lunes, 1 de julio de 2024

eduardo milán / errar


DECÍA: escritura es superficie. Pero no decía que era superficie reflejada, superficie refractada, doble superficie. Plano y de una plenitud de espejismo, este desierto señala una nueva condición vacía. Señala también su margen, un margen que comienza a contarse por la posibilidad de oír una voz. Entre esa voz —posibilidad emergente de una entrada de mar en la escritura— y el desierto como metáfora de una soledad muda hay un vagabundeo de alguien que, por falta de otro nombre, llamamos poeta. Ahí está, en un espacio virtual y transitorio, no como un pez en el agua. Habría que insistir en el desierto ya que en el desierto lo único posible es insistir. Insistir: estar en estado de absoluta disponibilidad. No es posible clamar en el mar, pero es posible reclamar en el desierto. Reclamar: estar en estado de escucha. Estado de escucha es también estado de alerta, es tado de alas levantadas en el medio, un estado por volar —sin jamás aspirar a pájaro, esa figura sin raíz—. Ninguna libertad sin la raíz, el pájaro es libertad aparente, producto de un valor que encuentra su uso en la separación de todo suelo. Alas son alejamiento, promesas de rupturas con la tradición. “El valor de volar” no es un coraje libertario: es un simple juego de metátesis, un intercambio de letras en el comercio de la frase, la instalación de una economía de trueque, el medioevo del discurso. Escribir es no alejarse de la posibilidad de la voz por venir y bienvenida. Escribir es escribir después de Auschwitz, es asumir la suma de las cenizas en el viento del desierto sin temer al humor de las palabras, la ironía del creador. Es ser judío de día y esperar bajo el sol. Es tener historia. “Is to have or nothing” (Wallace Stevens).

Leer a Edmond Jabès. Y tomar contacto con la liviandad de la arena, con la aridez de una propuesta desolada que encuentra consolación al asumir su propia ausencia. La propia ausencia es la ausencia del poeta que ahora no lleva comillas porque ya no es titular de su habla. El vacío ya no es el vaciamiento ni del cuerpo ni del alma, sino el vaciamiento del propio nombre, el vaciamiento de la función. Dejar de ser para ser hablado. Ésa sería la forma de reencontrarse con el origen que está más allá del nacimiento, encontrar el origen hacia atrás. Escribir sería entonces retroceder infinitamente hacia el final. Sería alejarse hasta el principio, una manera de morir antes. Esta forma de viaje al revés es una manera de reverse, de cortar de un solo tajo la propia vida en el momento de la palabra. Escribir es siempre plantearse una estética de negación de la propia vida, reafirmar una suerte de no seguimiento. Deteniendo la duración, escribir es resistir. Toda escritura nace de una herida que nunca cicatriza porque su abertura es la posibilidad de la escritura. 

¿Es este discurso una forma más de mixtificación? ¿Responde a una propuesta de empezar de nuevo, de tirar la escritura del mundo por la borda del abismo? Tal vez sería una propuesta de comienzo pero nunca de final, una propuesta de repoblación. Sucede justamente allí, en el desierto, ese lugar o no-lugar donde la posibilidad de la analogía es total o no existe. No es una propuesta de creación de la nada porque supone siempre un sujeto, no de la escritura sino del mundo. El hombre está y es errante. Sólo que no tiene palabras y su continuo vagabundeo permite eludirlas, dejando pasar solamente las palabras que no le pertenecen. Rechaza entonces el lugar de la apariencia, porque la apariencia impide la llegada de las palabras. ¿Rechaza el mundo? No, rechaza una forma del mundo donde las palabras en apariencia están encarnadas secularmente. Es sólo un gesto: la gesticulación de la mano cuyo vaivén parte aguas. Es un hombre alimentado por un deseo principal, el deseo del desierto, cuya posibilidad de satisfacción es sólo un sueño de escritura.

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Eduardo Milán (Rivera, 1952) En suelo incierto, ensayos (1990-2006). Ciudad de México: FCE, 2014, pp. 17-18.