lunes, 17 de abril de 2023

valerio magrelli / los ensayos de los poetas


Es una idea mía muy antigua; no obstante, la reimpresión de un extraordinario libro de Wystan Hugh Auden, Iconografía romántica del mar (a cargo de Gilberto Sacerdoti, Quodlibet), logró que volviera a mí con mayor fuerza. En esencia, se trata de esto: ¿por qué, durante el siglo XX, algunos de los máximos poetas de los más diversos países fueron al mismo tiempo grandes ensayistas? En otras palabras, ¿es posible que un cierto nivel de profundización intelectual sea propio de quien escribe versos, más que de quien escribe prosa?

Es inútil decir que este planteamiento puede parecer superficial, lo que justificaría de inmediato reservas bastante comprensibles. Sin embargo, me gustaría tratar de desarrollar esta sospecha (ni siquiera me atrevo a llamarla hipótesis) a partir de una observación elemental. Me refiero al hecho de que, como es obvio, la escritura de las novelas exige una inmersión e inversión psíquica, intelectual, emocional, mucho mayor –al menos en el plano estrictamente temporal– que la inspiración en la redacción de poemas. Por otra parte, alguien dijo que la actividad de quien escribe versos se parece a la del cazador furtivo, al cazador sigiloso, oculto, atento para aprovechar el momento justo para golpear a la presa…

Naturalmente, también en este caso sería más que lícito plantear una serie de objeciones, a partir del hecho de que la poesía no es obligatoriamente de naturaleza lírica. En efecto, existe una rica tradición, incluso moderna, relativa a la épica. Por citar algunos ejemplos, pensemos en la novela en verso del australiano Les Murray, Fredy Neptune, largo poema publicado por Jano en dos volúmenes en 2004, o en algunas obras del caribeño, Premio Nobel, Derek Walcott, como Omeros, traducido por Adelphi en 2003. Si el primer texto contiene 839 páginas, el segundo alcanza arriba de las 584… Por no citar también, viniendo a nosotros, la novela en verso de Attilio Bertolucci, El dormitorio, igualmente en dos volúmenes, descontinuado de Garzanti en los años ochenta. Trabajos de este género, inútil precisarlo, requieren un empeño y un compromiso comparable al proyecto de escribir una novela en prosa. Sin embargo, no hay duda de que, a partir del siglo XX, estos inmensos astilleros de la poesía constituyen más bien la excepción que la regla. Tomemos entonces como válida la imagen inicial del poeta cazador-recolector, respecto al narrador agricultor, y empecemos a adentrarnos en el Panteón de nuestros héroes imaginando que ellos utilizaron la mayor disponibilidad de tiempo libre para dedicarlo a estudios de carácter crítico.

Podrían ser tres las divinidades que guíen este breve viaje, estrellas que, pertenecientes al universo poético del siglo pasado, se revelaron capaces precisamente de brillar también en el firmamento del ensayo francés, anglosajón y alemán: se trata sucesivamente de Paul Valéry, Thomas Stearns Eliot y Gottfried Benn. Partiendo de su ejemplo, quisiera proponer la obra de otros cinco poetas que recogieron su herencia, imponiéndose, además de como líricos, como intelectuales en el sentido más amplio del término.

Empezaré, como ya se ha dicho, por Auden, para continuar con Anne Carson, Octavio Paz, Yves Bonnefoy, Joseph Brodsky y Wisława Szymborska. En otras palabras, un inglés que se mudó a los Estados Unidos y que después vivió largo tiempo en Europa; una canadiense estudiosa de filología y antropología, más tarde profesora de letras clásicas en Princeton y traductora del teatro griego; un mexicano, Premio Nobel, que fue embajador en la India y que recorrió medio mundo; un francés muy francés; un apasionado poeta de la Rusia soviética que huyó a Viena, invitado precisamente por Auden, para radicar después en los Estados Unidos, donde obtuvo el Premio Nobel; una escritora polaca, también Premio Nobel, implacable como fumadora, así como observadora del mundo. Lo que me propongo hacer, repito, es tratar de mostrar cómo estos trabajos poéticos han ido de la mano con la escritura de ensayos que, en algunos casos (aunque no diré cuáles), probablemente han superado la misma obra en verso.

