Quiero afirmar que, tras cien años de romanticismo, un renacimiento clásico es inminente, y que el arma particular de este nuevo espíritu clásico, cuando opera en verso, será la fantasía [fancy]. Y con esto doy por sentada la superioridad de la fantasía; no superior de modo general o absoluto, lo que sería una obvia tontería, sino superior en el sentido en que usamos la palabra ‘bueno’ en la ética empírica: bueno para algo, superior para algo. Entonces tendré que probar dos cosas: primero, que se viene un renacimiento clásico, y segundo, para sus propósitos particulares, que la fantasía será superior a la imaginación.
Tan banales se han vuelto los términos Imaginación y Fantasía que creemos que siempre fueron parte de la lengua2. La historia de estos dos términos diferenciados en el vocabulario de la crítica es relativamente breve. En principio, por supuesto, ambos significan lo mismo; comenzaron a ser diferenciados por los escritores de estética alemanes del siglo XVIII.
Sé que al usar las palabras ‘clásico’ y ‘romántico’ procedo de modo peligroso. Representan cinco o seis tipos diferentes de antítesis, y quizá yo los use en un sentido y ustedes los interpreten en otro. En esta oportunidad los usaré en un sentido perfectamente preciso y limitado. Debí haber acuñado dos palabras nuevas, pero prefiero usar éstas, así procedo conforme a la práctica de ese grupo de escritores polémicos que más las usa hoy en día y que casi ha logrado convertirlas en lemas políticos. Me refiero a Maurras, Lasserre y todo el grupo asociado a L’Action Française3.
En este momento, la distinción es vital sobre todo para ese grupo en particular. Porque se ha vuelto un símbolo partidario. Si le preguntaran a alguien de cierto sector si prefiere los clásicos o los románticos, de su respuesta podrían deducir su orientación política.
La mejor manera de acceder a una definición apropiada de mis términos sería comenzar con un conjunto de personas que estén dispuestas a pelear por ellos, ya que en esas personas no hallaremos vaguedad. (Otra gente adopta la ignominiosa actitud de quien tiene gustos católicos y dice gustarles ambos).
Hace algo de un año, un hombre, creo que llamado Fauchois, dio una conferencia en el Odéon sobre Racine, durante la cual hizo algunas observaciones despectivas sobre su tedio, falta de inventiva y lo que ya se imaginarán. Esto causó una revuelta inmediata: hubo peleas en todo el recinto; varias personas terminaron arrestadas y encarceladas, y el resto de las conferencias tuvo lugar con cientos de gendarmes y policías esparcidos por todo el lugar. Esas personas interrumpieron porque el ideal clásico es para ellas una cosa viva y Racine es el gran clásico. A eso llamo yo un interés vital real en literatura. Consideran que el romanticismo es una horrible enfermedad de la que Francia acaba de recuperarse.
En su caso, el asunto se complica por el hecho de que el romanticismo hizo la revolución. Odian la revolución, así que odian el romanticismo.
No me disculpo por meterme en política; el romanticismo, tanto en Inglaterra como en Francia, está asociado a ciertas posturas políticas, y solo si se toma un ejemplo concreto de cómo opera un principio en acción se obtiene su mejor definición.
¿Cuál era el principio positivo detrás de todos los demás principios de 1789? Hablo aquí de la revolución en tanto idea; no incluyo las causas materiales, que solo producen las fuerzas. Las barreras que fácilmente habrían podido resistir o guiar dichas fuerzas se pudrieron de antemano con ideas. Parece ser el caso en todos los cambios exitosos; la clase privilegiada es derrotada solo cuando ha perdido la fe en sí misma, cuando la han penetrado las ideas que operan en su contra.
No fueron los derechos del hombre: eso fue un buen grito de guerra, sólido y práctico. Lo que creó el entusiasmo, lo que hizo de la revolución prácticamente una nueva religión fue algo más sustancial que eso. Gente de todas las clases, gente que salía perdiendo al dar su apoyo, participaba de una agitación asertiva sobre la idea de libertad. Debió haber alguna idea que les permitiera creer que algo positivo resultaría de una cosa tan esencialmente negativa. La hubo, y aquí hallo mi definición de romanticismo. Rousseau les había enseñado que el hombre es bueno por naturaleza, que solo las malas leyes y costumbres lo habían oprimido. Eliminándolas a todas, las infinitas posibilidades del hombre tendrían una oportunidad de concretarse. Esto es lo que les hizo pensar que algo positivo resultaría del desorden, esto es lo que creó el entusiasmo religioso. He aquí la raíz de todo romanticismo: que el hombre, el individuo, es una reserva infinita de posibilidades; y si se puede reorganizar la sociedad destruyendo el orden opresivo, estas posibilidades tendrán una oportunidad y habrá Progreso.
Podemos definir lo clásico claramente como el exacto opuesto de esto. El hombre es un animal extraordinariamente fijo y limitado cuya naturaleza es absolutamente constante. Solo la tradición y la organización sacan algo decente de él.
