lunes, 25 de septiembre de 2023

hugo mujica / poiesis


Ciegos son los pensamientos
del hombre cuando busca
el camino con ingenios
del intelecto sin escuchar
a las Musas

Píndaro


I

Jamás un dios griego ha hablado de sí ni por sí mismo. Tampoco ningún dogma anuncia y fija la identidad de esas deidades, ninguna «Sagrada Escritura» registra su génesis o sus gestas ni anuncian lo que sobre ellos es necesario saber y creer para nuestra salvación. Ni un Moisés ni un Mahoma los han revelado y, no obstante, Grecia recibió el anuncio de sus dioses. Grecia recibió y vivenció a sus dioses, los palpitó como quizá ninguna otra cultura lo haya hecho antes ni después. Grecia vivió sumergida y hasta subsumida en lo numinoso, en lo Sagrado.

La Grecia arcaica acogió simple, y por tanto radicalmente, la manifestación del Ser, del ser de todo lo que es y en lo cual todo es. La religión griega, en la época presocrática que aquí nos ocupa, es, entitativamente, religión de la realidad, de la realidad como acontecer. Lo divino es lo natural, es la Naturaleza: la Phusis. El hombre griego tuvo el privilegio de vivir tan naturalmente que nada natural prescindía de la presencia de sus dioses y, sin ellos, nada le parecía natural. «Todo está lleno de dioses», leemos en Thales de Mileto. Nada en Grecia fue pro-fano, nada estuvo fuera-del-templo, Grecia entera, toda ella, fue templo de dioses.

Sus dioses, acabamos de decir, jamás han hablado de sí y así lo atestigua el célebre «Himno a Zeus» con que Píndaro trata de honrar al «Señor del fuego celeste», al padre de los dioses; el poema que, aunque perdido, conocemos en parte gracias a los fragmentos transmitidos por Filón de Alejandría:

Una vez consumada la creación, Zeus preguntó a los dioses que se hallaban sumidos en silenciosa admiración, si creían que algo faltaba a su obra para alcanzar la perfección. Los dioses respondieron que, en verdad, algo faltaba: una voz divina para laudar y manifestar tanta magnificencia y le rogaron que, para ello, engendrara a las Musas…
El padre de todo escuchó la petición y, habiendo aprobado el pedido, creó el linaje de las cantoras llenas de armonía, nacidas de una de las potencias que le rodeaban: la virgen Mnemosyné, a quien el vulgo llama Memoria.

En el Panteón griego vemos figurar una divinidad que ostenta como identidad lo que para nosotros parece una mera función psicológica: la memoria. La diosa que precederá y gestará la amplia mitología sobre la reminiscencia en la Grecia arcaica.

Mnemosyné, la «Reina de las praderas de Aletheia», la «Memoria religiosa», es, según la Teogonía de Hesíodo, una de las divinidades del mundo titánico, hija del Cielo y la Tierra, de lo celeste y lo arcaico, quien se unió con Zeus durante nueve noches, las nueve noches que fueron engendradas las nuevas Musas: Clío, Euterpe, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Talía, Urania y Calíope. De esta última, a la que Hesíodo llama la más excelsa de las Musas, nació Orfeo, padre e icono de rapsodas y poetas, buceador de sombras, cantor de ausencias.

Lo creado se muestra, en el «Himno» citado, como inconcluso, como inacabado, hasta no ser manifestado, hasta no ser manifestación. Su manifestación será y cumplirá la plenitud de su ser, el ser de su plenitud, será su aparecer, su Aletheia, la Verdad que aparece, que es, en primer lugar palabra, canto, celebración…

Expresar la expresión del Ser será la tarea, la misión y vocación de las Musas, vínculo y religación entre lo Original y lo originado, entre la esencia y la existencia, entre los mortales y los inmortales.

En tanto hijas de Zeus y de Mnemosyné, las Musas son portadoras de un saber original: el saber del acontecimiento de lo que eternamente es. La Teogonía hesiódica plasma este conocimiento en el anuncio que su autor mismo escuchó de las hijas de la Memoria, la fórmula que nos servirá como hilo de Ariadna a través de nuestro tránsito: las Musas anuncian «lo que es, lo que será, y, lo que fue».