Esto lo confirma brillantemente Iconografía romántica del mar, escrito en 1949 con el objetivo de “comprender la naturaleza del romanticismo a través del análisis de su manera de abordar un único tema, el mar”. La amplitud de los temas abordados es extensa, y no sólo atiende a los autores directamente estudiados, es decir, Wordsworth, Melville, Cervantes y Baudelaire. Redactado inmediatamente después de la horrenda tormenta de la Segunda Guerra Mundial, The Enchafèd Flood (expresión extraída del Hamlet shakespeariano) está lleno de referencias literarias, filosóficas, teológicas, pero siempre en el fondo el hecho de que el mar constituyó para los antiguos una presencia espantosa. No por nada, en su visión del nuevo cielo y de la nueva tierra esperados al final de los tiempos, el autor del Apocalipsis garantiza que para entonces, finalmente, no habrá más océano.

Lo que llama la atención en el libro, repito, es sobre todo la amplitud de su horizonte cultural. Un ejemplo entre todos es el que lleva a Auden, desde las primeras líneas, a hacer una afirmación como mínimo audaz. Según el poeta, tres son los cambios revolucionarios de la sensibilidad que ha conocido la civilización occidental en los últimos dos mil años: la invención del amor cortés, el ocaso de la alegoría como género literario popular y el nacimiento del romanticismo. Si el primer y el último punto resultan comprensibles, el segundo, más oscuro, se refiere en cambio a un conjunto de acontecimientos que hacia el siglo XVII llevaron a una profunda transformación del pensamiento. Con el triunfo de la revolución científica, la matematización de lo real y la derrota de las grandes filosofías de la naturaleza, desapareció una ilustre forma del conocimiento, analógica y cualitativa. Junto a ella, como una inmensa Atlántida, se inauguró una tradición milenaria y terminó, también a nivel popular, el complicado arte de la alegoría, de los emblemas, de las iconologías, lleno de alusiones internas y referentes a un universo caracterizado por una continua circulación de significados.

Después de Auden, y siguiendo el orden preestablecido, es turno de la poeta canadiense Anne Carson, de quien acaban de salir dos libros: Economía de lo que no se pierde, traducido por Patricio Ceccagnoli y con prefacio de Antonella Anedda (Utopia Editore), y Autobiografía de Rojo, novela en verso traducida por Sergio Claudio Perrone (La Nave di Teseo). Detengámonos en el primero, un  maravilloso ensayo que parte de una palabra de Paul Celan, unverloren, es decir, “lo que no está completamente perdido”. Para el poeta de lengua alemana, este término se refiere al lenguaje poético. Aproximando con un giro asombroso dos categorías lejanas entre sí, como lo son la economía y la escritura, Carson imagina un encuentro entre el mismo Celan y Simónides de Ceos. Este poeta lírico griego, que vivió en el siglo VI a.C., fue el primero en hacerse pagar por sus obras, recibiendo, con ello, violentas acusaciones de avaricia. De este modo surge la interrogante sobre cuál es el papel de la poesía en un mundo basado en el beneficio. De ahí la pregunta planteada en el texto y que resume perfectamente otra poeta como Anedda: “¿Cómo interrogar la realidad y la irrealidad del dinero, la visibilidad y la abstracción del concepto de mercancía frente a la realidad-irrealidad de la palabra?”.

Pero vamos a detenernos, aunque sea a regañadientes, para trasladarnos a América central y pasar a Octavio Paz. También para él son válidas las consideraciones que hasta aquí han sido formuladas. Nos encontramos ante un monstruo de la cultura y apasionado intelectual, capaz de desplazarse con la misma maestría de la antropología a la crítica literaria, de la sociología a la historia del arte, de las vanguardias históricas al misticismo barroco. Nacido en la Ciudad de México en 1914, Paz fundó –con tan sólo diecisiete años– la revista Barandal, lugar de encuentro entre literaturas hispanoamericanas y europeas, como primer esbozo de la futura y celebrada Vuelta. Siguiendo el consejo de Pablo Neruda, cónsul de Chile en México, abrazó la carrera diplomática y, después de una estancia en Japón, se convirtió en embajador de su país en la India, cargo del que dimitió en 1968 como protesta contra la masacre ocurrida antes de las Olimpiadas que se celebraron en México.

En cuanto a su producción de ensayos, me limitaré a recordar un libro fundamental sobre la historia de México (El laberinto de la soledad), un estudio capilar sobre una gran poeta mexicana del siglo XVII (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe) y un volumen dedicado al poeta portugués Fernando Pessoa (El desconocido de sí mismo). ¿Es suficiente? Tal vez hace falta su obra maestra, El castillo de la pureza, un análisis crítico de la obra de Marcel Duchamp. ¿Cómo es posible abrazar temas tan dispares? Es el propio Paz quien responde y lo hace con una comparación intrépida: si el barroco y la vanguardia están unidos por el formalismo, no debe sorprendernos la similitud entre los principios conquistados por el arte del siglo XVII y El Gran Vidrio de Duchamp.