Esta visión recibió una leve sacudida en tiempos de Darwin. Recordarán su hipótesis, que aparecieron nuevas especies por el efecto acumulativo de pequeñas variaciones; esto parece admitir la posibilidad de un progreso futuro. Pero hoy en día la hipótesis contraria se abre camino concretamente en la teoría de la mutación de De Vries, que cada especie nueva aparece no gradualmente por acumulación de pequeños pasos, sino por un salto repentino, y que una vez que apareció, permanece absolutamente fija. Esto me permite mantener la visión clásica con apariencia científica.
En pocas palabras, estas son las dos perspectivas. Una, que el hombre es intrínsecamente bueno, corrompido por la circunstancia; y la otra, que es intrínsecamente limitado, pero bastante decente bajo la disciplina del orden y la tradición. Para el partidario del primer grupo, es como un pozo, para el otro, un balde. A la perspectiva que ve al hombre como un pozo, una reserva llena de posibilidades, la llamo romántica; a la que lo ve como una criatura fija y muy finita, la llamo clásica.
Aquí podemos observar que la Iglesia siempre mantuvo la perspectiva clásica desde la derrota del pelagianismo y la adopción del sensato dogma clásico del pecado original.
Sería un error identificar la perspectiva clásica con el materialismo. Al contrario, es absolutamente idéntica a la típica actitud religiosa. Digámoslo de este modo: La parte fija en la naturaleza del hombre es la creencia en la Divinidad. Esta parte sería tan fija y verdadera para cada hombre como la creencia en la existencia de la materia y el mundo objetivo. Es análoga al apetito, al instinto sexual y a las demás cualidades fijas. Aunque en ciertos momentos, por el uso de la fuerza o la retórica, estos instintos se vieron suprimidos: en Florencia con Savonarola, en Génova con Calvino, y aquí con los Parlamentarios (Roundheads). El resultado inevitable de ese proceso es que el instinto reprimido sale despedido en direcciones anómalas. Lo mismo con la religión. Con la retórica pervertida del Racionalismo, los instintos naturales se reprimen y nos convertimos en agnósticos. Como en el caso de los demás instintos, la Naturaleza logra vengarse. Los instintos que hallaban su salida correcta y apropiada en la religión deben salir de algún otro modo. Si no crees en Dios, comienzas a creer que el hombre es un dios. Si no crees en el Cielo, comienzas a creer en un cielo sobre la tierra. En otras palabras, encuentras el romanticismo. Los conceptos que son correctos y apropiados en su propia esfera se esparcen y, así, arruinan, falsifican y difuminan los claros límites de la experiencia humana. Es como verter una jarra de melaza sobre la cena. El romanticismo, y esta es la mejor definición que puedo ofrecer, es religión derramada.
Ahora debo sortear la dificultad de decir exactamente a qué me refiero con romántico y clásico en poesía. Solo puedo decir que me refiero al resultado de estas dos actitudes hacia el cosmos, hacia el hombre, en la medida en que se refleja en poesía. El romántico, como cree que el hombre es infinito, siempre está hablando del infinito; y como siempre existe un contraste amargo entre lo que creemos que podemos hacer y lo que el hombre realmente puede hacer, el romanticismo tiende a lo melancólico, al menos en sus últimas etapas. Realmente solo puedo decir que son el reflejo de estos dos temperamentos y señalar ejemplos de ambos espíritus. Por un lado, tomaría personas tan diversas como Horacio, la mayoría de los isabelinos y los escritores de la edad de Augusto, y por otro lado a Lamartine, Victor Hugo, partes de Keats, Coleridge, Byron, Shelley y Swinburne.
Sé bien que cuando la gente piensa en poesía clásica y romántica, el contraste que inmediatamente viene a la mente es entre, digamos, Racine y Shakespeare. No me refiero a esto; la línea divisoria que intento trazar está un poco desviada del verdadero centro. Estoy de acuerdo con que Racine está en el extremo clásico, pero si consideran que Shakespeare es romántico, están usando una definición diferente a la mía. Están pensando la diferencia entre clásico y romántico meramente en términos de moderación y exuberancia. Debería decir, con Nietzsche, que hay dos tipos de clasicismo, el estático y el dinámico. Shakespeare es el clásico en movimiento.
Lo que quiero decir con poesía clásica, entonces, es lo siguiente. Que incluso en los vuelos más imaginativos siempre hay una moderación, una reserva. El poeta clásico jamás olvida su finitud, este límite del hombre. Siempre recuerda que está hecho de tierra. Puede saltar, pero siempre regresa; jamás se aleja volando hacia los gases superiores.
Se podría decir, si quisiéramos, que toda la actitud romántica parece cristalizarse en poesía en torno a metáforas de vuelo. Victor Hugo siempre está volando, volando sobre abismos, volando hacia los gases eternos. La palabra infinito aparece de cuando en cuando.
