lunes, 17 de junio de 2024

octavio paz / la inspiración


La revelación de nuestra condición es, asimismo, creación de nosotros mismos. Según se ha visto, esa revelación puede darse en muchas formas e incluso no recibir formulación verbal alguna. Pero aun entonces implica una creación de aquello mismo que revela: el hombre. Nuestra condición original es, por esencia, algo que siempre está haciéndose a sí mismo. Ahora bien, cuando la revelación asume la forma particular de la experiencia poética, el acto es inseparable de su expresión. La poesía no se siente: se dice. Quiero decir:  no es una experiencia que luego traducen las palabras, sino que las palabras mismas constituyen el núcleo de la experiencia. La experiencia se da como un nombrar aquello que, hasta no ser nombrado, carece propiamente de existencia. Así pues, el análisis de la experiencia incluye el de su expresión. Ambas son uno y lo mismo. En el capítulo precedente se intentó desentrañar y aislar el sentido de la revelación poética. Ahora es necesario ver cómo se da efectivamente. O sea: ¿cómo se componen los poemas?

La primera dificultad a que se enfrenta nuestra pregunta reside en la ambigüedad de los testimonios que poseemos sobre la creación poética. Si se ha de creer a los poetas, en el momento de la expresión hay siempre una colaboración fatal y no esperada. Esta colaboración puede darse con nuestra voluntad o sin ella, pero asume siempre la forma de una intrusión. La voz del poeta es y no es suya. ¿Cómo se llama, quién es ese que interrumpe mi discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman demonio, musa, espíritu, genio; otros lo nombran trabajo, azar, inconsciente, razón. Unos afirman que la poesía viene del exterior; otros, que el poeta se basta a sí mismo. Mas unos y otros se ven obligados a admitir excepciones. Y estas excepciones son de tal modo frecuentes que sólo por pereza puede llamárselas así. Para comprobarlo, imaginemos a dos poetas como tipos ideales de estas contrarias concepciones sobre la creación. 

Inclinado sobre su escritorio, los ojos fijos y vacíos, el poeta—que—no—cree—en—la—inspiración ha terminado ya su primera estrofa, de acuerdo con el plan previamente trazado. Nada ha sido dejado al azar. Cada rima y cada imagen poseen la necesidad rigurosa de un axioma, tanto como la gratuidad y ligereza de un juego geométrico. Pero falla una palabra para rematar el endecasílabo final. El poeta consulta el diccionario en busca de la rima rebelde. No la encuentra. Fuma, se levanta, se sienta, vuelve a levantarse. Nada: vacío, esterilidad. Y de pronto, aparece la rima. No la esperada, sino otra —siempre otra— que completa la estrofa de una manera imprevista y acaso contraria al proyecto original. ¿Cómo explicar esta extraña colaboración? No basta decir: el poeta tuvo una ocurrencia, que lo exaltó y puso fuera de sí un instante. Nada viene de nada. Esa palabra ¿en dónde estaba? Y sobre todo, ¿cómo se nos ocurren las «ocurrencias» poéticas?

Algo semejante sucede en el caso contrario. Abandonado «al fluir inagotable del murmullo», cerrados los ojos al mundo exterior, el poeta escribe sin parar. Al principio, las frases se adelantan o atrasan, pero poco a poco el ritmo de la mano que escribe se acuerda al del pensamiento que dicta. Ya se ha logrado la fusión, ya no hay distancia entre pensar y decir. El poeta ha perdido conciencia del acto que realiza: no sabe si escribe o no, ni qué es lo que escribe. Todo fluye con felicidad hasta que sobreviene la interrupción: hay una palabra —o el reverso de una palabra: un silencio— que cierra el paso. El poeta intenta una y otra vez sortear el obstáculo, rodearlo, esquivarlo de alguna manera y proseguir. Es inútil: los caminos desembocan siempre en el mismo muro. La fuente ha dejado de manar. El poeta relee lo que acaba de escribir y comprueba, no sin asombro, que ese texto enmarañado es dueño de una coherencia secreta. El poema posee una innegable unidad de tono, ritmo y temperatura. Es un todo. O los fragmentos, vivos aún, todavía resplandecientes, de un todo. Mas la unidad del poema no es de orden físico o material; tono, temperatura, ritmo e imágenes poseen unidad porque el poema es una obra. Y la obra, toda obra, es el fruto de una voluntad que transforma y somete la materia bruta a sus designios. En ese texto en cuya redacción apenas ha participado la conciencia crítica, hay palabras que se repiten, imágenes que dan nacimiento a otras conforme a ciertas tendencias, frases que parecen alargar los brazos en busca de una palabra inasible. El poema fluye, marcha. Y este fluir es lo que le otorga unidad. Ahora bien, fluir no sólo significa transcurrir sino ir hacia algo; la tensión que habita las palabras y las lanza hacia delante es un ir al encuentro de algo. Las palabras buscan una palabra que dará sentido a su marcha, fijeza a su movilidad. El poema se ilumina por y ante esa palabra última. Es un apuntar hacia esa palabra no dicha y acaso indecible. En suma, la unidad del poema se da, como la de todas las obras, por su dirección o sentido. Mas ¿quién imprime sentido a la marcha zigzagueante del poema?

En el caso del poeta reflexivo tropezamos con una misteriosa colaboración ajena, con la no invocada aparición de otra voz. En el del romántico, nos encaramos a la no menos inexplicable presencia de una voluntad que hace del murmullo un todo concertado y dueño de una oscura premeditación. En uno y en otro caso se manifiesta lo que, con riesgo de inexactitud, ha de llamarse provisionalmente «irrupción de una voluntad ajena». Pero es evidente que damos este nombre a algo que apenas si tiene relación con el fenómeno llamado voluntad. Algo, acaso, más antiguo que la voluntad y en lo cual ésta se apoya. En efecto, en el sentido ordinario de la palabra, la voluntad es aquella facultad que traza planes y somete nuestra actividad a ciertas normas con objeto de realizarlos. La voluntad que aquí nos preocupa no implica reflexión, cálculo o previsión; es anterior a toda operación intelectual y se manifiesta en el momento mismo de la creación. ¿Cuál es el verdadero nombre de esta voluntad? ¿Es de veras nuestra?