Y ahora vamos con Yves Bonnefoy, desaparecido cinco años atrás, a los 93 años, en París, y de quien apenas Saggiatore sacó la antología poética La sciarpa rossa, a cargo de Fabio Scotto. También en este caso tenemos a un autor que, además de títulos de poesía, compuso ensayos que van desde la crítica de arte a la historia de la literatura, con trabajos sobre Giacometti, Piero della Francesca, Ariosto, Shakespeare, Leopardi y Baudelaire ―también hay que señalar que estuvo al cuidado del Diccionario de mitologías, publicado en tres volúmenes por Rizzoli en 1989. Nacido en Tours, Bonnefoy estudió filosofía (primero en la Sorbona, luego con Gaston Bachelard) y se acercó al surrealismo, estrechando amistad con escritores y artistas como Paul Celan, André Frénaud, Balthus, Pierre Klossowski y Philippe Jaccottet (el poeta suizo que falleció hace algunos días). En 1981 fue designado para la cátedra de “Estudios comparados de la función poética” en el Collège de France. Un dato curioso: en la novela de Leonardo Sciascia Cándido o un sueño siciliano aparece precisamente Bonnefoy (autor, no por casualidad, de un texto titulado Un sueño tenido en Mantua, traducido por Sellerio). Entre sus lecturas preferidas se encuentran, por un lado, Plotino, Hegel, Kierkegaard y, por otro, Dante, Racine, Bataille, y muchos textos antiguos como el Popol VuhEl libro de los muertos egipcio o el Kalevala finlandés. Sin embargo, este vínculo entre poesía y filosofía no debe hacernos olvidar la riqueza de sus obras en prosa, ya que Bonnefoy ofreció contundentes pruebas de lo que se podría definir dentro del genero “ensayo narrativo”.

Si pensamos en el ensayo publicado en 1991, Alberto Giacometti, quizás merecería el apelativo de “novela”. Basta con citar un pasaje: un día el pintor se quedó en casa de una amiga para cuidar de su hijo. Al regresar, la mujer los encontró en un silencio glacial. “¿Qué pasó?”, preguntó. “No quiso dibujarme un conejo”, dijo el niño entre lágrimas. “No sé dibujar un conejo”, respondió sombrío el improvisado niñero. Oculta al final del libro, de alguna manera la anécdota constituye su núcleo. A decir verdad, todo el libro no es más que un brillante relato de esta incapacidad de representar la vida común. Pero si un artista no puede dibujar conejos y rechaza el llamado de la realidad, ¿cuál sería el objeto de su arte? La respuesta está precisamente en la perspectiva del poeta-biógrafo, quien, a través del doble registro psicoanalítico y fenomenológico, entrecruza la vida de Giacometti con su pintura.

Entre sus escritos sobre arte y literatura, destacan también Comentarios sobre la mirada (Donzelli, 2003) y El digamma (ES, 2015), además de Poesía y fotografía (O barra O, 2015). Una mención aparte merece Roma, 1630 (Aragno, 2006), que señala el nacimiento del arte barroco con el baldaquino de San Pedro, creado por Bernini el mismo año en el que Nicolas Poussin, rechazando los encargos de las grandes familias de la Iglesia, decide trabajar para él mismo. Entre Velázquez, Pietro da Cortona y Claude Lorrain, destacan algunas reflexiones memorables sobre la forma y el concepto de la cúpula, a partir de Miguel Ángel: leer para creer.

Después, obviamente, está Joseph Brodsky. Como se ha señalado, en este hombre convivían dos escritores, el poeta en lengua rusa y el ensayista en lengua inglesa. A propósito de este último, formado en el exilio a partir de 1972, basta citar un volumen como Huida de Bizancio (traducido, como todos sus libros, por Adelphi) para apreciar la admirable conjunción de reflexión teórica, diario personal y teoría política. En estas páginas el poeta habla de la relación con Petersburgo/Leningrado. Como reza el título de uno de los capítulos, intenta trazar, con sufrimiento y nostalgia, su Guía a una ciudad que ha cambiado de nombre –como, por lo demás, le sucedió a él mismo. Pero son muchos otros los ensayos que se deben invocar, desde La canción del péndulo (con el análisis de textos de Auden y Tsvietáieva) a Desde el exilio (con dos discursos redactados en 1987), hasta Marca de agua (enteramente dedicado a Venecia).

