lunes, 28 de febrero de 2022

constantino cavafis / una noche en kalinderi


    Una noche de verano, una de ardientes noches de  agosto, en que en  la  casa  se  sentía fuerte el  gran  calor, decidí ir a Kalinderi a respirar un poco de aire puro y sentarme a tomar un café, si encontraba abierto el café de Andonis. 

    Kalinderi es una extensa playa entre Neojorion y Therapiá - no sé por qué,  pero Buyukderé (en griego Bathirriax) que  tanto admiran, me pareció siempre un lugar frío. 
    
    El camino real de Neojorion, que termina en Kalinderi, tenía cierto movimiento aquella noche. Era la noche del sábado y se hacían preparativos para el domingo. En todas las casas terminaban los aseos y los arreglos que habían comenzado en la mañana. Las ventanas de todas las casas se veían doradas por la luz, mientras que habitualmente otros días la aldea apagaba sus luces a las 9 1/2 y se iba a dormir. Circulaba mucha gente por el camino real y por las callejuelas - la mayoría bajaba al café del muelle, donde cada sábado en la tarde, las modistas del pueblo (es cosa sorprendente cuántas modistas hay en Nijori) muestran sus lujos. 

    Salí del camino real en cinco minutos y comencé a caminar por el hermoso Kalinderi. La noche era mágica... La luna llena extendía un manto plateado sobre las aguas del Bósforo; la costa asiática, al frente, brillaba con sus casitas blancas y  de cuando en cuando algún minarete, y parecía una graciosa escenografía de un teatro encantado. 
    
    El café de Andonis estaba abierto; pero no había muchos parroquianos. El muelle había atraído a  toda la gente. Al fondo del café, estaban sentados dos fumadores de narguilés, discutiendo sobre una herencia. Estaban bastante alejados y como no hablaban muy fuerte, sólo de tarde en tarde, cuando se acaloraban, me llegaba alguna frase: -"¡Ah, hermano, estás equivocado! La tan fina Froso (Dios la perdone a la  pobre, era una buena mujer) tenía sólo una casita, y cuando murió..." "¿Qué me dices? Así que la grande que agarró a Kostakis el guardacosta..." Y  de nuevo las voces bajaban de  tono. En  el  otro  extremo estaba sentado un matrimonio, un viñatero de Therapiá con su pareja. Éstos estaban callados. El hombre jugaba con un gran komboloi y parecía no desear conversación más divertida que el clic clic clic del komboloi; y a  veces el clicclicclicclic, cuando dejaba correr las cuentas de a ocho, de a diez de una vez.

    Elegí el mejor lugar del café - debajo de un árbol de grandes ramas. Y allí, acomodado en dos sillas, con el café a mi lado - café que sólo en la Polisse puede tomar -, decidí pasar dos horas en total tranquilidad, admirando la hermosa visión que la naturaleza desplegaba frente a mí.

    Una característica de la campiña bizantina es para sí su alegría. Sus valles, sus  arroyos, sus  colinas, sonríen siempre. Sus  brisas son  buenos espíritus de  consuelo y  ánimo. Por  más exhausto que  estés, por  más preocupaciones que te opriman, cuando sales a caminar por una llanura de la Polis, a  una playa, sientes que  te  has aliviado - el Alma de la Naturaleza Bizantina te susurra: "Dios provee". 

    La noche que describo tuve vívidamente esa impresión. Una  brisa suave soplaba sobre el Bósforo, removía su tersura y Je levantaba olas. Pero las olas del Bósforo no se parecen a las de otras aguas. No se ven como la expresión de un rostro malhumorado o envejecido. Cuando el Bósforo pierde su tersura y se encrespa, es simplemente porque se alegra, porque ríe. Es un dios de buen corazón y quiere la felicidad de los hombres y ama el buen humor. Por la tardecita, trae con  alegría - desde Besiktás hasta Kavakia, una buena distancia - a los caíques livianos en los que hay tanta risa y  tanta diversión, en  los  que  brillan ciertos ojos negros y  arden tiernos corazones, y se hacen tantos juramentos y se dan tantas promesas. ¿No habrá metido su mano también en las aventuras aquellas de Zeus con Europa?