El acto de escribir poemas se ofrece a nuestra mirada como un nudo de fuerzas contrarias, en el que nuestra voz y la otra voz se enlazan y confunden. Las fronteras se vuelven borrosas: nuestro discurrir se transforma insensiblemente en algo que no podemos dominar del todo; y nuestro yo cede el sitio a un pronombre innombrado, que tampoco es enteramente un tú o un él. En esta ambigüedad consiste el misterio de la inspiración. ¿Misterio o problema? Ambas cosas: para los antiguos la inspiración era un misterio; para nosotros, un problema que contradice nuestras concepciones psicológicas y nuestra misma idea del mundo. Pues bien, esta conversión del misterio de la inspiración en problema psicológico es la raíz de nuestra imposibilidad para comprender rectamente en qué consiste la creación poética.

A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento hindú, que desde el principio se planteó el problema de la existencia del mundo exterior, el pensamiento occidental por mucho tiempo aceptó confiadamente su realidad y no puso en duda lo que ven nuestros ojos. El acto poético, en el que interviene la «otredad» como rasgo decisivo, fue siempre considerado como algo inexplicable y oscuro pero sin que constituyera un problema que pusiese en peligro la concepción del mundo. Al contrario, era un fenómeno que se podía insertar con toda naturalidad en el mundo y que, lejos de contradecir su existencia, la afirmaba. Incluso puede afirmarse que era una de las pruebas de su objetividad, realidad y dinamismo. Para Platón el poeta es un poseído. Su delirio y entusiasmo son los signos de la posesión demoníaca. En el Ion, Sócrates define al poeta como «un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no lo arrastra y le hace salir de sí mismo... No son los poetas quienes dicen cosas tan maravillosas, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca». Aristóteles, por su parte, concibe la creación poética como imitación de la naturaleza. Sólo que, según se ha visto, no se puede entender con toda claridad qué significa esta imitación si se olvida que para Aristóteles la naturaleza es un todo animado, un organismo y un modelo viviente. En su Introducción a la Poética de Aristóteles, subraya García Bacca con pertinencia que la concepción aristotélica de la naturaleza está animada por un hilozoísmo más o menos oculto. Así, la «ocurrencia» poética no brota de la nada, ni la saca el poeta de sí mismo: es el fruto del encuentro entre esa naturaleza animada, dueña de existencia propia, y el alma del poeta.

El hilozoísmo griego se transforma más tarde en la trascendencia cristiana. La realidad exterior no perdió por eso consistencia. Naturaleza habitada por dioses o creada por Dios, el mundo exterior está ahí, frente a nosotros, visible o invisible, siempre como nuestro necesario horizonte. Ángel, piedra, animal, demonio, planta, lo «otro» existe, tiene vida propia y a veces se apodera de nosotros y habla por nuestra boca. En una sociedad en la que, lejos de ser puesta en tela de juicio, la realidad exterior es la fuente de donde brotan ideas y arquetipos, no es difícil identificar la inspiración. La «otra voz», la «voluntad extraña», son lo «otro», es decir, Dios o la naturaleza con sus dioses y demonios. La inspiración es una revelación porque es una manifestación de los poderes divinos. Un numen habla y suplanta al hombre. Sagrada o profana, épica o lírica, la poesía es una gracia, algo exterior que desciende sobre el poeta. La creación poética es un misterio porque consiste en un hablar los dioses por boca humana. Mas ese misterio no provoca problema alguno, ni contradice las creencias comúnmente aceptadas. Nada más natural que lo sobrenatural encarne en los hombres y hable su lenguaje.

Desde Descartes nuestra idea de la realidad exterior se ha transformado radicalmente. El subjetivismo moderno afirma la existencia del mundo exterior solamente a partir de la conciencia. Una y otra vez esa conciencia se postula como una conciencia trascendental y una y otra vez se enfrenta al solipsismo. La conciencia no puede salir de sí y fundar el mundo. Mientras tanto, la naturaleza se nos ha convertido en un mundo de objetos y relaciones. Dios ha desaparecido de nuestras perspectivas vitales y las nociones de objeto, substancia y causa han entrado en crisis. Ahí donde el idealismo no ha destruido la realidad exterior —por ejemplo, en la esfera de la ciencia— la ha convertido en un objeto, en un «campo de experiencias» y así la ha despojado de sus antiguos atributos.

La naturaleza ha dejado de ser un todo viviente y animado, una potencia dueña de oscuros o claros designios. Pero la desaparición de la antigua idea del mundo no ha acarreado la inspiración. La «voz ajena», la «voluntad extraña», siguen siendo un hecho que nos desafía. Así, entre nuestra idea de la inspiración y nuestra idea del mundo se alza un muro. La inspiración se nos ha vuelto un problema. Su existencia niega nuestras creencias intelectuales más arraigadas. No es extraño, por tanto, que a lo largo del siglo XIX se multipliquen las tentativas por atenuar o hacer desaparecer el escándalo que constituye una noción que tiende a devolver a la realidad exterior su antiguo poder sagrado.

Una manera de resolver los problemas consiste en negarlos. Si la inspiración es un hecho incompatible con nuestra idea del mundo, nada más fácil que negar su existencia. Desde el siglo XVI comienza a concebirse la inspiración como una frase retórica o una figura literaria. Nadie habla por boca del poeta, excepto su propia conciencia; el verdadero poeta no oye otra voz, ni escribe al dictado: es un hombre despierto y dueño de sí mismo. La imposibilidad de encontrar una respuesta que explicase de veras la creación poética se transforma insensiblemente en una condenación de orden moral y estético. Durante una época se denunciaron los extravíos a que conducía la creencia en la inspiración. Su verdadero nombre era pereza, descuido, amor por la improvisación, facilidad. Delirio e inspiración se transformaron en sinónimos de locura y enfermedad. El acto poético era trabajo y disciplina; escribir: «luchar contra la corriente». No es exagerado ver en estas ideas un abusivo traslado de ciertas nociones de la moral burguesa al campo de la estética. Uno de los méritos mayores del surrealismo es haber denunciado la raíz moral de esta estética de comerciantes. En efecto, la inspiración no tiene relación alguna con nociones tan mezquinas como las de facilidad y dificultad, pereza y trabajo, descuido y técnica, que esconden la de premio y castigo: el «duro pago al contado» con que la burguesía, según Marx, ha sustituido las antiguas relaciones humanas. El valor de una obra no se mide por el trabajo que le haya costado a su autor.

