse a recoger sus cosas, a compartir el espacio del portaequipajes, y a recluirse en sus asientos. Aun sin conocerse en absoluto, los dos pasajeros iniciales demuestran una sorprendente solidaridad mutua. Actúan como grupo establecido frente a los recién llegados, que están invadiendo su territorio. A cualquier nuevo pasajero lo consideran un intruso. Su actitud es la de aborígenes que reivindican la totalidad del espacio disponible. Una concepción que escapa a toda explicación racional. Y que, sin embargo, está hondamente arraigada. 

    Con todo, la sangre casi nunca llega al río. Ello se debe a que los pasajeros están sometidos a un sistema regulador que no depende de ellos. Refrenan su instinto territorial por la interposición del código institucional de las compañías ferroviarias y de ciertas normas implícitas, como la de la cortesía. De modo que se limitan a intercambiar miradas y murmurar entre dientes alguna fórmula de disculpa. Los recién llegados acaban siendo tolerados. Uno se acostumbra a ellos. Claro que siguen estigmatizados, pero cada vez en menor grado. 

    Tan inocente ejemplo manifiesta sin embargo rasgos absurdos. Por un lado, el compartimento de tren no deja de ser un lugar de estancia transitoria, que tan sólo sirve para cambiar de ubicación. Está determinado por la fluctuación. Por el otro, el pasajero niega el hecho sedentario. Ha trocado un territorio real por otro virtual. Mas, a pesar de ello, defiende su fugaz asentamiento no sin una secreta molestia.

V

    Cualquier migración desencadena conflictos, independientemente de la causa que la haya originado, de la intención que la mueva, de su carácter voluntario o involuntario, o de las dimensiones que pueda alcanzar. Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida. 

    Para frenar dichas constantes, para evitar continuos baños de sangre, para posibilitar un grado mínimo de intercambio y circulación entre clanes, tribus y etnias, las sociedades antiguas inventaron los tabúes y los ritos de la hospitalidad. Tales mecanismos no suprimen, sin embargo, el estatus del forastero; al contrario: lo consolidan. El forastero goza de hospitalidad, pero no puede quedarse

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Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, 1929-Múnich, 2022) Ensayo sobre las discordias. Barcelona: Anagrama, 2016, pp. 15-19. Traducción de Francesc Rovira, Michael Faber-Kaiser y Richard Gross.