lunes, 25 de julio de 2022

mario montalbetti / lo que no cabe es la forma


    Según Herta Müller (1), si uno despega las palabras de las cosas, uno se topa con la nada. No con los especímenes de nada que encontramos sueltos en la naturaleza (el abismo, el hueco, los orificios) sino con una nada nueva en tanto ella sólo es posible con la ayuda del lenguaje. Podemos generalizar, entonces: no despegar solamente las palabras de las cosas sino todo el lenguaje del mundo. 

    Ese es el truco de la prosa. La prosa nos hace ver la nada entre nuestro lenguaje y el mundo. Esa nada puede moldearse como moral, psicológica, política, utópica, pero el signo de la prosa siempre será jugar con el desfase entre lenguaje y mundo, con esos intersticios que nos permiten ver la nada como la argamasa madre de nuestra condición. 

    Ese mismo truco no es suficiente para el poema. El poema lo emplea, sin duda, pero el truco se agota con los límites de la metáfora. La metáfora es la muerte natural del poema y no su condición esencial. Si vemos el poema como un ente esencialmente metafórico, entonces, si el esquema general de la metáfora es [a es x] el poema (a) promete un x que sistemáticamente incumple. La metáfora genera un efecto, es cierto, que creemos imprime trascendencia, que suponemos lleva hacia otro lugar, pero el poema mismo sucumbe a su propio efecto y termina ardiendo en la gran hoguera de la interpretación. Lo único que resta es «perder el poema»—o como dijo Wittgenstein, uno debe arrojar el poema (la escalera en su caso) una vez que el efecto ha planteado su promesa. Pero la figura del poema-como-escalera permanece románticamente inexplicada. 

    Badiou lo expresa en estos términos: «el poema es una promesa que no debe ser mantenida» (2). No debe o no puede, el resultado es similar —pero, ¿qué hacemos con el poema mismo? 

    Hay una expresión que usamos cotidianamente que es la de dar un paso en falso. Un paso en falso es normalmente entendido como un fallo, como un error de dirección. Si seguimos por ahí, fallamos. Pero fijémonos en el caso literal. Dar un paso en falso es poner un pie sobre una superficie que no está donde creíamos que estaba. Caminamos por la acera y queremos cruzar la calle y no notamos el sardinel que media entre acera y calle. El paso termina encontrando una superficie, pero no es la esperada.

    Un poema es un paso en falso en este preciso sentido. La superficie, el lugar, al que va, y sobre el que uno espera que se pose, no está en su lugar sino en otro. Es así que incumple su promesa—pero termina cumpliendo otra, de la que no teníamos noticia. Contentarse con la metáfora es contentarse con la promesa misma, sin averiguar dónde está la tierra prometida o en qué consiste. Una interpretación (que, de paso, tiene la misma forma general que la metáfora: [a es x]) no satisface plenamente aquí porque siempre deja un resto insondable. Toda interpretación, especialmente las más interesantes, duda de sí misma, ofreciendo sin convicción borrosas visiones metafísicas de x—y se recoge en la promesa como goce precario.

La metáfora, como la mentira, tiene patas cortas

    El tema de fondo de todo esto es la creencia tenaz de que las palabras (del poema) nombran cosas (allá afuera en el mundo). Y regresamos al truco de la prosa, a ver la nada que se abre cuando despegamos el lenguaje del mundo. Pero mientras la prosa puede refugiarse en, o contentarse con, «haber contado una buena historia» o «haber imaginado un orden ético distinto», nada de eso funciona con el poema. La eticidad del poema no es con el mundo sino con el lenguaje mismo y su labor no es la de contar historias.

    El poema despega el lenguaje de otra manera—y ésta es, pienso, su diferencia mayor respecto de la prosa. El poema despega al lenguaje de sí mismo; no del mundo. Y lo que entrevemos no es la nada prelingüística ni la nada de la prosa sino algo muchísimo peor.