En la actitud clásica, jamás parece que bailemos hacia la nada infinita. Si decimos una cosa extravagante que excede los límites en los cuales sabemos que el hombre está maniatado, al final siempre da la impresión de que estamos por fuera de lo dicho y que no lo creemos, o de que lo decimos conscientemente como un adorno. Jamás alcanzamos ciegamente una atmósfera más allá de la verdad, una atmósfera demasiado enrarecida para la respiración del hombre. Siempre somos fieles a la concepción de un límite. Es una cuestión de registro; en la poesía romántica te mueves en un cierto registro retórico que, siendo como es el hombre, sabes que es demasiado pretencioso. Lo que se lee en Victor Hugo o Swinburne. En la reacción clásica venidera, eso sonará simplemente equivocado. Como ejemplo de lo contrario, un verso escrito en el verdadero espíritu clásico, podemos tomar la canción de Cymbeline que comienza con ‘Fear no more the heat of the sun’. Con esto, solo pretendo hacer una parábola. No hablo necesariamente en serio. Tomemos los últimos dos versos:
‘Golden lads and girls all must,
Like chimney sweepers come to dust.’4
Ningún romántico habría escrito esto jamás. De hecho, tan imbuidos están en el romanticismo, tan objetable les resulta esto, que se ha afirmado que estos versos no eran parte de la canción original.
Además del pun (juego de palabras), lo que considero bastante clásico es la palabra lad (muchacho). El romántico moderno jamás escribiría eso. Estaría obligado a escribir ‘golden youth‘ (joven dorado) y así subirle el registro al menos un par de notas.
Ahora quisiera dar las razones por las que creo que estamos acercándonos al final del movimiento romántico.
La primera se apoya en la naturaleza de cualquier convención o tradición artística. Una convención o actitud artística particular halla su estricta analogía en los fenómenos de la vida orgánica. Envejece y decae. Tiene un periodo de vida definido y luego debe morir. En él se tocan todas las melodías posibles y luego se agota; es más, su mejor periodo es su temprana juventud. Tomemos el caso del florecimiento extraordinario de la poesía en el periodo isabelino. Se han dado todo tipo de razones para esto: el descubrimiento del nuevo mundo y todo lo demás. Hay una razón mucho más simple. Tenían un nuevo medio con el que jugar: el verso blanco. Era nuevo, por lo que era fácil tocar melodías nuevas con él.
La misma ley aplica en las demás artes. Todos los maestros de la pintura llegaron al mundo en un momento en que la tradición particular de la que partieron era imperfecta. La tradición florentina aún carecía de madurez cuando Rafael llegó a Florencia, el estilo de Bellini aún era joven cuando Tiziano nació en Venecia. El paisaje aún era un juguete o un infantazgo de figuras pintadas cuando Turner y Constable revelaron su poder independiente. Cuando Turner y Constable acabaron sus paisajes, le dejaron poco o nada a sus sucesores en esa misma línea. Cada campo de actividad artística se agota en el primer gran artista que se granjea una cosecha completa en él.
Creo que el romanticismo ya alcanzó dicha fase de agotamiento. No habrá otro florecimiento de poesía hasta que no tengamos una nueva técnica, una nueva convención a la que entregarnos libremente.
Esto puede recibir objeciones. Puede decirse que un siglo como unidad orgánica no existe, que me dejo engañar por la metáfora equivocada, que trato a un grupo de gente literaria como si fueran un organismo o un departamento de estado. Sea lo que sea que seamos en otras cosas, diría quien objete, en literatura, en la medida en que podamos decir que somos algo (en la medida en que vale la pena considerarnos), somos individuos, somos personas, y en tanto personas diferentes no podemos subordinarnos a ningún tratamiento general. En cualquier periodo de cualquier época, un poeta individual puede ser clásico o romántico según lo sienta. En cualquier momento puedes considerarte por fuera de un movimiento. Quizá pienses que como individuo observas al espíritu clásico y al espíritu romántico y decides desde un punto de vista absolutamente desapegado que uno es superior al otro.
La respuesta a esto es que nadie, en cuestiones de juzgar belleza, puede adoptar una postura desapegada de ese modo. Así como físicamente no nacemos de esa entidad abstracta, el Hombre, sino de padres particulares, así también con cuestiones de juicio literario. Nuestra opinión casi en su totalidad es la de la historia literaria que vino antes que nosotros, y esto nos rige sin importar lo que pensemos. Tomemos el ejemplo de la piedra que cae al suelo de Spinoza. Si esta tuviera una mente consciente, dijo Spinoza, pensaría que cae al suelo porque así lo quiere. Lo mismo aplica para nuestro juicio pretendidamente libre sobre lo que es y no es bello. Se exagera mucho el grado de libertad del hombre. Tanto la religión como las opiniones que me otorga la metafísica me convencen de que somos libres en ciertas raras ocasiones. Pero muchos actos que solemos considerar libres son en verdad automáticos. Es posible que un hombre escriba un libro de modo casi automático. He leído varios de esos productos. Hace más de veinte años, Robertson registró algunas observaciones sobre el habla refleja, y obtuvo que, en ciertos casos de demencia en que las personas no eran demasiado conscientes en cuanto al ejercicio de la razón refiere, se daban respuestas muy inteligentes a una sucesión de preguntas sobre política y temas semejantes. No era posible que entendieran el significado de estas preguntas. Allí la lengua actuó como actúa un reflejo. Por lo que ciertos mecanismos extremadamente complejos y lo suficientemente sutiles para imitar a la belleza pueden actuar por sí mismos. Ciertamente creo que este es el caso de los juicios sobre la belleza.
