lunes, 15 de enero de 2024

eugenio montejo / fragmentario (selecciones)


"El crimen contra la vida -decía Archibald Macleish- el peor de todos los crimenes, es no sentir". No sentir el mundo, no sentir la vida en su múltiple misterio y en la simplicidad con que se manifiesta en todo tiempo sin cesar, comporta en verdad, una mutilación grave. Sin embargo, conviene no sólo sentir, sino aprender a sentir, aprender a deslindar el verdadero sentimiento de la simple excitación, que es su más común y espúreo sucedáneo. "En el hombre cabalmente emotivo -nos cuenta W. B. Yeats que le advertía su padre- el mínimo despertar del sentimiento constituye una armonía en la que vibra cada cuerda de cada sentimiento. La excitación es propia de una naturaleza insuficientemente emotiva, la ordinaria vibración de una o dos cuerdas solamente".

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Aprender a sentir: esta sola tentativa, que no es nada pequeña, formaría mejor al joven poeta que todo el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario, las reglas, modas, etc. Los manuales olvidan con frecuencia este dato esencial, sin el cual todo intento creativo queda en el aire. A través del sentir puede válidamente conquistarse el lenguaje que lo exprese; el sentimiento mismo, cuando es legítimo, procrea su forma o la posibilidad de inventarla. Lo contrario, en cambio, es menos probable. ¿Cómo bajar de la red formal a la desnudez sentimental del mundo?

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En todo arte verdadero se hace evidente, como un don extraño, cierto principio de concatenación  necesaria, esto es, cierta interdependencia de un elemento con otro, de un rasgo acordadamente idéntico que haría suponer -y todo platonismo no hace más que sospechar loque el autor es tan sólo un médium, un momentáneo revelador. Explíquese románticamente o no, el principio es válido para hacernos medir la grandeza de la obra y su absoluta dependencia de una necesidad interior. Un retrato de Rembrandt, por ejemplo, posee siempre ese atractivo único, como lo posee un poema de Blake o de Verlaine. Al detectar la unión de elementos que carecen de una profunda concatenación necesaria (que ciertamente es profunda porque no basta con desearla para hacerla aparecer en la obra), como se comprueba en tantos textos de hoy en día, estamos en vías de comprender lo que separa el mero ardid, o la pericia, del arte superior. 

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Ante el poema propiamente nuestro somos débiles. Es en él donde reside la suprema fuerza. Lo que el poema exige es debilidad para invadir, por eso el poder de la razón casi siempre lo obstaculiza. El poeta auténtico aprende a desmontar la resistencia (y no a armarla, como aconsejan los manuales literarios); crea mecanismos y reflejos de indefensión para que el poema lo invada. Así pues, pasivamente femenina es la creación, y mientras más pasiva, más hondamente contribuye a gestar la voz poética. Muchos poemas anticipan su primer soplo en nuestros labios, pero a pesar de la hondura vital que los eleva hasta nosotros, mueren pronto, ahogados por una forma inconveniente. La intuición de la forma llega a hacerse tan necesaria como el mismo hálito inicial que les da vida. Tal vez lo más útil sea, cuando la duda sobreviene tras los primeros tanteos, esbozar un tratamiento desde diversas direcciones formales hasta conseguir la medida justa.

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El sueño nos reconforta porque nos devuelve la certeza, a menudo perdida, de que mientras algo sueñe en nosotros, la verdadera facultad poética permanece intacta. y no es que el sueño proporcione directamente la poesía, pero uno y otra, como sabemos, beben en la misma fuente. Cuando se siguen tan de cerca las modalidades poéticas foráneas, como parece ser ahora el caso entre tantos creadores de nuestra lengua, no hay que olvidar que sus conquistas, de haber empleado nuestro idioma, sustancialmente diferirían, como difieren las respectivas estructuras lingüísticas y el ritmo del habla común. Ocurre con ellas lo mismo que con las exquisitas recetas de otras cocinas. De nada vale, al fin y al cabo, conocerlas, aprender de memoria proporciones y procedimientos, pues al montar la olla debemos contar sólo con las vituallas que a diario conseguimos en nuestro propio mercado. La invención que desdeñe lo propio, lo que tenemos a mano, corre el riesgo de resultar desabrida por arbitraria.

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La sensación extraña de aproximarse a un poema como a un pueblo que, desde lejos, en la niebla se divisa. Puntos breves de luz que van encuadrándose hasta que se nos precisan en ventanas. Rectos pozos de enmarcada claridad: son ellos las estrofas. Es grato mirarlos de cerca e indagar qué hay allí, bajo la lámpara de cada rectángulo; pero también, jy cuánto más grato!, desde lejos preguntarse cómo será cada cosa allí y cuál de las formas será la verdadera, si ciertamente es a un pueblo adonde vamos, si no andamos errados .