    Sospechamos, y con razón, que el poema no es lo que es y nada más. Foucault lo expresa claramente: en el poema «el lenguaje… no dice lo que dice» sino «otra cosa» (3). Hasta aquí el triunfo de la metáfora parece imponerse inicialmente: a es x. El poema (a) es (o apunta hacia) otra cosa (x). Pero el riesgo que sigue es casi inevitable, el riesgo de tomar al poema como un objeto trascendente. Y la pura trascendentalidad del poema lo fetichiza al punto de desinteresarnos soberanamente de x, de la «otra cosa» que supuestamente el poema está llamado a desvelar. El desinterés (o falta de curiosidad) se acentúa cuando declaramos que x es «innombrable» y que lo que hace el poema es «nombrar lo innombrable». La historia de nuestros mejores poemas sería una lista de nombres de lo innombrable. El propio Badiou cede a esta tentación («La poesía es la creación de un Nombre-del-ser anteriormente desconocido» (4). Con ello, la trascendencia deseada (pero inexplicada) del poema termina sellándose.

¿Y si no se trata de nombres?

    A la supuesta trascendencia del poema podemos oponerle una vía que un simple litotes permite. El poema no es trascendente sino no inmanente. Su no-inmanencia garantiza la idea foucaultiana de que el poema no es sólo lo que es (no dice lo que dice, sino otra cosa), al mismo tiempo que rechaza ese otro lugar innombrable al que el poema nos lleva. Pero si es así, entonces ¿qué es x—dónde está?

    La respuesta es simple aunque sus consecuencias no lo sean. En efecto, el poema lleva hacia otra cosa, pero esa otra cosa es el poema mismo. El poema se despega del lenguaje para no ser lo que es. El poema sale de sí mismo solamente para regresar a sí. Ese es el paso en falso. Pero cuando el poema regresa a sí mismo, regresa trufado por ese desdoblamiento, de tal forma que cuando se reúne consigo mismo, el resultado es un objeto inevitablemente desdoblado, des-idéntico. En términos platónicos, el poema no nos lleva a la cosa-misma (a la Idea) sino a la misma-cosa (al poema mismo). El poema describe una parábola que lo despega de sí mismo solamente para estrellarse contra sí mismo.

    Hay un episodio temprano de la serie La dimensión desconocida (5) en el que un grupo de astronautas se embarcan en un vuelo interplanetario. La nave sufre desperfectos y los astronautas, desorientados, deciden efectuar un aterrizaje de emergencia en el primer lugar que tienen cerca. La nave cae en un paraje inhóspito y desértico. Luego de una serie de incidentes (la mitad de la tripulación muere en el aterrizaje, la otra mitad se pelea por oxígeno y agua) sobrevive uno solo de los astronautas quien decide explorar los alrededores. Sube una pequeña colina y se encuentra con unos postes de teléfono y un cartel que da la bienvenida a Reno (Nevada, USA). La nave había caído de vuelta sobre el planeta Tierra.

    Algo similar le ocurre al poema en su viaje para desdoblarse de sí mismo: se estrella contra sí mismo y «conoce el lugar por primera vez».
    
    El poema es, entonces, el arte de la distancia del lenguaje consigo mismo. Aún mejor sería decirlo así: el poema es el arte de la distancia del lenguaje consigo mismo.

    La consecuencia inmediata de esto es que el poema es un objeto (tal vez el único de cierto interés) para el que no se cumple el Principio de no Contradicción de Aristóteles. El poema es un objeto tal en el que se da [a & –a]. He repetido varias veces un hermoso haiku de Ikkyu, pero lo repetiré una vez más porque ilumina singularmente este punto:

    Una barca es y no es.
    Cuando se hunde
    ambas desaparecen.

    Fijémonos bien en lo que ilumina: cuando la barca, que es y no es, se hunde, ambas desaparecen. Primero, una misma barca es ambas. Segundo, cuando esa única barca se hunde, no queda ninguna, en especial la que no es. Es decir, no queda aquello a lo que supuestamente nos conduce la versión metafórica del poema. El poema es en su ser y en su no ser juntos, reunidos en un solo objeto imposible. No hay forma de tirar la escalera de Wittgenstein para abrazarnos a lo que deja ver sin ella. Si arrojas a, arrojas x al mismo tiempo. Y, finalmente, tercero: este desdoblamiento des-idéntico del poema (que es y no es) es constitutivo del objeto mismo y no de un perspectivismo subjetivo.