Puedo reformularlo de un modo algo diferente. Aquí se da el conflicto de dos actitudes, como lo sería también de dos técnicas. El crítico, que por un lado debe admitir que ocurren cambios de una actitud a otra, insiste en considerarlas meras variaciones de cierta fijación normal, como el balanceo de un péndulo. Yo admito la analogía del péndulo respecto al movimiento, pero rechazo las consecuencias ulteriores de la analogía, la existencia del punto de descanso, el punto normal.
Cuando digo que no me gustan los románticos, disocio dos cosas: la parte de ellos que se parece a todos los grandes poetas, y la parte de ellos que se diferencia y que les da el carácter de románticos. Este elemento menor es el que constituye la nota particular de un siglo y que, aunque entusiasma a los contemporáneos, fastidia a la próxima generación. Nosotros detestamos en Pope precisamente la cualidad que les gustaba a sus amigos. Ahora bien, cualquiera inmediatamente previo a los románticos que sintiera eso podría haber predicho que se venía un cambio. Me parece que ahora estamos en la misma posición. Creo que hay un número cada vez mayor de personas que simplemente no tolera a Swinburne.
Cuando digo que habrá otro resurgimiento clásico, no necesariamente anticipo un regreso a Pope. Solo digo que ahora es el momento de dicho resurgimiento. Dadas ciertas personas con la capacidad necesaria, sería algo vital; sin ellos, obtendríamos un formalismo similar a Pope. Cuando llegue quizá ni lo reconozcamos como clásico. Y será clásico, pero será diferente porque ha atravesado un periodo romántico. Para dar un ejemplo paralelo: Recuerdo que me sorprendí al leer, en el relato que da Maurice Denis sobre los postimpresionistas, que se consideraban clásicos en el sentido de que intentaban imponer el mismo orden al mero flujo de material nuevo provisto por el movimiento impresionista, que existía en los materiales más limitados de la pintura anterior.
Debo aclarar algo antes de seguir con mi razonamiento: aunque el romanticismo esté muerto en la realidad, su actitud crítica correspondiente sigue existiendo. Para ser un poco más claro: para cada tipo de poesía, existe una actitud receptiva correspondiente. En un periodo romántico, exigimos ciertas cualidades de la poesía. En un periodo clásico, exigimos otras. En este momento, diría que la actitud receptiva ha sobrevivido a la cosa a partir de la cual se formó. Y aunque la tradición romántica se ha secado, la actitud mental crítica, que le exige cualidades románticas a la poesía, aún sobrevive. Por lo que, si mañana se escribiera buena poesía clásica, poca gente la toleraría.
La objeción va incluso contra lo mejor de los románticos. La objeción va incluso más contra la actitud receptiva. La objeción va contra el descuido que no considera que un poema es un poema a menos que esté gimiendo o quejándose sobre alguna cosa u otra. Siempre lo pienso en conexión con el último verso de un poema de John Webster que termina con una solicitud que cordialmente respaldo:
‘Deja de gemir y vámonos’5
Ahora la cosa está tan mal que un poema sobrio y sólido, un poema debidamente clásico, ni siquiera sería considerado poesía. ¿Cuánta gente puede poner una mano en el corazón y decir que les gusta Horacio o Pope? Sienten una especie de frío cuando los leen.
La solidez sobria que se obtiene en los clásicos les resulta absolutamente repugnante. Toda poesía que no sea húmeda no es poesía en lo absoluto. No saben ver que la descripción precisa es un objeto legítimo de la poesía. Para ellos, la poesía siempre se trata de evocar alguna de las emociones agrupadas en torno a la palabra ‘infinito’.
La esencia de la poesía para la mayoría de la gente es que debe conducirlos a un más allá de algún tipo. La poesía estrictamente circunscrita a lo terrenal y definido (Keats está lleno de eso) podría parecerles una escritura excelente, de excelente artesanía, pero no poesía. Tanto nos corrompió el romanticismo, que sin alguna forma de vaguedad rechazamos lo más alto.
En lo clásico, siempre se trata de la luz de un día ordinario, jamás de la luz que nunca brilló en la tierra o el mar. Siempre es perfectamente humana y jamás exagera: el humano es siempre humano y jamás un dios.
Pero el pésimo resultado del romanticismo es que, habituados a esta extraña luz, no se puede vivir sin ella. Actúa en nosotros como una droga.
