lunes, 6 de febrero de 2023

santiago key ayala / estrofas arquitectónicas


    Poco se oye hoy hablar de versos, o prosas, coloreados, pictóricos, esculturales, marmóreos, estereoscópicos y demás calificativos de carácter sensorial  correspondientes a los moldes de las escuelas parnasianas y simbolistas. Se debatía entre los críticos técnicos y los impresionistas la legitimidad de tales calidades organolépticas aplicadas a la apreciación de las obras literarias; tomándose por unos como aberraciones de tipo degenerativo, y por los otros, como asociaciones normales de sensaciones, puestas en claro por la experiencia científica.  

    Como sensoriales que son esas calidades, no pueden ser discutidas sino entre sujetos que comparten la impresión. Indefinibles por subjetivas, son incomprensibles para quien no las experimenta. No es posible suplir con descripciones de la sensación visual la falta de la vista en el ciego de nacimiento, y casi todas esas impresiones críticas son de carácter visual. Estrofa marmórea, prosa marmórea, han de parecer palabrería a quien no experimenta la impresión.  Rubén Darío, en un bosquejo de Rafael Núñez, que le valió tantas censuras, de raíz política, extrajo de la obra del poeta ideólogo unos cuantos versos marmóreos:

    De humilde hoja de acanto
    Calímaco ofrendó gentil corona
    las columnas que admiró Corinto.
    Pasan los siglos y el cincel venera
    en blanco capitel la hoja ligera.

  Y halló que no es posible colocar con mayor donosura una corona sobre el mármol de la columna corintia.  

    Manuel González Prada, el de la prosa pétrea, admite sin reserva la legítima invasión del campo de la pintura por la poesía al celebrar una estrofa de Alfredo de Vigny, en la que <<el poeta rivaliza con el pintor, quizá le supera>>. Asimismo halla que el poeta rivaliza con el escultor en algunos versos de Catulle Mendes, y que el gran Teo, <<no satisfecho con la escultura policroma del verso, cicela estrofas que compiten con la blancura del Paros>>.  <<Lo que debemos exigir al poeta, cuando invada el terreno de las artes plásticas, es que haga lo posible por manifestarse pintor si pinta, escultor si esculpe y arquitecto si construye.>> Y el terrible Nordau, luego de apabullar a Verlaine, confiesa que el bohemio en la canción de otoño alcanza efectos insospechables con su música melodiosa y evocativa. 

    Si éstas y otras intromisiones de la poesía en el dominio propio de las Bellas Artes reclaman una crítica impresionista, hay un género de ellas que admite confirmación por el concurso de ciertas condiciones demostrables. Son las prosas y estrofas arquitectónicas. 

    La arquitectura, arte-ciencia, está subordinada a condiciones materiales. Estas condiciones pueden comprobarse. Son fundamentales, y, por tanto, características. Las principales son el orden, la medida, la ascensión. La última es la más esencial, pues la obra arquitectónica se levanta de la superficie para conquistar la tercera dimensión. Se apoya en aquella; la utiliza como base, y asciende por grados, con orden y medida. Si una estrofa posee tal estructura y tal desarrollo, puede sugerir la impresión arquitectónica. En seguida la impresión puede corroborarse con el análisis.  

    Si la estructura arquitectónica es sólo verbal, su apreciación interesa al técnico del idioma, al versicultor., al gramático. Si la arquitectura es ideológica o emotiva, interesa, además, al crítico literario; sobre todo, al lector que sabe buscar y desea encontrar ideas o emociones.    

    Gutiérrez Nájera, gentil mariposa de los días premodernistas, emotivo cuando volaba con las alas de su endecasílabo amaestrado, creó en la hora feliz de su bella estrofa de arquitectura ideológica, en la cual se resume toda una filosofía científica rematada por una aguja romántica; más que romántica, mística:
       
    Desde el polen que palpita
    en las hojas del botón,
    hasta la estela infinita
    de mundos en formación,
    todo es una aspiración:
    de la materia, a formar;
    de las formas, a sentir;
    de lo que siente, a pensar;
    de lo que piensa a morir.