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Hay poemas que se nos ofrecen como una partida de ajedrez interrumpida, en la cual el autor previamente ha tomado el cuidado de meditar para dejarnos su última jugada sellada. No los leemos por disfrute de goce alguno -también esto se ha vuelto anticuado- sino para preguntarnos por dónde nos va a salir el mate 

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El poeta trata de leer a Dios en su lengua original, convencido desde su nacimiento de que las ajenas traducciones muy poco sirven. El tema ineludible, el verdadero asunto poético de hoyes la absurda posibilidad de una devastación atómica, posibilidad cuya amenaza real se nos hace inseparable de toda sensación y de todo pensamiento. El hombre, cualquier hombre medianamente despierto, sufre en nuestros días el terror de ese riesgo, y más que nadie el poeta, puesto que él ha reivindicado desde la antigüedad su condición de pararrayos. No es necesario, sin embargo, que haya de referirse en cada línea al posible exterminio que a todos nos acecha. Le bastará con reconocer que en cualquier objeto que constituya el motivo de su atención, el ingrediente catastrófico está implícito en una medida completamente desconocida para los artistas de otras épocas. La noción apocalíptica ha pasado a ser, según esto, un extraño componente de nuestra modernidad .

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En todas las palabras de un poema ha de leerse siempre su necesidad, vale decir, que una por una deben convencernos de que están allí porque son más necesarias que otras no empleadas, incluso, lo que todavía es más complicado, son más válidas que el mismo silencio. ("En arte es difícil decir algo, que sea tan bueno como no decir nada", afirmaba Wittgestein). La necesidad constituye, pues, la principal brújula del poeta; ahora bien, nada ayuda tanto como la emoción para esclarecer lo que de verdad es necesario.

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El poeta tiene en común con la araña el arte de crear forma. Otros animales también obran así, como los pájaros al fabricar sus nidos o las abejas en su panal, pero en el poeta, como en la araña, la forma es segregada sin auxilio ajeno, en total soledad. La simetría con que la araña reproduce cierto orden innato, es la base de subsistencia de su especie, como también en el poeta prestablece el lenguaje una cierta simetría, que constituye una parte ciertamente vital para la pervivencia de todos. Al leer un poema, mi primera curiosidad consiste en averiguar la distancia que media entre el yo del hablante y el cuerpo genérico de las palabras. Se trata de una actividad de verificación, que para mi hábito de lector se ha vuelto imprescindible con los años. La distancia que verifico apenas guarda relación con la calidad del texto poético; casi siempre ésta es independiente de aquélla, y a lo sumo constituye un trazo de estilo, un modo de situarse ante el espacio propio del poema. Después obra en mí otra preocupación consecuente, a saber, la de averiguar si esta distancia elegida resulta justificada plenamente en el conjunto de la composición. (Pienso en Villon, el réprobo, hablando por la voz de su madre a Nuestra Señora de París, una distancia artificial, sin duda, pero que gracias a su genio se torna legítima y convincente). El ritmo, el tono, la precisión y todo cuanto contribuye a la exactitud verbal del objeto lírico, se me aparecen como resultantes de esa distancia y, más aún, del cuidado puesto al escogerla como la más conveniente a la hora de ordenar las palabras del poema. Ante un buen poema sabemos siempre a dónde nos conduce cada linea. Los momentos de su escritura aparecen plenamente realizados, se siente el dominio del autor y la prontitud para relacionar los elementos de su imaginación. Ello es tan cierto que, aun cuando nos muestre zonas más débiles, menos logradas, acertamos a deslindarlas y hasta nos hace excusarlas, porque siempre resulta suficientemente claro lo que se propone. El poeta poco diestro, en cambio, no logra sino enmarañarse en un ritmo soso, sin conseguir advertirnos a dónde quiere ir, de modo que preferimos abandonar la lectura antes de averiguarlo. El sentimiento es fecundo porque sólo él hondamente nos ilumina. El ingenio distrae , agudiza, afina: llega al cerebro, pero no al alma. Nos enriquece con un oro falso porque siempre deja las cuentas pendientes. "El sentimiento es todo -decía Goethe-, el hombre es sonido y humo". La recomendación de T. S. Eliot, según la cual es necesario dedicar a la poesía varias horas a la semana durante toda la vida, va dirigida al oficio del poeta, aliado artesanal, técnico, que en todo arte conviene conocer y dominar. Es la zona común que comparten el poeta, el pintor, el músico, con los pacientes artesanos, como tan lúcidamente analizara R. W. Collingwood en su libro Los principios del arte. Pero, como él mismo nos aclara, ello solo no es arte, no es la poesía. Se puede dedicar mayor tiempo que el aconsejado por Eliot, sin que el resultado por ello sea necesariamente artístico. Queda, pues, ese otro margen, la zona del daimon o del duende lorquiano, para el cual no hay fórmulas. Al abordar ese otro lado, el sabio Eliot, "monárquico, clásico y anglicano", según su conocida proclamación, quizá no haya dejado de pensar en el Salmo 127, de acuerdo con el cual, "todo éxito depende de la divina protección. Vano os será madrugar, acostaros tarde, y que comáis el pan del dolor; es Yavé el que a sus elegidos da el pan en sueños".

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El poema es una oración dicha a un Dios que sólo existe mientras dura la oración. 

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Eugenio Montejo (Caracas, 1938-Valencia, 2008) El taller blanco. Ciudad de México: UAM, 1996, pp. 229-242.