Hay que decir, por otra parte, que la creación poética exige un trastorno total de nuestras perspectivas cotidianas: la feliz facilidad de la inspiración brota de un abismo. El decir del poeta se inicia como silencio, esterilidad y sequía. Es una carencia y una sed, antes de ser una plenitud y un acuerdo; y después, es una carencia aún mayor, pues el poema se desprende del poeta y deja de pertenecerle. Antes y después del poema no hay nada ni nadie en torno; estamos a solas con nosotros; y apenas comenzamos a escribir, ese «nosotros», ese yo, también desaparece y se hunde. Inclinado sobre el papel, el poeta se despega en sí mismo. Así, la creación poética es irreducible a las ideas de ganancia y pérdida, esfuerzo y premio. Todo es ganancia en la poesía. Todo es pérdida. Pero la presión de la moralidad burguesa hizo que los poetas afectasen taparse las orejas ante la antigua voz del numen. El mismo Baudelaire insinúa el elogio del trabajo, ¡él, que escribió tanto sobre los páramos de la esterilidad y los paraísos de la pereza! Mas el desvío de críticos y creadores no cegó el manar de la inspiración. Y la voz poética continuó siendo un desafío y un problema.

Uno de los rasgos de la edad moderna consiste en la creación de divinidades abstractas. Los profetas reprochaban a los judíos sus caídas en la idolatría. Podría hacerse el reproche contrario a los modernos: todo tiende a desencarnarse. Los ídolos modernos no tienen cuerpo ni forma: son ideas, conceptos, fuerzas. El lugar de Dios y de la antigua naturaleza poblada de dioses y demonios lo ocupan ahora seres sin rostro: la Raza, la Clase, el Inconsciente (individual o colectivo), el Genio de los pueblos, la Herencia. La inspiración puede explicarse con facilidad acudiendo a cualquiera de estas ideas. El poeta es un médium por cuyo intermedio se expresan, en cifra, el Sexo, el Clima, la Historia o algún otro sucedáneo de los antiguos dioses y demonios. No pretendo negar el valor de estas ideas. Pero son insuficientes; en todas ellas campea una limitación que nos permite rechazarlas en conjunto: su exclusivismo, su querer explicar el todo por la parte. Además, en todas es evidente su incapacidad para asir y explicar el hecho esencial y decisivo: ¿cómo se transforman esas fuerzas o realidades determinantes en palabras?, ¿cómo se hacen palabra, ritmo e imagen la libido, la raza, la clase o el momento histórico? Para los psicoanalistas la creación poética es una sublimación; entonces, ¿por qué en unos casos esa sublimación se vuelve poema y en otros no? Freud confiesa su ignorancia y habla de una misteriosa «facultad artística». Es claro que escamotea el problema, pues se limita a dar un nombre nuevo a una realidad enigmática y sobre la cual ignoramos lo esencial. Para explicar las diferencias entre las palabras del poeta y las del simple neurótico habría que recurrir a una clasificación de los subconscientes: uno sería el del común de los mortales y otro el de los artistas. No es eso todo: en el pensamiento no dirigido —o sea, en el sueño o fantaseo— el fluir de imágenes y palabras no carece de sentido: «Está demostrado que es inexacto que nos entreguemos a un curso de representaciones carentes de finalidad... al cesar las nociones de finalidad que conocemos se imponen en seguida otras desconocidas —inconscientes, como decimos con expresión impropia—, las cuales mantienen determinada la marcha de las representaciones ajenas a nuestra voluntad. No puede elaborarse un pensamiento sin nociones de finalidad...»37. Aquí Freud pone el dedo en la llaga. La noción de finalidad es indispensable aun en los procesos inconscientes. Sólo que, habiendo dividido al ser humano en diversas capas: conciencia, subconsciencia, etc., concibe dos finalidades distintas: una racional, en la que participa nuestra voluntad; otra, ajena a nosotros, «inconsciente» o ignorada por el hombre, puramente instintiva. En realidad, Freud transfiere la noción de finalidad a la libido y al instinto, pero omite la explicación fundamental y decisiva: ¿cuál es el sentido de esa finalidad instintiva? La finalidad «inconsciente» no es tal finalidad, pues carece de objeto y de sentido: es un puro apetito, una mecánica natural. No es esto todo. La noción de fin implica un cierto darse cuenta y un conocimiento, todo lo oscuro que se quiera, de aquello que se pretende alcanzar. La noción de fin exige la de conciencia. El psicoanálisis, en todas sus ramas, ha sido hasta ahora impotente para contestar satisfactoriamente a estas preguntas. Y aun para planteárselas correctamente.

Algo semejante puede decirse de la concepción del poeta como «vocero» o «expresión» de la historia: ¿de qué manera las «fuerzas históricas» se transforman en imágenes y «dictan» al poeta sus palabras? Nadie niega la interrelación que supone todo vivir histórico: el hombre es un nudo de fuerzas interpersonales. La voz del poeta es siempre social y común, aun en el caso del mayor hermetismo. Pero, según ocurre con el psicoanálisis, no se ve claro cómo esa «marcha de la historia» o de la «economía», esos «fines históricos» —ajenos a la voluntad humana como los «fines» de la libido— pueden ser realmente fines sin pasar por la conciencia. Por lo demás, nadie «está en la historia», como si ésta fuese una «cosa» y nosotros, frente a ella, otra: todos somos historia y entre todos la hacemos. El poema no es el eco de la sociedad, sino que es, al mismo tiempo, su criatura y su hacedor, según ocurre con el resto de las actividades humanas. En fin, ni el Sexo, ni el Inconsciente, ni la Historia son realidades meramente externas, objetos, poderes o substancias que obran sobre nosotros. El mundo no está fuera de nosotros; ni, en rigor, dentro. Si la inspiración es una «voz» que el hombre oye en su propia conciencia, ¿no será mejor interrogar a esa conciencia, que es la única que la ha escuchado y que constituye su ámbito propio?