Existe una tendencia general a creer que la poesía significa poco más que la expresión de una emoción insatisfecha. La gente dice: ‘Pero ¿cómo haces poesía sin sentimiento?’ Se ve claramente: el panorama los alarma. Un resurgimiento clásico les significaría el panorama de un desierto árido y la muerte de la poesía según ellos la entienden, y solo vendría a rellenar el vacío causado por esa muerte. La razón exacta por la que este espíritu clásico sobrio tendría la necesidad positiva y legítima de expresarse en poesía les resulta rotundamente inconcebible. Luego mostraré cuál es esa necesidad positiva. Deriva de que hay otra cualidad, no la emoción producida, que está en la base de la excelencia en la poesía. Antes de pasar a eso, me preocupa algo negativo, un aspecto teórico, un prejuicio que se interpone y que realmente está al fondo de este rechazo a entender la poesía clásica.
Es una objeción que en última instancia proviene, según creo, de una mala metafísica del arte. No son capaces de admitir la existencia de la belleza a menos que arrastre consigo al ser infinito de uno u otro modo.
Para justificarme, podría citar, como típico ejemplo verbal de este tipo de actitud, los famosos capítulos sobre la imaginación del volumen II de Modern Painters de Ruskin. Debo decir, entre paréntesis, que uso la palabra ‘imaginación’ sin perjuicio de la discusión con la que terminaré este texto. Solo la uso aquí porque la usa Ruskin. Ahora solo me importa la actitud detrás del texto, que considero romántica.
La imaginación solo puede ser seria; ve demasiado lejos, demasiado oscuramente, demasiado solemnemente, demasiado seriamente, como para sonreír alguna vez. Hay algo en el corazón de todo que, si lo alcanzamos, no nos hará reír… Los que han penetrado y visto la profundidad melancólica de las cosas están llenos de una intensa pasión y una amabilidad por empatía. (Parte III, Cap. III, § 9)
Hay en cada palabra dispuesta por la mente imaginativa un trasfondo horrendo de significado, y evidencia y sombras de los lugares oscuros de los que proviene. A menudo es oscura, a menudo dicha a medias; pues quien la escribió, en su clara visión de las cosas subyacentes, acaso se mostró impaciente ante interpretaciones detalladas; pues si optamos por habitarla y rastrearla, siempre nos conducirá decididamente a la metrópolis de los dominios del alma desde donde podríamos seguir todos los caminos y senderos hasta sus más lejanas costas. (Parte III, Cap. III, § 5)6
En estos asuntos, el acto del juicio realmente es un instinto, una cosa absolutamente incomunicable, afín al arte del catador de té. Pero hay que hablar, y el único lenguaje posible en estos asuntos es el de la analogía. No tenemos arcilla material para moldearla en la forma dada; lo único que tenemos para este propósito y que actúa como substituto es un tipo de arcilla mental y ciertas metáforas convertidas en teorías de estética y retórica. Una combinación de esto, si bien no puede comunicar la intuición esencialmente incomunicable, sí puede ofrecernos una analogía que basta para que veamos de qué se trataba y así reconocerlo, con la condición de que hayamos experimentado un estado similar. Ahora bien, estas frases de Ruskin me comunican claramente su gusto en el tema.
Veo con bastante claridad que él cree que la mejor poesía debe ser seria. Es una actitud natural para alguien del periodo romántico. Pero no se contenta con decir que él prefiere este tipo de poesía. Quiere deducir su opinión, al igual que su maestro Coleridge, de algún principio fijo hallado por la metafísica.
Llegamos al último refugio de la actitud romántica. Demuestra ser, no una actitud, sino una deducción proveniente de un principio fijo del cosmos.
Una de las razones principales de la existencia de la filosofía no es que permite hallar la verdad (jamás puede hacer tal cosa), sino que ofrece un refugio para las definiciones. La idea más común es que ofrece una base fija a partir de la cual podemos deducir lo que queramos desde la estética. El proceso es exactamente al revés. Comenzamos en la confusión de la línea de batalla, nos retiramos un poco a la retaguardia para recuperarnos, para acomodar las armas. Dicho de modo directo, sin metáforas esta vez: la filosofía nos ofrece un lenguaje preciso y elaborado en el que realmente puedes explicar definitivamente lo que quieres decir, pero lo que quieres decir lo deciden otras cosas. La realidad definitiva es el alboroto, el forcejeo; la metafísica es un auxiliar de la lucidez.
Regresemos a Ruskin y su objeción contra todo lo que no sea serio. Me parece que en todo esto hay una mala estética metafísica. Es la metafísica que, al definir la belleza o la naturaleza del arte, siempre arrastra consigo el infinito. Particularmente en Alemania, la tierra donde se crearon las teorías estéticas, los estetas románticos circunscribieron toda belleza a una impresión del infinito vinculada a la identificación de nuestro ser con el espíritu absoluto. En el más mínimo elemento de belleza vemos una intuición total del mundo entero. Todo artista es una especie de panteísta.
Por eso resulta bastante obvio, para quien sostiene este tipo de teorías, que toda poesía que se circunscriba a lo finito jamás será del más alto grado. Parece un contrasentido. Y como la metafísica es el último refugio de todo prejuicio, ahora es necesario que yo refute esto.