 

II

Podemos barruntar ya, porque en ninguna otra parte se ha atribuido una significación tan esencial al canto y al lenguaje como en la cultura griega, al canto y al lenguaje como consumación de la esencia del Ser, la esencia tonal de la Verdad que en la palabra deviene audible, perceptiva, llega a la manifestación.

Las Musas epifanizan al Ser mismo en su voz, a la Voz del mismo Ser. Pero, las hijas de Mnemosyné, tal las plasma la mitología, tienen voz pero no tienen labios, tienen voz pero carecen de palabras. Los hombres, por su parte, tienen labios pero no tienen voz, no tienen palabras de verdad, tienen palabras habladas pero no hablantes:

Y decidme ahora —leemos en la Ilíada—, Musas que habitáis en el Olimpo, pues sois vosotras, diosas por doquier presentes, quienes todo lo sabéis, mientras que nosotros, mortales, no oímos más que ruido y nada sabemos.

Que la función poética exige una intervención sobrenatural, era algo indiscutido y asumido por los griegos. Mnemosyné es, precisamente, quien preside la actividad poética, quien origina el acto de poetizar. También, entre ellos, la poesía constituye una de las formas paradigmáticas de la posesión y del delirio divino: el estado de entusiasmo que su lengua llama manía.

Poseído por las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyné, como el profeta, inspirado por el dios, lo es de Apolo. Poeta y adivino tienen en común un mismo don de videncia. El dios que les inspira les descubre la revelación que cubre la mirada humana; es por esto que, arquetípicamente, han debido pagar el precio de sus ojos: ciegos a la luz, ellos ven lo invisible, lo que la noche hace visible; así fue tanto para Homero como para Tiresias. El saber o la sabiduría que Mnemosyné dispensa a sus elegidos, a sus llamados, es una omnisciencia de tipo adivinatorio. La misma fórmula con que define Homero el arte del adivino Calcas se aplica, en Hesíodo, a las Musas, a las que cantan inspirando.

En todo lugar donde se canta, el canto humano, antes de ser voz, es escucha. El hombre, el poeta, es un oyente de las Musas, del musitar de la Memoria, de sus hijas que, en Clíos, llevan el nombre de remembranza: la remembranza que hace que el poeta recuerde. No otra cosa es el rapto inspirador, no otra cosa es la creación: el encuentro esencial y fecundante con la Verdad del Ser, el ingreso oyente es el sagrado anuncio total a partir del cual, creemos percibir, inmediata, la Voz del mundo de lo divino: lo Sagrado del mundo. Esta percepción tonal —y no olvidemos que quien ha perennizado el nombre de las Musas es la música—, la expresa claramente Schiller cuando nos habla de un estado de ánimo musical, y no la causalidad del pensamiento, como origen de su poetizar:

En un principio la sensación no tiene para mí un objeto claro y determinado, este se forma sólo mas tarde. Precede cierto estado de ánimo musical, sólo después de este, me viene la idea poética.

Este tono poético es el que arrastra al poeta a cantar, alabar y narrar el milagro del Ser, el milagro de ser. El milagro que en la palabra poética nace siempre de nuevo por única vez.

«¡Profetisa, Musa, y yo seré tu profeta!», exclama Píndaro. El poeta, cuando es poeta de verdad, usa esa verdad para testimoniar el origen de su canto:

Son ellas quienes un día enseñaron a Hesíodo —nos dice él mismo—, un bello canto mientras apacentaba sus rebaños al pie del divino Helicón. Y he aquí que las primeras palabras que me dirigieron las diosas, Musas del Olimpo: «Pastores de los campos… nosotras sabemos contar mentiras que parecen verdades, pero también sabemos, cuando queremos, proclamar verdades». Así hablaron las hijas del gran Zeus y, por báculo, me ofrecieron una vara soberbia del olivo floreciente; después me inspiraron acentos divinos para que glorificara lo que será y lo que fue, mientras me ordenaban celebrar la raza de los bienaventurados siempre vivientes y a ellas mismas, al principio y al final de cada uno de mis cantos…

A partir de este testimonio de la Teogonía, queda plasmada la imagen del poeta griego: un ser inspirado por las Musas, las Musas que le eligen para que les cante, al principio y al final, a ellas y desde ellas, a los hombres. De ellas recibe, no sólo la inspiración, sino también el skeptrom, el báculo de la sabiduría de los que enseñan la verdad, la verdad de los «bienaventurados siempre presentes», la verdad de lo siempre presente, la presencia de la Verdad.