    Poseemos en nuestras letras venezolanas una estrofa arquitectónica, de justa popularidad, porque en ella están concentradas la arquitectura verbal, la ideológica y la emotiva en unos cuantos versos. Arranco de mi libreta de apuntes estas hojas para ofrecerlas al poeta amigo, a Eduardo Carreño, que sabe construir versos y prosas  de sabia arquitectura, animados por la idea, ungidos por la luz y la emoción.  Analicemos la primera estrofa de Flor, de Pérez Bonalde. El poeta comienza:

    Flor se llamaba.

    Es un dato, casi prosa. Apenas lo destaca el ritmo, que ya parece anunciar algo de menor tosquedad que el simple hecho de un nombre. Es como un sillar casi enterrado, canteado a la rústica, cimiento en verdad de una construcción, que sospechamos:

    Flor se llamaba.
    Flor era ella.

    La estrofa se ha levantado. Se destaca armonioso y fuerte el basamento. El nombre deja de ser accidente sin sentido profundo. Y ahora, ¿qué significa <<flor>>? en castellano, encierra numerosas ideas. Dos predominan entre sus acepciones. Estilizada por una tradición que se afirma con los progresos de la cultura, la flor es adorno del vegetal, fuente de vida, regalo de la vista en color y matiz, regalo del olfato en aroma, símbolo de belleza, complemento de emociones, compañera del hombre en todos los grandes momentos de la vida, y en la muerte. Es, además, en nuestro idioma, resumen de selección, de máxima excelencia, superación de calidad, de mérito, de grandeza. ¿A cuál de los dos sentidos atiende el poeta?

    Flor se llamaba,
    Flor era ella.
    Flor de los valles
    en una palma.

    Tal como la ciencia estiliza una entidad, un fenómeno, y su estilización es la síntesis de todas las entidades análogas, sin ser ninguna de ellas en particular, el arte literario estiliza en una palabra la síntesis de muchas ideas. Hay flores que no son bellas, ni bien aromadas; pero la flor de los poetas no es ninguna de esas, sino la síntesis de las excelsas, la flor de las flores. Hay valles de muy diversas condiciones físicas; mas el vocablo sugiere el rincón apacible guardado entre las montañas, rincón de serenidad y de dulzura. Hasta suele surcarlo un arroyuelo, discurriendo con suave discurrir; y las flores de esos valles son flores sencillas, modesto atavío y silvestre aroma. Flor de tales valles era la flor del poeta. Pero hay algo más en el verso: la intervención de la palma. Idea sintética, estilización de armonía y excelencia, la palma del verso significa lo mejor de los valles. No será la palma enana, sino la que se alza del valle a competir con las montañas en busca del cielo; nuestra palma chaguarama, símbolo de serenidad, elevación, dignidad y filosofía vegetal. Los versos que siguen corroboran este concepto. La estrofa que continúa alzándose más cada vez.

    Flor de los cielos en una estrella.

    En su ascensión, el poeta ha llegado a las mayores alturas físicas. Como los valles, los cielos florecen. La estrella, otra idea simbólica; la estrella es la flor de los cielos. Flor en los dos sentidos máximos; flor de ilusión, de belleza, de luz, de sentido humano. ¿Se puede ascender más? Hasta aquí, en la estrofa, todo es objetivo. Mas, agotado el mundo exterior, queda el mundo interior.

    Flor de mi vida.

    Lo que embellece y ennoblece la vida del poeta, lo que aroma y justifica su vida, lo excelso de ella. Hay ahí un rezago de egoísmo externo, pues que  la vida abraza la materialidad de la existencia. Todavía se puede ascender. El poeta corona su estrofa. La corona con el grito final, secreto y síntesis de todo el poema:

    ¡Flor de mi alma!

    Grito desgarrado, tras el cual se divisa el <<nunca más>> de Poe. Porque el poeta lo ha perdido todo: la flor de su alma, la fe en el bien y la justicia. Con la fe, la hermana melliza, la esperanza.   Del sillar tosco, a manera de cimiento, la estrofa se ha levantado en pocos versos, por grados de creciente intensidad hasta el sumo dolor. Podemos prescindir de las demás estrofas del poema, glosas de la primera, insuperable. Columna coronada por el terrible capitel. Señala una tumba. En el basamento, la sola palabra: Flor. Allí, en la poesía como en la realidad, quedó sepultado, no un cuerpecillo de niña, sino el alma de un poeta. Ese poeta se llamó Pérez Bonalde. 

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Santiago Key Ayala (Caracas, 1874-1959). Vomité un conejito.