Para el intelectual —y, también, para el hombre común— la inspiración es un problema, una superstición o un hecho que se resiste a las explicaciones de la ciencia moderna. En cualquier caso, puede alzarse de hombros y borrar de su espíritu el asunto, como quien sacude su traje del polvo del camino. En cambio los poetas deben afrontarla y vivir el conflicto. La historia de la poesía moderna es la del continuo desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable de la inspiración. Los primeros que padecen este conflicto son los románticos alemanes. Asimismo, son los que lo afrontan con mayor lucidez y plenitud y los únicos —hasta el movimiento surrealista— que no se limitan a sufrirlo sino que intentan trascenderlo. Descendientes, por una parte, de la Ilustración y, por la otra, del Sturm und Drang viven entre la espada del Imperio napoleónico y la reacción de la Santa Alianza, perdidos, por decirlo así, en un callejón sin salida. En ellos los contrarios pelean sin cesar.

La inspiración, tenazmente mantenida por estos poetas y pensadores, es inconciliable con el subjetivismo e idealismo que, con no menor encarnizamiento, predica el romanticismo. La misma violencia de la disyuntiva provoca la audacia y temeridad de las tentativas que pretenden resolverla. Cuando Novalis proclama que «destruir el principio de contradicción es quizá la tarea más alta de la lógica superior», ¿no alude, en su forma más general, a la necesidad de suprimir la dualidad entre sujeto y objeto que desgarra al hombre moderno y así resolver de una vez por todas el problema de la inspiración? Sólo que la supresión del principio de contradicción —a través, por ejemplo, de un «regreso a la unidad»— implica también la destrucción de la inspiración, es decir, de esa dualidad del poeta que recibe y del poder que dicta. Por eso, Novalis afirma que la unidad se rompe apenas se conquista. La contradicción nace de la identidad, en un proceso sin fin. El hombre es pluralidad y diálogo, sin cesar acordándose y reuniéndose consigo mismo, mas también sin cesar dividiéndose. Nuestra voz es muchas voces. Nuestras voces son una sola voz. El poeta es, al mismo tiempo, el objeto y el sujeto de la creación poética: es la oreja que escucha y la mano que escribe lo que dicta su propia voz. «Soñar y no soñar simultáneamente: operación del genio.» Y del mismo modo: la pasividad receptora del poeta exige una actividad en la que se sustenta esa pasividad. Novalis expresa esta paradoja en una frase memorable: «La actividad es facultad de recibir». El sueño del poeta exige, en una capa más profunda, la vigilia; y ésta, a su vez, entraña el abandonarse al sueño. ¿En qué consiste, entonces, la creación poética? El poeta, nos dice Novalis, «no hace, pero hace que se pueda hacer». La sentencia es relampagueante, y describe de modo justo el fenómeno. Pero ¿quién es ese «se» que supone el segundo «hace»? ¿A quién deja «hacer» el poeta? Novalis no nos lo dice claramente. En ocasiones, el que «hace» es el Espíritu, el Pueblo, la Idea o cualquier otro poder con mayúscula. Otras, es el poeta mismo. Hay que detenerse en esta segunda explicación.

Para los románticos el hombre es un ser poético. En la naturaleza humana hay una suerte de facultad innata —el poeta, decía Baudelaire, «nace con experiencia»— que nos lleva a poetizar. Esta facultad es análoga a la disposición divinizarte que nos permite la percepción de lo santo: la facultad poetizante es una categoría a priori. La explicación no es distinta de la que acude al «sentimiento de dependencia» para fundar la divinidad en la subjetividad del creyente. La analogía con el pensamiento teológico protestante no es accidental.

Ninguno de estos poetas separó enteramente lo poético de lo religioso y muchas de las conversiones de los románticos alemanes fueron consecuencia de su concepción poética de la religión tanto como de su concepción religiosa de la poesía. Una y otra vez Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nombres de lo sagrado. No es necesario repetir aquí lo dicho en el capítulo anterior: lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuanto en la interpretación de esa revelación. Además, la operación poética es inseparable de la palabra. Poetizar consiste, en primer término, en nombrar. La palabra distingue la actividad de cualquier otra. Poetizar es crear con palabras: hacer poemas. Lo poético no es algo dado, que esté en el hombre desde su nacimiento, sino algo que el hombre hace y que, recíprocamente, hace al hombre. Lo poético es una posibilidad, no una categoría a priori ni una facultad innata. Pero es una posibilidad que nosotros mismos nos creamos. Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos. Cuando el poeta afirma que ignora «qué es lo que va a escribir» quiere decir que aún no sabe cómo se llama eso que su poema va a nombrar y que, hasta que sea nombrado, sólo se presenta bajo la forma de silencio ininteligible. Lector y poeta se crean al crear ese poema que sólo existe por ellos y para que ellos de veras existan. De ahí que no haya estados poéticos, como no hay palabras poéticas. Lo propio de la poesía consiste en ser una continua creación y de este modo arrojarnos de nosotros mismos, desalojarnos y llevarnos hacia nuestras posibilidades más extremas.

Ni la angustia, ni la exaltación amorosa, ni la alegría o el entusiasmo son estados poéticos en sí, porque lo poético en sí no existe. Son situaciones que, por su mismo carácter extremo, hacen que el mundo y todo lo que nos rodea, incluyendo el muerto lenguaje cotidiano, se derrumben. No nos queda entonces sino el silencio o la imagen. Y esa imagen es una creación, algo que no estaba en el sentimiento original, algo que nosotros hemos creado para nombrar lo innombrable y decir lo indecible. Por eso todo poema vive a expensas de su creador. Una vez escrito el poema, aquello que él era antes del poema y que lo llevó a la creación —eso, indecible: amor, alegría, angustia, aburrimiento, nostalgia de otro estado, soledad, ira— se ha resuelto en imagen: ha sido nombrado y es poema, palabra transparente. Después de la creación, el poeta se queda solo; son otros, los lectores, quienes ahora van a crearse a sí mismos al recrear el poema. La experiencia se repite, sólo que a la inversa: la imagen se abre ante el lector y le muestra su abismo traslúcido.

El lector se inclina y se despeña. Y al caer —o al ascender, al penetrar por las salas de la imagen y abandonarse al fluir del poema— se desprende de sí mismo para internarse en «otro sí mismo» hasta entonces desconocido o ignorado. El lector, como el poeta, se vuelve imagen: algo que se proyecta y se desprende de sí y va al encuentro de lo innombrable. En ambos casos lo poético no es algo que está fuera, en el poema, ni dentro, en nosotros, sino algo que hacemos y que nos hace. Podría, pues, modificarse la sentencia de Novalis: el poema no hace, pero hace que se pueda hacer. Y el que hace es el hombre, el creador. Lo poético no está en el hombre como algo dado, ni el poetizar consiste en sacar de nosotros lo poético, como si se tratase de «algo» que «alguien» depositó en nuestro interior o con lo cual nacimos. La conciencia del poeta no es una caverna en donde yace lo poético como un tesoro escondido. Frente al poema futuro el poeta está desnudo y pobre de palabras. Antes de la creación el poeta, como tal, no existe. Ni después. Es poeta gracias al poema. El poeta es una creación del poema tanto como éste de aquél.

