lunes, 22 de noviembre de 2021

mary ruefle / sobre los comienzos


    En la vida, el número de comienzos es exactamente igual al número de finales: todavía nadie ha empezado una vida que no vaya a terminar.

    En la poesía, el número de comienzos excede por tanto al número de finales que ni siquiera podemos imaginarlo. Ningún poema está terminado –alguno es abandonado, otro recibe fuego y es llevado por el viento, que puede ser un final, aunque sea el final de un poema que no acaba.

    Paul Valéry, el poeta y pensador francés, dijo una vez que ningún poema puede considerarse terminado, que todos son meramente abandonados. Este dicho también se atribuye a Stéphane Mallarmé, dado que las citas vienen de una nube.

    Paul Valéry también describió su percepción de las primeras líneas de manera tan vívida y tan precisamente, para mí, que nunca se me ha olvidado: la línea que abre un poema, dijo, es como encontrar un fruto en el suelo, un fruto caído que nunca habías visto antes, y la tarea del poeta es crear el árbol del cual ese fruto pudo haber caído.

    En el principio fue el verbo [was the Word]. La civilización occidental descansa sobre aquellas palabras. Y todavía hay un grupo de pensadores vivos que creen que en el principio fue la Acción. Que nada precede a la acción –ni el aliento antes que la acción, ni el pensamiento antes que la acción, ni amor antes de algún tipo de acción.

    Yo creo que el poema es una acción de la mente. Pienso que hablar sobre el final de un poema es más sencillo que hablar sobre su comienzo. Porque el poema termina en la página, pero empieza fuera de ella, parte en la mente. La mente actúa, la mente desea un poema, a veces incluso contra nuestra propia voluntad; esto sucede de alguna manera, de algún modo un poema consigue ser escrito en medio de una fiesta caótica de vacaciones que se quedó sin hielo, y en tu casa.

    Una acción, un acto de la mente. Mover, hacer ocurrir, poner de manifiesto. Por un acta del Congreso. Un estado de existencia real más que posible. ¡Y los poetas aman las posibilidades! Aman preguntarse y explorar. ¡Muchísimo! pero el poema, sin importar cuán lleno de posibilidad, tiene que existir! Conducirse a sí mismo, comportarse. El poema marca su carácter individual según cómo actúe. Un poema de Gwendolyn Blue no suena como un poema de Timothy Sure. Simular, fingir, imitar. Eso, también, sí y siempre, porque la autoconciencia es la propia simulación de la conciencia, y lo ha sido desde su comienzo; la mente humana es capaz de un teatro enorme y elástico. Como lo acuñó el poeta Ralph Angel, “El poema es interpretación de una rara mierda teatral”. La rara mierda teatral es lo que pasa a nuestro alrededor todos los días de nuestras vidas; un animal de puro instinto, Johnny Ferret, tiene drama en sus acciones, pero no teatro; el teatro exige que traces un círculo alrededor de la acción y la observes desde fuera del círculo; en otras palabras, la autoconciencia es teatro.

    Todos saben que si le preguntas a poetas acerca de cómo empiezan sus poemas, la respuesta siempre es la misma: una frase, una línea, una sobra de lenguaje, un ritmo, una imagen, algo visto, oído, presenciado, o imaginado. La lección siempre es la misma, y los poetas jóvenes comprenden que esta es una de las lecciones más importantes que pueden aprender: si tienes alguna idea para un poema, una cuadrícula exacta de intención, estás en el camino equivocado, en un callejón sin salida, en la cima de un acantilado que ni siquiera has subido. Ésta es una lección que solo puede ser aprendida por ensayo y error.

    Creo que muchos buenos poemas comienzan con ideas, pero si lo dices a muchas caras, o lo cuentas muy fuerte, se quedarán con la idea errónea.

    Ahora, aquí hay algo realmente interesante (para mí), algo que puedes utilizar en una fiesta donde todos estén de pie, cuando todos estén cansados de escuchar que hay un millón tres mil doscientos noventa y cinco palabras que los Esquimales usan para “nieve”. Es lo que Ezra Pound aprendió de Ernest Fenollosa: algunos idiomas están hechos –el Inglés entre ellos– de manera que solo podamos, cada uno, decir una sola oración en toda nuestra vida. Esta oración comienza con tus primeras palabras, gateando cerca de la cocina, y termina con tus últimas palabras justo antes de que te subas a la carroza, o entres a un asilo de ancianos con el asistente nocturno vagamente a mano. O, si eres bendecido, son oídas por alguien que te conoce y te ama, y que se dolerá al escuchar el final de la oración.

    Cuando le conté al Sr. Angel sobre la oración que dura una vida, dijo: “¡Es un montón de punto y comas!” Estaba totalmente en lo correcto; la oración sería difícil de manejar y torpe y se parecería a la novela de un sabio, pero la próxima vez que uses un punto y coma (el cual, de paso, es el signo de puntuación menos usado en toda la poesía), deberías detenerte y ser agradecido de que exista esta pequeñez, inventada por un ser humano –italiano, de hecho– que nos permite continuar y seguir conectando discurso que para todo propósito aparente se mantiene inconexo.

    Tu podrás decir un poema es un punto y coma, un punto y coma viviente, lo que conecta a la primera línea con la última, la acción de mantener unido aquello cuya naturaleza es volar aparte. Hay –un poema– entre la primera y las últimas líneas, y si no fuera por el poema que intercede, la primera y las últimas líneas de un poema no hablarían entre sí.

    No hablarían entre sí. Porque las líneas de un poema están hablando entre sí, no tú a ellas ni ellas a ti.

