lunes, 8 de agosto de 2022

ben lerner / de "el odio a la poesía"


    En la clase de Literatura Inglesa de noveno la señorita x nos mandó memorizar y recitar un poema, así que fui a pedirle a la bibliotecaria del Instituto de Topeka que me indicara el poema más corto que conociera, y ella me sugirió «Poesía» de Marianne Moore que, en su versión de 1967, dice así: 

        A mí también me desagrada.
             Al leerla, sin embargo, con el más completo
                 [desdén hacia ella,
             uno descubre que, a fin de cuentas, en ella hay
                 [un espacio para lo genuino.


    Recuerdo haber pensado que mis compañeros eran unos pringados porque la mayoría había memorizado el soneto xviii de Shakespeare, mientras que yo sólo tenía que recitar treinta y una palabras. No importaba el hecho de que, gracias a su esquema métrico y al pentámetro yámbico, resultara más fácil memorizar catorce líneas de Shakespeare que tres de Moore, en cada una de las cuales había un adverbio conjuntivo que las interrumpía, un paralelismo confuso que básicamente constituye su forma. Esto, unido a los casos de indeterminación en los que aparece el pronombre ella, hace que Moore suene como un cura que se ve obligado a admitir a regañadientes que la sexualidad tiene su función al tiempo que intenta evitar usar la palabra en sí, un efecto que se amplía gracias al encabalgamiento deliberadamente torpe entre el segundo y el tercer verso («ella / uno»). De hecho, «Poesía» es un poema bastante difícil de retener en la memoria, como bien demostré recitándolo mal en cada una de las tres oportunidades que me dio la señorita x, que no dejaba de mirar al texto mientras mis compañeros se partían de risa.

    Mi desdén hacia la tarea fue, a fin de cuentas, incompleto. Incluso ahora sigo citando mal el segundo
verso. Acabo de buscar en Google el poema y he tenido que corregir lo que escribí arriba, pero ¿quién podría olvidar el primer verso? «A mí también me desagrada» se viene repitiendo en mi cabeza desde 1993. Cuando enciendo un portátil para escribir o un libro para leer, lo escucho con mi oído interno:

    A mí también me desagrada. Cuando un poeta es presentado (yo incluido) en un recital, independientemente de lo que le oiga recitar, escucho: A mí también me desagrada. Cuando doy clase, básicamente lo canturreo. Cuando alguien me dice —como han hecho muchos— que no entiende la poesía en  general o mi poesía en particular, y/o que cree que la poesía ha muerto: A mí también me desagrada. A veces, este estribillo parece una reflexión de signo negativo y otras veces una especie de afirmación maníaca, como un mantra, lo más cercano que conozco a una plegaria incesante.

    «Poesía»: ¿Qué clase de arte asume la aversión de su audiencia? ¿Y qué clase de artista se hace cómplice de esa aversión, alimentándola incluso? Un arte odiado tanto desde fuera como desde dentro. ¿Qué clase de arte tiene como condición para su existencia que la gente sienta hacia él un completo desdén? E incluso leyéndola con desdén, no se alcanza lo genuino. Sólo es posible hacerle espacio, y aun así no se encuentra el verdadero poema, el auténtico objeto.

    Cada pocos años aparece un ensayo en alguna publicación convencional que arremete contra la poesía o proclama su muerte, a menudo culpando a los poetas actuales por la relativa marginación de este arte. Entonces sus defensores incendian la blogosfera antes de que la cultura —si es se puede llamar cultura— dirija su atención —si es que se puede llamar atención— de nuevo hacia el futuro. Pero, ¿por qué no nos preguntamos qué tipo de arte se define —ha sido definido durante milenios— en función de ese ritmo alternante entre denuncia y defensa? Hay mucho más consenso en el odio a la poesía que en la propia definición de lo que realmente es la poesía. A mí también me desagrada, y sin embargo he organizado mi vida en gran medida en torno a ella (si bien con mucha menos disciplina y competencia que Marianne Moore), pero no vivo esto como una contradicción puesto que la poesía y el odio hacia la poesía son para mí —y quizás también para ti— inextricables. 

    Caedmon, el primer poeta en lengua inglesa de cuyo nombre tenemos constancia, aprendió el arte de la canción en un sueño. Según la Historia de Beda, Caedmon era un vaquero analfabeto que no sabía cantar. Cuando, durante alguna celebración, se decidía que cada uno tenía que contribuir por turnos con una canción, Caedmon se retiraba avergonzado, quizás alegando que tenía que ir a cuidar del ganado. Hasta que, una noche, alguien trata de pasarle a Caedmon el arpa después de la cena, y él huye al establo. Allí, entre los ungulados, se queda dormido y recibe la visita de una figura misteriosa, probablemente Dios. «Tienes que cantarme», le dice Dios. «No sé», responde Caedmon (aunque no con estas palabras), «por esa razón estoy durmiendo en el establo en lugar de libar hidromiel con mis amigos junto al fuego». Pero Dios (o quizá era un ángel o un demonio, el texto es impreciso) sigue reclamando una canción. «¿Pero qué debería cantar?» pregunta Caedmon, a quien imagino desesperado
entre fríos sudores en plena pesadilla. «Canta el principio de las cosas creadas», le indica el visitante.

    Caedmon abre la boca y, para su asombro, al hacerlo brotan de ella versos magníficos alabando a Dios. Así, Caedmon despierta convertido en poeta, y con el tiempo se hará monje. Pero el poema que canta al despertarse no es, según Beda, tan bueno como el que cantó en el sueño, «puesto que a los cantares, por bien compuestos que estén, no es posible trasladarlos de una lengua a otra, palabra por palabra, sin que se pierdan su gracia y su valía». Si esto es cierto por lo que se refiere a la traducción en el mundo de la vigilia, lo es doblemente en el caso de la traducción en sueños: el poema que trae Caedmon a la comunidad humana es necesariamente un mero eco del primero.
    
    Allen Grossman, cuya lectura de Caedmon estoy pirateando aquí, extrae de esta historia (y hay muchas versiones de ella) una dura lección: la poesía surge del deseo de llegar más allá de lo finito y lo histórico —el mundo humano de la violencia y la diferencia— y de alcanzar lo trascendente o lo divino.

    Uno se siente movido a escribir un poema, se siente llamado a cantar, por ese impulso trascendental.

    Pero en el momento en que uno pasa de ese impulso al poema en sí, el cántico de lo infinito se ve comprometido por el carácter de finitud que condiciona su creación. Los versos que uno sueña pueden derrotar al tiempo, las palabras pueden liberar a la historia de su realización, puedes representar lo que no puede ser representado (por ejemplo, el concepto de representación en sí), pero al despertar, cuando uno vuelve a sentarse con sus amigos junto a la hoguera, se regresa al mundo de los hombres, con su lógica y sus leyes inflexibles.

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Ben Lerner (Topeka, 1979) El odio a la poesía. Trad. Elvira Herrera Fontalba. Barcelona: Alpha Decay, 2017. Extracto.