El conflicto se prolonga a lo largo del siglo XIX. Se prolonga, se agrava y, al mismo tiempo, se vela y confunde. La contradicción es más aguda y mayor la conciencia del desgarramiento; menor, la lucidez para afrontarla y la valentía para resolverla. Víctimas, testigos y cómplices de la inspiración, ninguno de los grandes poetas del siglo XIX posee la claridad de Novalis. Todos ellos se debaten en una contradicción sin salida. Renunciar a la inspiración era renunciar a la poesía misma, es decir, al único hecho que justificaba su presencia sobre la tierra; afirmar su existencia era un acto incompatible con la idea que tenían de sí mismos y del mundo. De ahí que, con frecuencia, estos poetas rechacen y condenen al mundo. Sin duda, desde un punto de vista moral, los ataques de Baudelaire, el desdén de Mallarmé, las críticas de Poe poseen plena justificación: el mundo que les tocó vivir era abominable. (Nosotros lo sabemos bien, porque esos tiempos son el origen inmediato del horror sin paralelo de nuestra época.) Mas no basta con negar o condenar el mundo; nadie puede escapar de su mundo y esa negación y condena son también maneras de vivirlo sin trascenderlo, es decir, de padecerlo pasivamente. Nada más penetrante, nada más iluminador sobre los misterios de la operación poética, sus páramos y sus paraísos, que las descripciones de Baudelaire, Coleridge o Mallarmé. Y al mismo tiempo, nada menos claro que las explicaciones e hipótesis con que pretenden conciliar la noción de inspiración con la idea moderna del mundo. Léase cualquiera de los textos capitales de la poética moderna (la Filosofía de la composición de Poe, por ejemplo), para comprobar su desconcertante y contradictoria lucidez y ceguera. El contraste con los textos antiguos es revelador. Para los poetas del pasado la inspiración era algo natural, precisamente porque lo sobrenatural formaba parte de su mundo.

Un espíritu tan dueño de sí como Dante relata con sencillez y simplicidad que en el sueño el Amor le dicta e inspira sus poemas, y añade que esa revelación acaece a ciertas horas y dentro de circunstancias que hacen inequívoca y cierta de toda certidumbre la intervención de poderes superiores: «Al decir esas palabras desapareció y se interrumpió mi sueño. Y después, al volver sobre esta Visión, descubrí que la había experimentado a la novena hora del día; por lo que, aun antes de salir de mi aposento, resolví componer esa balada en la que cumpliría el mandato de mi Señor (el Amor); y entonces hice la balada que comienza así...»38. El valor de la cifra nueve posee para Dante un valor análogo al del número siete para Nerval 39. Mas para el primero la repetición del nueve posee un sentido claro, aunque misterioso y sagrado, que no hace sino iluminar con más pura luz el carácter excepcional de su amor y la significación salvadora de Beatriz; para Nerval se trata de un número ambiguo, ora funesto, ora benéfico y sobre cuyo verdadero sentido es imposible decidirse. Dante acepta la revelación y se sirve de ella para descubrirnos los arcanos del cielo y del infierno; Nerval se sobrecoge fascinado, y no pretende tanto comunicarnos sus visiones como saber qué es la revelación: «Resolví fijar mi sueño y descubrir su secreto. ¿Por qué no, me dije, forzar al fin estas puertas místicas, armado con toda mi voluntad para dominar mis sensaciones en lugar de soportarlas? ¿No es posible vencer esta quimera atractiva y temible, imponer una regla a los espíritus que se burlan de nuestra razón?». Para Dante la inspiración es un misterio sobrenatural que el poeta acepta con recogimiento, humildad y veneración. Para Nerval es una catástrofe y un misterio que nos provoca y reta. Un misterio que hay que desvelar. El tránsito entre «misterio por descifrar» y «problema por resolver» es insensible y lo harán los sucesores de Nerval.

La necesidad de reflexionar e inclinarse sobre la creación poética, para arrancarle su secreto, sólo puede explicarse como una consecuencia de la edad moderna. Mejor dicho, en esa actitud consiste la modernidad. La desazón de los poetas reside en su incapacidad para explicarse, como hombres modernos y dentro de nuestra concepción del mundo, ese extraño fenómeno que parece negarnos y negar los fundamentos de la edad moderna: ahí, en el seno de la conciencia, en el yo, pilar del mundo, única roca que no se disgrega, aparece de pronto un elemento extraño y que destruye la identidad de la conciencia. Era necesario que nuestra concepción del mundo se tambalease, esto es, que la edad moderna entrase en crisis, para que pudiese plantearse de un modo cabal el problema de la inspiración. En la historia de la poesía ese momento se llama el surrealismo.

El surrealismo se presenta como una radical tentativa por suprimir el duelo entre sujeto y objeto, forma que asume para nosotros lo que llamamos realidad. Para los antiguos el mundo existía con la misma plenitud que la conciencia y sus relaciones eran claras y naturales. Para nosotros su existencia asume la forma de disputa encarnizada: por una parte, el mundo se evapora y se convierte en imagen de la conciencia; por la otra, la conciencia es un reflejo del mundo. La empresa surrealista es un ataque contra el mundo moderno porque pretende suprimir la contienda entre sujeto y objeto. Heredero del romanticismo, se propone llevar a cabo esa tarea que Novalis asignaba a «la lógica superior»: destruir la «vieja antinomia» que nos desgarra. Los románticos niegan la realidad —cáscara fantasmal de un mundo ayer henchido de vida— en provecho del sujeto. El surrealismo acomete también contra el objeto. El mismo ácido que disuelve al objeto disgrega al sujeto. No hay yo, no hay creador, sino una suerte de fuerza poética que sopla donde quiere y produce imágenes gratuitas e inexplicables.