    Te voy a contar lo que echo de menos: extraño ver una película y que al final una gran palabra aparezca desplazada por la pantalla y diga: FIN. Extraño terminar una novela y que ahí en la última página, a una distancia discreta de las últimas palabras de la última línea, estén los caracteres oscuros deletreando Fin.

    Tenía su propia emoción. No la ignoraba, la leía, incluso en silencio, con una profunda sensación de afectación; el sentimiento de estar repleta, el sentimiento de estar satisfecha, y el sentimiento de perdida, la pena de haber terminado el libro.

    Nunca, en mi vida, leí un poema que terminara con la palabra Fin. ¿Por qué?, me lo pregunto. Creo que quizá la brevedad de los poemas en comparación con las novelas le hace sentir a uno que no ha habido una gran gasto de energía, ninguna maratón que valiera empujar la cinta a lo largo de la última línea. Entonces encontré un poema mío que había escrito a mano cuidadosamente en sexto grado, y al fondo de la página, en tinta india, bellamente aparte del resto del texto, estaba la palabra Fin. Y me di cuenta de que los niños muchas veces denotan el final porque es un gran logro para ellos, ciertamente, haber escrito cualquier cosa, y están completamente desprevenidos del número de cuentos y poemas que han sido escritos; ellos conocen algunos, por supuesto, pero todavía no han comprendido el alcance de acuerdo al cual no son las únicas personas del planeta. Y por eso firman sus cuentos y poemas como reyes. Lo cual es algo magnífico.

    Roland Barthes sugiere que hay tres maneras de terminar una pieza de escritura: el final que aporta la última palabra o el final silencioso o el final que ejecuta una pirueta haciendo algo inesperadamente incongruente.

    Gaston Bachelard dice una cosa única más breve y asombrosa: comenzamos por la admiración y terminamos organizando nuestra decepción. El momento de la admiración es la experiencia de algo no filtrado, vital y fresco –también puede contar el horror– y el momento de organización es al mismo tiempo el inicio de la decepción y su dignificación; lo menos que podemos hacer es dignificar nuestro conocimiento, la pérdida de algo de vitalidad de manos de la familiarización, admirando ya no la cosa en sí sino cómo podemos organizarla, pensar en ella.

    Me temo que no hay forma de eludir esto. Es lo único verdaderamente inevitable. Y si lo crees así, entonces estás concediendo que al principio fue la acción, no la palabra.

    El pintor Cy Twombly cita a John Crowe Ransom en un trozo de papel: “La imagen no puede ser despojada de una frescura primordial que las ideas no pueden reclamar”.

    Una cosa fácil y apropiada que decir por parte de un pintor. Cy Twombly usa texto en algunas de sus pinturas y dibujos, generalmente poesía, generalmente Dante. Muchos hombres y mujeres han escrito largos ensayos y conferencias sobre las ideas que ellos ven expresadas en el trabajo de Twombly.

    La oración de Bachelard dice simplemente esto: los orígenes (comienzos) tienen consecuencias (finales).

    El poema es la consecuencia de sus orígenes. Denme la fruta que voy a sacar una semilla de ella y la voy a plantar y voy a mirar como crece el árbol de donde cayó.

    Bárbara Herrnstein Smith, en su libro Poetic Closure: A Study of How Poems End [*Clausura poética: un estudio de cómo terminan los poemas], dice esto: “Quizás todo lo que podemos decir, e incluso esto puede ser demasiado, es que en todas nuestras experiencias parecen estar involucrados diversos grados o estados de tensión, y que las más gratificantes son aquellas en las que cualquier tensión creada es también liberada. O para usar otro conjunto de términos familiares, una experiencia es gratificante en la medida en que también se cumplen las expectativas que se suscitan.”

    Pero no hay ningún libro que conozca sobre el tema de cómo los poemas comienzan. ¿Cómo puede ser rastreado el origen cuando no hay forma ni estado que preceda a su rastro? Es exactamente como rastrear el momento del big-bang –podemos volver al nanosegundo anterior al comienzo, antes de que el universo se convierta en realidad, pero no podemos volver al comienzo preciso porque eso sería anteceder al conocimiento, y no podemos “saber” nada antes de que “conocer” haya nacido.

    He hojeado libros, he leído cientos de líneas de comienzos y finales, por edades, culturas, escuelas estéticas, y he descubierto que las primeras líneas son notablemente similares, incluso que se repiten. Por supuesto en todos los casos se mantienen notablemente distintas, porque las palabras pertenecen a poemas completamente distintos. Y comencé a darme cuenta, leyendo estas primeras y últimas líneas, de que no solo son las primeras y últimas líneas de la oración que elaboramos a lo largo de nuestras vidas sino también las primeras y últimas líneas de la larga pieza de lenguaje que nos entregan los otros, aquellos a los que escuchamos. Y en la mejor de todas las vidas posibles, que los comienzos y los finales son lo mismo: poema tras poema encontré las palabras que marcan lo primero hecho de lenguaje que de niños repetimos, como un estribillo, noche tras noche: Te amo. Estoy contigo. No tengas miedo. Ahora, a dormir. Y encontré las palabras que marcan lo último hecho de lenguaje, y que esperamos oír en la Tierra: Te amo. No estás solo. No tengas miedo. Ahora, a dormir.

    Pero se está humedeciendo y tengo que entrar. La niebla de la memoria está subiendo. Entre las últimas palabras de Emily Dickinson (en una carta). Una mujer que todo el mundo pensó como introvertida, reclusa, conventual, habló como si ella hubiese estado afuera, explorando la tierra, su vida entera, llegado finalmente el tiempo de entrar. Y así fue.

***
Mary Ruefle (Pensilvania, 1952) Madness, Rack & Honey. Collected Lectures. Nueva York: Wave Books, 2012. Traducción de David Villagrán Ruz. Compañía del Viento