    Total silencio reinaba a mi alrededor. Los que estaban hablando de la herencia se  habían ido.  La  otra  mesa seguía silenciosa. Una quietud tan grande, tan perfecta, me habría entristecido si yo me hubiera hallado en otra parte. Mientras que, por el contrario, en las costas del Bósforo me sentía lleno de buen ánimo -y permanecía en mi asiento deleitado confortado por muda armonía del silencio, interrumpido sólo de cuando en cuando por el aleteo de un pájaro, el murmullo de las aguas en la orilla o algún ruido de las tazas del cafetero. Los tres o cuatro farolitos que estaban colgados en algunos árboles del café, daban bastante luz para acompañar, sin dañar la tersura de la noche. En esa quietud, mi mente encontró descanso, y, bajo el influjo del panorama que estaba contemplando, mis pensamientos se hicieron optimistas y alegres, acompañados con la belleza feliz que me rodeaba.

    De  repente el silencio se  disolvió. Apareció un  bote  grande que avanzaba hacia Therapiá y en él iba cantando un grupo. Cantaban bien. No por cierto según todas las reglas de la música - los sencillos aldeanos que venían en la barca no tenían idea de las normas de los Conservatoires, como Orfeo, el que removía las piedras. Una canción que interrumpa -o mejor dicho, que  acompañe- el  silencio de una  noche estival, es  una  de  mis debilidades. Es la música natural. Creo que es la verdadera música del alma, así  como  el  inclemente estruendo del  piano del  salón  es  la música que trastorna los nervios. 

    "No lo llevéis a la tumba de prisa, 
    ¡que goce del sol todavía! 
    No lo llevéis de prisa, es una pena 
   -no alcanzó a sentir qué era la vida. 

    Ríe si quieres o vierte lágrimas; 
    todo es mentira en el mundo,
    todo mentira, todo sombras 

    Si aún queda una verdad,
    es el frío, la pobre tierra
    donde pasan nuestras penas y alegrías".

    Sentí un fuerte rechazo. Esperaba una canción jovial, varonil, llena de alegría y vida, una de esas gallardas canciones que engendra la fértil y vivaz costa del Bósforo. En vez de eso, estaba escuchando en esos simples y poco trabajados versos - productos de la musa de algún poeta de aldea - un amargo lamento sobre lo vano de las cosas, aquella antiquísima queja del hombre que sufre: "todo mentira, todo sombras". 

    A mi alrededor, las flores seguían vertiendo su fragante elocuencia; las  aguas seguían riendo y  corriendo como  si  se  marcharan presurosas a felices tierras lejanas; el cielo continuaba presentando la grandeza de su paz -todo en armonía y conforme a una secreta promesa de absoluta felicidad. 

    Y mientras tanto, las voces de los cantores no vacilaban en elevarse melancólicas y  atrevidas, como una  protesta contra la encantadora pero engañosa hermosura del mundo. 

    Ríe si quieres o vierte lágrimas; 
    todo es mentira en el mundo, 
    todo mentira, todo sombras 

    Si aún queda una verdad, 
    es el frío, la pobre tierra 
    donde pasan nuestras penas y alegrías". 

    Callaron los cantores y la barca comenzó a alejarse. Pero también se alejó con ella mi buen ánimo. El aire me pareció un poco húmedo, y me paré y di unos pasos. En un lugar donde no soplaba la brisa, prendí un fósforo y vi la hora. Medianoche. Justamente en aquel momento una nube negra, que hacía rato avanzaba desde el horizonte, ocultó a la luna. Me pareció como un telón que caía. 

    Tomé de nuevo el camino a la aldea. La hallé en profundo  sueño. En el camino real, soledad. Sólo me encontré con el  viejo sereno, que con su bastón marcaba la hora en el suelo - medidor impasible del Tiempo. 

***
Constantino Cavafis (Alejandría, 1863-1933). En Byzantion Nea Hellás N°22, 2003, pp. 147-158. Traducción de Miguel Castillo Didier.