También en Del dolor y la razón aparecen ejemplos que muestran –en los tres estudios sobre Frost, Hardy y Rilke– esta agudeza crítica. En este libro de ensayos, que apareció en Nueva York en 1995, unas semanas antes del fallecimiento del poeta, quizá nos encontramos ante algo distinto. Me refiero al pasaje inicial, que reconstruye cómo los ciudadanos de la Unión Soviética se abrieron paso hacia el modelo de vida occidental. Visto a través de la mirada de un adolescente, este cambio se muestra a la luz del hogar, hecha de pequeños encuentros, aunque de importantes consecuencias. Esto resulta muy evidente en una observación casi incidental: “La serie de Tarzán, por sí sola, contribuyó más a la desestalinización –me atrevo a decirlo– que todos los discursos de Jrushchov en el X Congreso del Partido”.

En todos estos textos, cada línea vive por su cuenta, única, como dotada de un infinito poder floreciente, asociativo, analógico. Y no es casualidad que Brodsky, al igual que Valéry, afirmara en más de una ocasión su total extrañamiento con relación al método del novelista. De hecho, ante sus ojos sólo en el ensayo y la poesía es posible disponer de la máxima comodidad compositiva. Una afirmación, ésta, que quizás no le importaría al último nombre de nuestra lista, la poeta Wisława Szymborska. En efecto, también ella recurre al ensayo como signo de la máxima libertad de movimiento, aunque de forma radicalmente diferente. Su pluma, en definitiva, prefiere una dimensión más discreta y cotidiana, a menudo cargada de ironía.

Pienso, por ejemplo, en Prosas reunidas, traducido por Adelphi. Estas páginas recogen las impresiones provocadas por casi cualquier libro. Se habla del Pequeño diccionario de escritores de todo el mundo que de los Récords Guinness del cine. En la solapa leemos –y con justa razón– lo difícil que resulta imaginar reseñas más idiosincrásicas, poco fiables, parciales e irresistibles. Lo mismo ocurre con Lecturas no obligatorias. En los años sesenta, desconcertada por la enorme distancia que separaba (al menos en ese entonces…) los textos de la alta cultura de la de los “plebeyos” (volúmenes de baja divulgación científica o manualidades), la poeta decidió centrarse en estos últimos. Con ello, surgieron pequeñas joyas de gran humor y que ilustran el alfabeto chino o un retrato del querido Alfred Hitchcock, además de una serie de encuentros perdidos con otro poeta polaco, Premio Nobel, Czesław Miłosz, o la vida profesional de médiums y ocultistas. Incluso resulta maravillosa la manera en que examina la biografía de un famoso fisiculturista…

Bueno, estos también son ensayos, y grandes ensayos. El objetivo es desplazado y colocado en un papel secundario, pero la mirada de Szymborska es idéntica a la de su amado Montaigne, autor de los Essais y padre del nuevo género literario. Por lo tanto, ¿serán los poetas sus más próximos herederos? En caso de duda, me gustaría culminar con una frase de la escritora, que, confieso –y no exagero en absoluto–, me cambió la vida: “Prefiero el ridículo a escribir poemas al ridículo a no escribir poemas”. Es una afirmación hasta inocente. A la acusación formulada contra el poeta ya no se responde reivindicando su sacralidad; por el contrario: aquí la figura del poeta sagrado desaparece, pero en el momento en que fracasa, la misma acusación se vuelve contra el no-poeta. En esta nueva y desconcertante perspectiva el ridículo se revela como una condición inherente a nuestra naturaleza humana y, por tanto, irrenunciable, esencial. Sólo entonces se desvanece casi por magia ese sentimiento de vergüenza, de clandestinidad y exclusión, inextricablemente ligado al acto de escribir versos. De este modo, el espinoso tema de la relación entre artista y sociedad se liquida de una vez por todas. Es una hermosa lección de sabiduría, que recuerda la flexibilidad del judoka: ceder a la violencia del adversario, revirtiendo contra él su propia fuerza. Esto prueba que, en algunos casos, nada defiende mejor a la poesía que la prosa.

***
Valerio Magrelli (Roma, 1957) La Tempestad. Traducción de Roberto Bernal.