Aquí va un tedioso trozo de dialéctica, pero es necesario para mis fines. Debo evitar dos escollos al discutir la idea de belleza. Por un lado, existe la antigua visión clásica que supuestamente la define como la conformidad con ciertas formas estándares y fijas; por otro lado, existe la visión romántica que arrastra consigo el infinito. Debo encontrar una metafísica entre estas dos que me permita afirmar con coherencia que la poesía neoclásica del tipo que indiqué no implica un contrasentido. Es fundamental probar que la belleza puede hallarse en cosas pequeñas y sobrias.
El gran objetivo es la descripción definida, precisa y escrupulosa. Lo primero está en reconocer cuán extraordinariamente difícil resulta esto. No se trata apenas de la meticulosidad; hay que usar la lengua, y la lengua es inherentemente una cosa comunal; es decir que jamás expresa la cosa exacta, sino un compromiso: lo que es común a ustedes, a mí y a todo el mundo. Pero cada persona ve de un modo algo diferente, y para expresar clara y exactamente lo que se ve, se debe realizar un esfuerzo terrible con el lenguaje, ya sea con palabras o con la técnica de otras artes. La lengua tiene su propia naturaleza particular, sus propias convenciones e ideas comunales. Solo con un esfuerzo concentrado de la mente es posible sostenerla fija a nuestros propios fines. Siempre pienso que el proceso fundamental, detrás de todas las artes, podría representarse con la siguiente metáfora. Pensemos en lo que llamo las curvas del arquitecto: trozos de madera chatos con todo tipo de curvaturas diferentes. Con la selección adecuada, se puede dibujar aproximadamente cualquier curva. Considero artista a la persona que simplemente no soporta ese ‘aproximadamente’. Encontrará la curva exacta de lo que ve, sea un objeto o una idea. Ahora tendré que cambiar un poco la metáfora para hablar de su proceso mental. Supongamos que en lugar de trozos curvos de madera tengamos un trozo de acero elástico con el mismo tipo de curvaturas. Pues bien, el estado de tensión o concentración mental, si realmente está haciendo algo bueno en esta lucha contra el hábito enraizado de la técnica, podría representarse como un hombre que emplea todos sus dedos para torcer las curvas del acero y formar la curva exacta que está buscando. Una forma diferente a la que asumiría naturalmente.
Entonces, hay que distinguir dos cosas; primero, la facultad mental específica para ver las cosas como realmente son y lejos de las formas convencionales en que nos han entrenado para verlas. Esto ya es de por sí algo raro de ver en una conciencia. Segundo, el estado mental de la concentración, el autocontrol necesario para expresar realmente lo que se ve. Evitar caer en las curvas convencionales de la técnica enraizada, ajustarse aplicando un detalle y molestia infinitos a la curva exacta que se desea. Cuando se consigue esta sinceridad, se obtiene la cualidad fundamental del buen arte sin traer el infinito o la seriedad.
Ahora puedo señalar la cualidad positiva fundamental de la poesía que constituye la excelencia, que no tiene nada que ver con el infinito, con el misterio o con las emociones.
Este es entonces el punto de mi argumentación. Vaticino que se viene un periodo de poesía clásica, sólida, sobria. Ya me encargué de la objeción preliminar que se funda en la mala estética romántica y, según la cual, en los versos en que se excluye el infinito no existe la esencia de la poesía en lo absoluto.
Luego de intentar esbozar qué es esa cualidad positiva, no puedo terminar este texto sin decir lo siguiente: Que cuando se manifiesta esta cualidad en el reino de las emociones, opera la imaginación, y cuando se manifiesta esta cualidad en la contemplación de las cosas finitas, opera la fantasía.
Tanto en prosa como en el álgebra, las cosas concretas se encarnan en signos u operadores que se mueven según reglas, sin que se los visualice en lo absoluto en el proceso. En prosa existen ciertas situaciones y combinaciones de palabras prototípicas que se transforman en otras combinaciones de modo tan automático como las funciones del álgebra. Uno reemplaza las X y las Y por cosas físicas recién al final del proceso. La poesía, al menos en un aspecto, puede considerarse como un esfuerzo por evitar esta característica de la prosa. No es un lenguaje operador, sino visual y concreto. Todo lenguaje intuitivo debe entregar las sensaciones de modo corporal. Siempre intentará detenernos y hacernos ver continuamente una cosa física para evitar que resbalemos hacia la abstracción. Escoge epítetos renovados y metáforas renovadas, no tanto porque sean nuevas y ya estemos cansados de lo viejo, sino porque lo viejo deja de expresar cosas físicas y se transforma en operadores abstractos. Un poeta diría que un barco ‘cabalgó los mares’ para ofrecer una imagen física, en lugar de la palabra operativa ‘navegó’. Los significados visuales solo pueden transmitirse con un nuevo tazón de metáforas; la prosa es una vasija vieja que los deja filtrarse. Las imágenes de la poesía no son un mero decorativo, sino la mismísima esencia de un lenguaje intuitivo. La poesía es un peatón que te muestra el terreno; la prosa, un tren que te lleva a destino.
