lunes, 11 de marzo de 2024

carlos lópez degregori / acerca del oficio, el deseo, el maleficio (fragmento)


Estas líneas son imprecisas. Tienen que serlo porque asedian el nacimiento del poema, ese punto nebuloso en el que un estado subjetivo busca una materialidad que pueda exteriorizarlo. Algo empieza a ser o, tal vez, trata de ser. Me refiero a una fuerza que muchas veces surge con el signo de la ceguera y la imperfección, pero que acecha un cuerpo presentido de palabras. Tiene que seguirlo como a una sombra o un olor, como el rastro que conduce a la presa anhelada. Estas líneas plantean también una pregunta: ¿por qué se escribe en lugar de no escribir? ¿Qué destino o gratificación o castigo impulsa este “empeño manco de juntar palabras”? Los ecos del verso inicial de “Poema inútil” de Westphalen apuntan al misterio del llamado poético y la disposición de una persona para que ella ocupe un lugar central en su existencia.

El cielo está lleno de moradas, explicaba Santa Teresa, y a cada alma le corresponde una sola. La imagen es sugerente. Solo es fac-tible entender la creación poética desde el espacio que uno habita: puede parecer una aventura egotista y también equívoca porque el propio proceso creativo está lleno de vacilaciones y pasos en falso. Lo que el poeta trata de explicar, a través de rodeos y com-paraciones exactas o triviales acerca de su trabajo creativo, carece de nitidez. Igualmente suele existir una enorme distancia entre lo que se piensa y desea y los resultados. El nombre del poeta es le-gión porque tiene todos los nombres y cada uno es distinto del otro. No hay dos procesos creativos iguales; tampoco existen cons-tantes que puedan extrapolarse a distintos escritores. Por eso hay que fijar unas coordenadas personales: yo solo pretendo recorrer y medir mi propia morada interior, atravesar sus puertas y pasillos, reconocer las formas que alberga, ocultarme en sus rincones. La poesía es huidiza y posee el don de las transformaciones. Cada uno la acoge, experimenta y malentiende de distinta manera. Estas son, pues, mis convicciones y malentendidos.

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No se elige escribir poesía. Ella llega como una visita demandante en algún momento de la adolescencia o la primera juventud de unas  pocas  personas.  Puede  tratarse  de  un  reclamo  único  e irrepetible o reaparecer con distintos rostros e intensidades en la peripecia vital del sujeto. No importa: su duración y frecuencia son  irrelevantes.  Lo  decisivo  es  su  naturaleza  perentoria,  su espesor psíquico y afectivo que desencadena un dinamismo que parece  cumplirse  en  el  propio  movimiento.  Ir  hacia  un  punto movedizo y desconocido que carece de un valor práctico y que por convenciones culturales denominamos poema. Entendida en este sentido, la poesía está enraizada en algunas personas y se canaliza a través de una reconfiguración de sus capacidades para ver y oír. Es una manera singular de situarse en el mundo, de relacionarse con los acontecimientos externos e internos que afectan a quien los  experimenta,  de  establecer  conexiones  entre  una  dimensión vertical que se interna en el sujeto y una multitud de horizontales que conforman el entorno. Verticales y horizontales que trazan los horizontes de la vista y el oído. Se nace con una disposición poética, aunque  esta  solo  se  actualice  en  unos  contados  periodos  de  la  existencia como una energía que reclama un contorno lingüístico capaz de encauzarla. En uno de los apuntes de El  monstruo  en  su  laberinto, Charles Simic (2015) explica que para los ojos humanos dentro de cada cosa hay otra escondida. Cuando la percibimos caben dos posibilidades: “El objeto que está dentro es idéntico al que lo contiene, solo que más perfecto o el objeto escondido es totalmente  distinto”  (p.  56).  En  el  primer  caso,  predomina  una visión analítica y racional; en el segundo, una imaginativa y, por qué no decirlo, poética. Simic destaca en la aventura creativa la peculiaridad  de  la  mirada  que  transforma  la  consistencia  de nuestras  percepciones.  Los  eventos  externos  e  internos  se  ven misteriosos e inquietantes o, por lo menos, atravesados de otredad. Pero lo otro, en tanto moviliza nuestra afectividad e inteligencia, necesita  ser  lenguaje.  “Pugnábamos  ensartarnos  por  el  ojo  de una aguja”, señala Vallejo, y esa afirmación condensa el carácter de necesidad del origen poético. Lo informe, lo desarticulado, lo torrencial e innominado tiene que atravesar un pequeño umbral: pugna por hacerlo. El término tiene una connotación de dificultad y crispación, incluso violencia, pero se presenta vinculado a la acción de producir. El poeta no atraviesa cualquier pasaje, sino el ojo de una aguja y esta es un instrumento para unir en un todo diversos trozos de telas, para suturar, para hilvanar en el texto ese tumulto, esa agitación laxa o intensa, ese desequilibrio que desata un movimiento en pos del lenguaje. 

En el punto originario de la escritura poética predomina, entonces, una fuerza sinestésica, antes que metafórica o metonímica, que pueden ser componentes importantes en el hacer consciente del poema. Lo que el poeta ve ansía ser sonido, es decir, lenguaje que pugna por nacer. Igualmente, el ruido poético que surge fluido o trabajoso exige ser visión. Ut pictura poesis señala la célebre fór-mula de Horacio que fue tomada como pilar del clasicismo y sustento de la capacidad del arte para representar la realidad. La poe-sía es pintura que habla o la pintura es poesía muda. Aquí quiero pervertir la sentencia y quedarme con la tensión entre las visiones y sonidos que se enfrentan y confunden en ese punto naciente. En el origen solo hay confusión, pugna y expectativa. 

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Carlos López Degregori (Lima, 1952) A mano umbría. Lima: Animal de Invierno, 2019.