La poesía la podemos hacer entre todos porque el acto poético es, por naturaleza, involuntario y se produce siempre como negación del sujeto. La misión del poeta consiste en atraer esa fuerza poética y convertirse en un cable de alta tensión que permita la descarga de imágenes. Sujeto y objeto se disuelven en beneficio de la inspiración. El «objeto surrealista» se volatiliza: es una cama que es un océano que es una cueva que es una ratonera que es un espejo que es la boca de Kali. El sujeto desaparece también: el poeta se transforma en poema, lugar de encuentro entre dos palabras o dos realidades. De este modo el surrealismo pretende romper, en sus dos términos, la contradicción y el solipsismo. Decidido a cortar por lo sano, se cierra todas las salidas: ni mundo ni conciencia. Tampoco conciencia del mundo o mundo en la conciencia. No hay escape, excepto el vuelo por el techo: la imaginación. La inspiración se manifiesta o actualiza en imágenes. Por la inspiración, imaginamos. Y al imaginar, disolvemos sujeto y objeto, nos disolvemos nosotros mismos y suprimimos la contradicción.

A diferencia de los poetas anteriores, que se limitan a sufrirla, el surrealismo esgrime la inspiración como un arma. Así, la transforman en idea y teoría. El surrealismo no es una poesía sino una poética y aún más, y más decisivamente, una visión del mundo. Revelación exterior, la inspiración rompe el dédalo subjetivista: es algo que nos asalta apenas la conciencia cabecea, algo que irrumpe por una puerta que sólo se abre cuando se cierran las de la vigilia. Revelación interior, hace tambalear nuestra creencia en la unidad e identidad de esa misma conciencia: no hay yo y dentro de cada uno de nosotros pelean varias voces. La idea surrealista de la inspiración se presenta como una destrucción de nuestra visión del mundo, ya que denuncia como meros fantasmas los dos términos que la constituyen. Al mismo tiempo, postula una nueva visión del mundo, en la que precisamente la inspiración ocupa el lugar central. La visión surrealista del mundo se funda en la actividad, conjuntamente disociadora y recreadora, de la inspiración. El surrealismo se propone hacer un mundo poético, fundar una sociedad en la que el lugar central de Dios o la razón sea ocupado por la inspiración. Así, la verdadera originalidad del surrealismo consiste no solamente en haber hecho de la inspiración una idea sino, más radicalmente, una idea del mundo. Gracias a esta transmutación, la inspiración deja de ser un misterio indescifrable, una vana superstición o una anomalía y se vuelve una idea que no está en contradicción con nuestras concepciones fundamentales. Con esto no se quiere decir que la inspiración haya cambiado de naturaleza, sino que por primera vez nuestra idea de la inspiración no choca con el resto de nuestras creencias.

Todos los grandes poetas anteriores al surrealismo se habían inclinado sobre la inspiración, pretendiendo arrancarle su secreto —y este rasgo los distingue de los poetas barrocos, renacentistas y medievales—, pero ninguno de ellos pudo insertar plenamente la inspiración dentro de la imagen que del mundo y de sí mismo se hace el hombre moderno. Había en todos residuos de las edades anteriores. Y más: para ellos la inspiración era regresar al pasado: hacerse medieval, griego, salvaje. El goticismo de los románticos, el arcaísmo general de la poesía moderna y, en fin, la figura del poeta como un desterrado en el seno de la ciudad parten de esa imposibilidad de aclimatar la inspiración. El surrealismo hace cesar la oposición y el destierro al afirmar la inspiración como una idea del mundo, sin postular su dependencia de un factor externo: Dios, Naturaleza, Historia, Raza, etc. La inspiración es algo que se da en el hombre, se confunde con su ser mismo y sólo puede explicarse por el hombre. Tal es el punto de partida del Primer manifiesto. Y en esto radica la originalidad, poco señalada hasta ahora, de la actitud de Breton y sus amigos.

Durante el «período de investigación» del movimiento —época del automatismo, la autohipnosis, los sueños provocados y los juegos colectivos—, los poetas adoptan una actitud doble ante la inspiración: la sufren, pero también la observan. Los más valerosos no vacilan en romper amarras para ir a buscarla a esos parajes de donde pocos vuelven. La actividad surrealista denunció la penuria de muchas de nuestras concepciones señaladamente aquella que consiste en ver en toda obra humana un fruto de la «voluntad»— y mostró la sospechosa frecuencia con que intervienen las «distracciones», las «casualidades» y los «descuidos» en los grandes descubrimientos. Con una fascinación que no excluye la lucidez, Breton ha tratado de desentrañar el misterioso mecanismo de lo que llama «azar objetivo», sitio de encuentro entre el hombre y lo «otro», campo de elección de la «otredad». Mujer, imagen, ley matemática o biológica, todas esas Américas brotan en mitad del océano, cuando buscamos otra cosa o cuando hemos cesado de buscar. ¿Cómo y por qué se producen estos encuentros? Sabemos que hay un campo magnético, un punto de intersección y eso es todo. Sabemos que la «otra voz» se cuela por los huecos que desampara la vigilancia de la atención, pero ¿de dónde viene y por qué nos deja de manera tan repentina como su misma llegada? A pesar del trabajo experimental del surrealismo, Breton confiesa que «seguimos tan poco informados como antes acerca del origen de esta voz».

Digamos, de paso, que sí sabemos algo: cada vez que oímos la «voz», cada vez que se produce el encuentro inesperado, parece que nos oímos a nosotros mismos y vemos lo que ya habíamos visto. Nos parece regresar, volver a oír, recordar. A reserva de volver sobre esta sensación de ya sabido, de ya oído y ya conocido que nos da la irrupción de la «otredad», subrayemos que la confesión de ignorancia de Breton es preciosa entre todas: revela la íntima resistencia del autor de Nadja a la interpretación puramente psicológica de la inspiración. Y esto nos lleva a tratar de manera más concreta el tema de la inspiración de los surrealistas.