Ahora puedo pasar a discutir dos palabras que suelen usarse en conexión con esto: ‘fresca’ e ‘inesperada’. Se elogia una cosa por ser ‘fresca’. Entiendo a qué se refieren, pero la palabra, además de comunicar la verdad, comunica un segundo sentido que ciertamente es falso. Cuando se dice que un poema o un dibujo es fresco, y muy bueno, de algún modo se da la impresión de que el elemento esencial de algo bueno es su frescura, que es bueno porque es fresco. Esto es totalmente incorrecto, no hay nada particularmente deseable en la frescura per se. Las obras de arte no son huevos. Más bien al contrario. Simplemente es un mal necesario, debido a la naturaleza del lenguaje y la técnica, que la única manera en que el elemento que constituye lo bueno, la única manera en que detectemos su presencia externamente, es mediante la frescura. La frescura nos convence, sentimos de inmediato que el artista realmente atravesó un estado físico. Se siente por un instante. La comunicación real se da con muy poca frecuencia, porque el simple habla es poco convincente. Este hecho comunicativo tan infrecuente es la raíz del placer estético.
Afirmaré que donde sea que exista este interés extraordinario en una cosa, donde exista un gran entusiasmo [zest] por su contemplación que lleva al contemplador a una descripción precisa en el sentido que acabo de ofrecer para la palabra ‘precisa’, allí hay razón de ser para la poesía. Debe tratarse de un entusiasmo intenso que eleva la cosa por sobre el nivel de la prosa. Uso la palabra ‘contemplación’ del mismo modo en que lo usaba Platón, solo que aplicado a otro tema; se trata de un interés desapegado. «El objeto de la contemplación estética es algo apartado en su propio marco y observado sin memoria ni expectativas, simplemente en sí mismo, como fin y no como medio, de modo individual y no universal».
Daré un ejemplo concreto. Tomaré un caso extremo. Si andamos por la calle y una mujer camina frente a nosotros, quizá observemos la curiosa forma en que el vestido rebota contra los tobillos. Si ese tipo de movimiento particular adquiere tanto interés en nosotros que buscamos hasta dar con un epíteto exacto, estaríamos hablando de una emoción propiamente estética. Pero es el entusiasmo con el que miramos la cosa lo que nos decide a hacer el esfuerzo. En ese sentido, el sentimiento que atravesó la mente de Herrick cuando escribió «la falda tempestuosa» era exactamente el mismo que, en cuestiones más grandiosas y vagas, origina la mejor poesía romántica7. Es totalmente irrelevante que la emoción generada no sea de vaguedad solemne sino, más bien al contrario, de divertimento; el punto es que opera aquí exactamente la misma actividad que la que opera en la más alta poesía. Es evitar el lenguaje convencional para conseguir la curva exacta de la cosa.
Aún me queda por demostrar que, en la poesía que se aproxima, la fantasía será el arma necesaria de la escuela clásica. La cualidad positiva de la que hablo puede manifestarse en una balada del modo más directo y simple, como en «On Fair Kirkconnel Lea». Pero la poesía particular que obtendremos será alegre, sobria y sofisticada, por lo que el arma necesaria de la cualidad positiva deberá ser la fantasía.
El tema no es de importancia; su cualidad es la misma que se observa en las personas más románticas.
Lo determinante no es la escala o el tipo de emoción generada, sino este único hecho: ¿Hay en esto un entusiasmo real? ¿El poeta realmente tuvo de frente a un objeto materializado visualmente con el que se deleitó? No interesa si es el zapato de una mujer o la bóveda estrellada.
La fantasía no es mera decoración añadida al simple habla. El simple habla es esencialmente impreciso. Solo puede volverse más preciso mediante nuevas metáforas, es decir, mediante la fantasía.
Cuando la analogía no tiene suficiente conexión con la cosa descrita para lograr un paralelismo, sino que la sobrepasa al describirla y genera un exceso, entonces se trata del jugueteo de la fantasía, cosa que es, lo admito, inferior a la imaginación.
Pero cuando la analogía es necesaria en cada detalle para lograr una descripción precisa en el sentido de la palabra ‘precisa’ que describí anteriormente, y la única objeción a este tipo de fantasía es que no es seria en cuanto a su efecto, entonces creo que la objeción es totalmente inválida. Si es sincera en el sentido preciso, cuando toda la analogía es necesaria para lograr la curva exacta del sentimiento o cosa que queremos expresar, entonces me parece que se trata de la más alta poesía, aunque el tema sea trivial, y las emociones del infinito, lejanas.
Es muy difícil usar terminología para este tipo de cosas. Cualquier palabra que usemos se vuelve sentimental. Tomemos la palabra ‘vital’ de Coleridge. Todo tipo de personas que hablan de arte la usan con ligereza para decir algo vaga y misteriosamente importante. De hecho, para ellos existe entre ‘vital’ y ‘mecánico’ exactamente la misma antítesis que entre bueno y malo.