    Claro, la cuestión es definir cómo hace el poema para despegarse del lenguaje—qué fuerzas, torsiones, presiones emplea para hacerlo. Si no se trata de nombrar (de «nombrar lo innombrable»), si, como decíamos, no se trata de nombres, que son los instrumentos primarios de la metáfora, entonces se trata de confrontar aquello que no es metaforizable.

    Hay dos cosas que no son metaforizables. La primera es la metáfora misma: no hay metáfora de una metáfora o, lo que es lo mismo, la metáfora no es nombrable. Tiene patas cortas. Esto probablemente se sigue del hecho de que la metáfora no debe ser tratada como sustitución sino como predicación. En efecto, cuando decimos el tiempo es oro no queremos decir que el significante «tiempo» es sustituible por el significante «oro» (adversus Lacan). Lo que hacemos es predicar de «tiempo» uno (y sólo uno) de los rasgos asociados a «oro». Decir el tiempo es oro es decir que el tiempo es valioso, no que el tiempo es amarillo, ni que es un metal, ni que es soluble en agua regia. Por lo tanto, parece evidente que lo que está en juego no es sustitución sino predicación. Ahora bien, si la estructura de una meta-metáfora sería «[c es [a es b]]» (donde [a es b] es una metáfora) parece imposible forzar que dicho segmento, [a es b], predique algo de [c]. Si no hay predicación sino, aquí sí, posiblemente sustitución, no es extraño que no haya metáfora de la metáfora.

    La segunda imposibilidad de metaforización concierne a la sintaxis. «La sintaxis no es poetizable» escribió Badiou cuando analizaba poemas de Mallarmé (6) . Aquí también, esto equivale a decir que la sintaxis no es nombrable, la sintaxis no tiene nombre. Pero este caso me parece más interesante que el anterior. El poema no puede decir nada de la sintaxis, de la sintaxis que emplea para articularse. Sólo puede mostrar sus efectos. Por eso es tan importante ese grupo de poemas que César Vallejo escribió en setiembre de 1937, apenas 7 meses antes de su muerte, porque en varios de ellos Vallejo razona la relación del poema con la sintaxis. El poema central de este grupo es, sin duda, «La paz, la avispa, el taco…» en el que la sintaxis ha sido abolida (casi, hay remanentes como pecios de un naufragio) y la falta de articulación entre los significantes no hace sino evidenciar el peso imposible que la sintaxis tiene en todo esto. Al tratar de despegar la sintaxis de las palabras Vallejo crea un engendro singular, una nada muy distinta—que ha tratado de ser paliada por algunos comentaristas diciendo que se trata de un «poema experimental».

    Si la metáfora es el límite muerto del poema, la sintaxis es su límite vivo. Entre ambos límites, asoma este objeto imposible que es el poema: el objeto que es y no es a la vez, el objeto que se zurra en el Principio de no Contradicción. Pero no como un alarde gestual anti-aristotélico, sino como necesidad intrínseca. El poema es esa contradicción: a = –a. 

    No se trata de nombres, por lo tanto. Todos los nombres (nombrables e innombrables) como destilados metafóricos del poema caben dentro de él sin problema. Lo que no cabe (en el poema) es la forma.

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(1) H. Müller, “Cada lengua tiene sus propios ojos”, en El rey se inclina y mata, Siruela, Madrid 2011, p. 11
(2) A. Badiou, “El método de Rimbaud…”, en Condiciones, Siglo XXI editores, Buenos Aires 2002, p 121.
(3) M. Foucault, ¿Qué es usted, profesor Foucault?, Siglo XXI editores, Buenos Aires 20013, pp. 44-5.
(4) A. Badiou, L’antiphilosophie de Wittgenstein, Nous, Basse –Normandie 2009, p. 46 (la traducción es mía).
(5) Temporada 1, episodio 15 (“I shot an arrow into the air”) de 1960, dirigido por Stuart Rosenberg, cuyo título proviene de un poema de H. W. Longfellow.
(6) A. Badiou, “Philosophie et poésie : au point de l’innommable” en Que pense le poème ?, Nous, Caen 2016, p. 75

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Mario Montalbetti (Callao, 1953) En: Armando Salgado y Octavio Gallardo (comp.) Estrategia del poema. Michoacán/Santiago: Bitácora de vuelo ediciones, 2020, pp. 65-72.