Desde el romanticismo, el yo del poeta había crecido en proporción directa al angostamiento del mundo poético. El poeta se sentía dueño de su poema con la misma naturalidad —y con la misma ausencia de legalidad— que el propietario de los productos de su suelo o de su fábrica. En respuesta al individualismo y al racionalismo que los preceden, los surrealistas acentúan el carácter inconsciente, involuntario y colectivo de toda creación. Inspiración y dictado del inconsciente se vuelven sinónimos: lo propiamente poético reside en los elementos inconscientes que, sin quererlo el poeta, se revelan en su poema. La poesía es pensamiento no-dirigido. Para romper el dualismo de sujeto y objeto, Breton acude a Freud: lo poético es revelación del inconsciente y, por tanto, no es nunca deliberado. Pero el problema que desvela a Breton es un falso problema, según ya lo había visto Novalis: abandonarse al murmullo del inconsciente exige un acto voluntario; la pasividad entraña una actividad sobre la que la primera se apoya. No me parece abusivo descomponer la palabra premeditación para mostrar que se trata de un acto anterior a toda meditación en el que interviene algo que también podríamos llamar prerreflexión. La crítica de Heidegger al maquinal e irreflexivo «ocuparse de útiles» —en el que la referencia última, la preocupación radical del hombre: la muerte, no desaparece sino que, encubierta, sigue siendo el fundamento de toda ocupación— es perfectamente aplicable a la doctrina surrealista de la inspiración. Las revelaciones del inconsciente implican una suerte de conciencia de esas revelaciones. Sólo por un acto libre y voluntario salen a la luz esas revelaciones, del mismo modo que la censura del ego entraña un saber previo de lo que va a ser censurado. Al reprimir ciertos deseos o impulsos lo hacemos a través de una voluntad que se enmascara y se disfraza, y por eso la volvemos «inconsciente», para que no nos comprometa. En el momento de la liberación de ese «inconsciente», la operación se repite, sólo que a la inversa: la voluntad vuelve a intervenir y a escoger, ahora escondida bajo la máscara de la pasividad. En uno y en otro caso interviene la conciencia; en uno y en otro hay una decisión, ya para hacer inconsciente aquello que nos ofende, ya para sacarlo a la luz. Esta decisión no brota de una facultad separada, voluntad o razón, sino que es la totalidad misma del ser la que se expresa en ella. La premeditación es el rasgo determinante del acto de crear y la que lo hace posible. Sin premeditación no hay inspiración o revelación de la «otredad». Pero la premeditación es anterior a la voluntad, al querer o a cualquiera otra inclinación, consciente o inconsciente, del ánimo. Pues todo querer y desear, según ha mostrado Heidegger, tienen su raíz y fundamento en el ser mismo del hombre, que es ya y desde que nace un querer ser, una avidez permanente de ser, un continuo pre-ser-se. Y así, no es en el inconsciente ni en la conciencia, entendidas como «partes» o «compuestos» del hombre, ni tampoco en el impulso, en la pasividad o en el estar alerta, en donde podemos encontrar la fuente de inspiración, porque todos ellos están fundados en el ser del hombre.

Breton siempre tuvo presente la insuficiencia de la explicación psicológica y aun en sus momentos de mayor adhesión a las ideas de Freud cuidó de reiterar que la inspiración era un fenómeno inexplicable para el psicoanálisis. La duda sobre las posibilidades de real comprensión que ofrece la psicología lo ha llevado a aventurarse en hipótesis ocultistas. Ahora bien, el ocultismo nos puede auxiliar sólo en la medida en que deja de serlo, es decir, cuando se hace revelación y nos muestra lo que oculta. Si la inspiración es un misterio, las explicaciones ocultistas la hacen doblemente misteriosa. El ocultismo se arroga, exactamente como la inspiración, el ser una revelación de la «otredad»; por tanto, es incompetente para explicarla, excepto por analogía. Si nos interesa saber qué es la inspiración, no basta con decir que es algo como la revelación que proclaman los ocultistas, ya que tampoco sabemos en qué consiste esa revelación. Por otra parte, no deja de ser reveladora la insistencia con que Breton acude a la posibilidad de una explicación oculta o sobrenatural. Esa insistencia delata su creciente insatisfacción ante la explicación psicológica tanto como la persistencia del fenómeno de la «otredad». Y así, no es tanto la idea de la inspiración lo que resulta valedero en Breton, cuanto el haber hecho de la inspiración una idea del mundo. Aunque no acierte a darnos una descripción del fenómeno, tampoco lo oculta ni lo reduce a un mero mecanismo psicológico. Por ese tener en vilo a la «otredad», la doctrina surrealista no termina en una sumaria, y a fin de cuentas superficial, afirmación psicológica sino que se abre en una interrogación. El surrealismo no sólo aclimató la inspiración entre nosotros como idea del mundo, sino que, por la misma y confesada insuficiencia de la explicación psicológica adoptada, hizo visible el centro mismo del problema: la «otredad». En ella y no en la ausencia de premeditación radica acaso la respuesta.

Las dificultades que han experimentado espíritus como Novalis y Breton residen quizá en su concepción del hombre como algo dado, es decir, como dueño de una naturaleza: la creación poética es una operación durante la cual el poeta saca o extrae de su interior ciertas palabras. O, si se utiliza la hipótesis contraria, del fondo del poeta, en ciertos momentos privilegiados, brotan las palabras. Ahora bien, no hay tal fondo; el hombre no es una cosa y menos aún una cosa estática, inmóvil, en cuyas profundidades yacen estrellas y serpientes, joyas y animales viscosos. Flecha tendida, rasgando siempre el aire, siempre adelante de sí, precipitándose más allá de sí mismo, disparado, exhalado, el hombre sin cesar avanza y cae, y a cada paso es otro y él mismo. La «otredad» está en el hombre mismo. Desde esta perspectiva de incesante muerte y resurrección, de unidad que se resuelve en «otredad» para recomponerse en una nueva unidad, acaso sea posible penetrar en el enigma de la «otra voz».

He aquí al poeta frente al papel. Es igual que tenga plan o no, que haya meditado largamente sobre lo que va a escribir o que su conciencia esté tan vacía y en blanco como el papel inmaculado que alternativamente lo atrae y lo repele. El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo —sin excluirse a él mismo— en entredicho.