Al contrario, Coleridge la usa en un sentido perfectamente definido y lo que llamaré sobrio. Es así: una complejidad mecánica es la suma de sus partes. Si las colocamos una junto a la otra obtenemos el conjunto. Ahora bien, vital u orgánico es apenas una metáfora conveniente para una complejidad de diferente tipo, en la cual las partes no pueden considerarse elementos, ya que cada una se ve modificada por la presencia de la otra, y cada una, en cierta medida, es el conjunto. La pata de una silla sigue siendo en sí misma una pata. Mi pierna por sí misma no lo sería.
La característica del intelecto es que solo puede representar complejidades del tipo mecánico. Solo puede hacer diagramas, y los diagramas esencialmente son cosas cuyas partes están separadas unas de las otras. El intelecto siempre analiza; donde hay síntesis queda desconcertado. Por eso la obra del artista parece misteriosa. El intelecto no puede representársela. Esto es una consecuencia necesaria de la naturaleza particular del intelecto y los propósitos para los que se formó. No significa que la síntesis es inefable, solo que no puede enunciarse definidamente.
Todo esto está desarrollado en Bergson, el rasgo central de toda su filosofía. Todo está basado en la clara concepción de las complejidades vitales que él llama ‘intensivas’ en oposición al otro tipo que él llama ‘extensivas’, y el reconocimiento de que el intelecto solo puede lidiar con la multiplicidad extensiva. Para lidiar con la intensiva es necesaria la intuición.
Bien, como dije antes, Ruskin era totalmente consciente de todo esto, pero no poseía el trasfondo metafísico que le permitiera enunciar definidamente a qué se refería. El resultado es que debió mantenerse a flote con una serie de metáforas. Una mente poderosamente imaginativa captura y combina al mismo tiempo todas las ideas importantes de su poema o pintura, y mientras trabaja con una de ellas, al mismo tiempo está modificando y trabajando con todo en relación a ella, y jamás pierde de vista sus implicaciones recíprocas, como el movimiento del cuerpo de una serpiente se desplaza a la vez en todas sus partes y su voluntad actúa en curvas que se mueven en direcciones opuestas al mismo tiempo.
Todo movimiento romántico debe dar fin a la naturaleza de la cosa. Será repudiable, pero es inevitable: el asombro debe dejar de ser asombro.
Me guardo aquí todas las consecuencias de la analogía, pero igualmente expresa la inevitabilidad del proceso. Una literatura del asombro debe concluir tan inevitablemente como una tierra extraña pierde su extrañeza cuando se la habita. Pensemos en el éxtasis perdido de los isabelinos. «Oh, América mía, tierra nueva»8, pensemos en lo que significó para ellos y lo que significa para nosotros. El asombro solo se da en la actitud de quien pasa de un estado a otro, jamás será algo fijado permanentemente.
Notas
1. Este es uno de los textos más antologizados de Hulme. Probablemente pensado como una conferencia, fue escrito alrededor de 1911 o a comienzos de 1912. Puede rastrearse usando la referencia a las conferencias de René Fauchois sobre Racine en París en el otoño de 1910. El original puede leerse aquí.
2. La distinción entre Imaginación y Fantasía fue hecha por Coleridge en Biographia Litteraria (1817).
3. Charles Maurras (1868-1952) y Pierre Lasserre (1867-1930) fueron figuras líderes del movimiento político reaccionario francés l’Action française, fundado en los albores del caso Dreyfus. El influyente texto de Lasserre, Le Romantisme française, apareció en 1907 y dejó una profunda impresión en Hulme, que refiere a él en varias ocasiones. Lasserre sostiene que Rousseau y el romanticismo fueron responsables de la decadencia política e intelectual de finales del siglo XIX y, al igual que Hulme, sugiere un antídoto ‘clásico’. Hulme conoció a Lasserre en 1911 y ofrece un relato de su encuentro en The New Age el 9 de noviembre de 1911 (‘Mr Balfour, Bergson and Politics’), en el cual Lasserre «intentó probarme que el Bergsonismo no es más que el último disfraz del romanticismo».
4. Hulme cita mal a Shakespeare, los versos originales son: ‘Golden lads and girls all must, / As chimney-sweepers, come to dust’ (Cymbeline, 4.2.263).
5. Hulme cita mal la canción de Bosola’s en The Duchess of Malfi, IV, 2 de Webster. El verso original es: ‘End your groan and come away.’
6. John Ruskin (1819-1900), el crítico de arte y sociedad victoriano publicó Modern Painters del 1843 al 1860.
7. Robert Herrick (1591-1674); la frase pertenece a su poema ‘Delight in Disorder’.
8. John Donne, ‘Elegie: To his Mistris Going to Bed’.
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T. E. Hulme (Endon, 1883-Oostduinkerke, 1917). Traducción de Daniel Schechtel. Gambito de Papel.