Pueden surgir entonces dos posibilidades: todo se evapora y desvanece, pierde peso, flota y acaba por disolverse; o bien, todo se cierra y se torna agresivamente objeto sin sentido, materia inasible e impenetrable a la luz de la significación. El mundo se abre: es un abismo, un inmenso bostezo; el mundo —la mesa, la pared, el vaso, los rostros recordados— se cierra y se convierte en un muro sin fisuras. En ambos casos, el poeta se queda solo, sin mundo en que apoyarse. Es la hora de crear de nuevo el mundo y volver a nombrar con palabras esa amenazante vaciedad exterior: mesa, árbol, labios, astros, nada. Pero las palabras también se han evaporado, también se han fugado. Nos rodea el silencio anterior a la palabra. O la otra cara del silencio: el murmullo insensato e intraducible, «the sound and the fury», el parloteo, el ruido que no dice nada, que sólo dice: nada. Al quedarse sin mundo, el poeta se ha quedado sin palabras. Quizá, en este instante, retrocede y da marcha atrás: quiere recordar el lenguaje, sacar de su interior todo lo que aprendió, aquellas hermosas palabras con las que, un momento antes, se abría paso en el mundo y que eran como llaves que le abrían todas las puertas. Pero ya no hay atrás, ya no hay interior. El poeta lanzado hacia adelante, tenso y atento, está literalmente fuera de sí. Y como él mismo, las palabras están más allá, siempre más allá, deshechas apenas las roza. Lanzado fuera de sí, nunca podrá ser uno con las palabras, uno con el mundo, uno consigo mismo. Siempre es más allá. Las palabras no están en parte alguna, no son algo dado, que nos espera.

Hay que crearlas, hay que inventarlas, como cada día nos creamos y creamos al mundo. ¿Cómo inventar las palabras? Nada sale de nada. Incluso si el poeta pudiese crear de la nada, ¿qué sentido tendría hablar de «inventar un lenguaje»? El lenguaje es, por naturaleza, diálogo. El lenguaje es social y siempre implica, por lo menos, dos: el que habla y el que oye. Así, la palabra que inventa el poeta —esa que, por un instante que es todos los instantes, se había evaporado o se había convertido en objeto impenetrable— es la de todos los días. El poeta no la saca de sí. Tampoco le viene del exterior. No hay exterior ni interior, como no hay un mundo frente a nosotros: desde que somos, somos en el mundo y el mundo es uno de los constituyentes de nuestro ser. Y otro tanto ocurre con las palabras: no están ni dentro ni fuera, sino que son nosotros mismos, forman parte de nuestro ser. Son nuestro propio ser. Y por ser parte de nosotros, son ajenas, son de los otros: son una de las formas de nuestra «otredad» constitutiva. Cuando el poeta se siente desprendido del mundo y todo, hasta el lenguaje mismo, se le fuga y deshace, él mismo se fuga y se aniquila. Y en el segundo momento, cuando decide hacerle frente al silencio o al caos ruidoso y ensordecedor, y tartamudea y trata de inventar un lenguaje, él mismo es quien se inventa y da el salto mortal y renace y es otro. Para ser él mismo debe ser otro. Y lo mismo sucede con su lenguaje: es suyo por ser de los otros. Para hacerlo de veras suyo, recurre a la imagen, al adjetivo, al ritmo, es decir, a todo aquello que lo hace distinto. Así, sus palabras son suyas y no lo son. El poeta no escucha una voz extraña, su voz y su palabra son las extrañas: son las palabras y las voces del mundo a las que él da nuevo sentido. Y no sólo sus palabras y su voz son extrañas; él mismo, su ser entero, es algo sin cesar ajeno, algo que siempre está siendo otro. La palabra poética es revelación de nuestra condición original porque por ella el hombre efectivamente se nombra otro, y así él es, al mismo tiempo, éste y aquél, él mismo y el otro.

El poema transparenta nuestra condición porque en su seno la palabra se vuelve algo exclusivo del poeta, sin dejar por eso de ser el mundo, esto es, sin dejar de ser palabra. De ahí que la palabra poética sea personal e instantánea —cifra del instante de la creación— tanto como histórica. Por ser cifra instantánea y personal, todos los poemas dicen lo mismo. Revelan un acto que sin cesar se repite: el de la incesante destrucción y creación del hombre, su lenguaje y su mundo, el de la permanente «otredad» en que consiste ser hombre. Más también, por ser histórica, por ser palabra en común, cada poema dice algo distinto y único: San Juan no dice lo mismo que Hornero o Racine; cada uno alude a su mundo, cada uno recrea su mundo.

La inspiración es una manifestación de la «otredad» constitutiva del hombre. No está adentro, en nuestro interior, ni atrás, como algo que de pronto surgiera del limo del pasado, sino que está, por decirlo así, adelante: es algo (o mejor: alguien) que nos llama a ser nosotros mismos. Y ese alguien es nuestro ser mismo.

Y en verdad la inspiración no está en ninguna parte, simplemente no está, ni es algo: es una aspiración, un ir, un movimiento hacia adelante: hacia eso que somos nosotros mismos. Así, la creación poética es ejercicio de nuestra libertad, de nuestra decisión de ser. Esta libertad, según se ha dicho muchas veces, es el acto por el cual vamos más allá de nosotros mismos, para ser más plenamente. Libertad y trascendencia son expresiones, movimientos de la temporalidad. La inspiración, la «otra voz», la «otredad» son, en su esencia, la temporalidad manando, manifestándose sin cesar. Inspiración, «otredad», libertad y temporalidad son trascendencia. Pero son trascendencia, movimiento del ser ¿hacia qué? Hacia nosotros mismos. Cuando Baudelaire sostiene que la más «alta y filosófica de nuestras facultades es la imaginación», afirma una verdad que, en otras palabras, puede decirse así: por la imaginación —es decir, por nuestra capacidad, inherente a nuestra temporalidad esencial, para convertir en imágenes la continua avidez de encarnar de esa misma temporalidad— podemos salir de nosotros mismos, ir más allá de nosotros al encuentro de nosotros. En su primer movimiento la inspiración es aquello por lo cual dejamos de ser nosotros; en su segundo movimiento, este salir de nosotros es un ser nosotros más totalmente. La verdad de los mitos y de las imágenes poéticas —tan manifiestamente mentirosos— reside en esta dialéctica de salida y regreso, de «otredad» y unidad.

Notas
37 S. Freud, La interpretación de los sueños
38 Vita nuova, XII.
39 Dante señala que a la edad de nueve años encuentra por primera vez a su amada; que tras otros nueve, precisamente a las nueve horas, la vuelve a ver; que las visiones ocurren a las nueve de la mañana o de la noche; que Beatriz muere el año noventa del siglo XIII, esto es, en un año que es nueve veces el número diez, cifra santa. Nerval, en diversos pasajes de Aurélia> subraya la importancia del siete en su vida.

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Octavio Paz (Ciudad de México, 1914-1998) El arco y la lira. Ciudad de México: FCE, 1967.