 

III

Inspiración, entusiasmo, revelación inmediata, todos estos dones que definen la inspiración de las musas, no dispensan en forma alguna al poeta de la necesidad de una dura preparación y de un aprendizaje, pedagógico y ritual, para su misión de videncia.

Sabemos, muy vagamente, que los rapsodas vivían en lugares solitarios y silenciosos, donde se congregaban en pequeñas cofradías en torno a un guía, un maestro, que oficiaba de eslabón de la cadena iniciática. Allí recibían las técnicas de concentración mental, de métrica y métodos de rememoración.

Lo más copiosamente documentado de estas iniciaciones, son los relatos sobre el rito a través del cual, más allá de toda instrucción magistral, accedían a «las praderas de Aletheia», al reinado de Mnemosyné, acceso que realizaban penetrando en el seno mismo de la naturaleza, en lo umbrío de la Phusis: el Hades.

La consulta encubatoria se realizaba en forma de catábisis, de descenso hasta la sombría región de Hades, la comarca pintada como una vasta marisma rodeada por un cauce de agua y atravesada, encuadrada, por los ríos de lastimeros nombres: el Aqueronte, cuyo nombre tiene relación con el dolor, el Cocito o «rio de los gemidos», el Flegatón o «rio fuego» y, finalmente, el Leteo, el «agua del olvido». Atravesando estos cuatro ríos, estos pasajes dolorosos y purgativos, el bardo descenderá y permanecerá en el seno de la tierra, en la noche interior de la naturaleza, hasta que allí le sea dispensada, musitada, la palabra oracular. Sabemos, por otra parte, que ríos y arroyos, fuentes y surgentes, eran el elemento de las Musas, lugares de su epifanía, de su aparición y revelación.

El poeta se apresta a recorrer su viaje iniciático, el viaje desde lo externo —exotérico—, donde parecerían perderse los contenidos esenciales de la existencia, hacia lo interno —esotérico—, reserva interior donde se conservan las fuerzas y el conocimiento de la esencia de esa existencia.

Antes de adentrarse en el Hades, el poeta tiene la precaución de detenerse ante dos fuentes: Lethe y Mnemosyné, Olvido y Memoria, muerte y vida. Sabemos por las inscripciones de las láminas de oro llevadas por los difuntos para servirles de guía a través de los meandros del más allá, que Leteo representa, en la encrucijada de las sendas, sobre el camino de la izquierda, la fuente a la que estaba prohibido acercarse si se buscaba definitivamente «evadirse del triste ciclo de los dolores». El poeta desafiando y transgrediendo el consejo de la prudencia, bebe de la fuente del Olvido, toma el brebaje que abre las puertas de Hades, de la mansión de los muertos, de lo primordial, de la oscuridad más primigenia y, por tanto, más final. Ahora, semejante a un muerto y llevando la máscara de un difunto, se interna, via negationis, en las sombras que le iluminarán, pero, antes de entrar en ellas, ha bebido de la otra fuente, ha tomado el viático, el agua de la fuente de Mnemosyné que le otorga la facultad de seguir recordando, de seguir viviendo en medio del Olvido, de ver en medio de las sombras, de ser consciente en medio de la inconsciencia, de vivir, en síntesis, dentro del seno de la muerte. Le permitirá conservar y transmitir la memoria de su descenso cuando vuelva a ascender al reino de los vivientes, le permitirá, como a Orfeo, recordar y cantar lo original.

Pasado un cierto tiempo del trance, el poeta es tomado por los acólitos del oráculo y sentado en el «Trono de Mnemosyné»: ya el poeta es heraldo de las Musas, es su porta-voz, es «Maestro de la Verdad». Ahora sus palabras son palabras de a-letheia, es decir, palabras sin lethe, sin olvido de lo esencial, canto de lo inmortal, de lo que será porque siempre fue. Origen y destino tienen ya presente: tienen canto y celebración, son palabra, es poesía.

 

IV

El oficio del poeta aparece solidario a dos realidades distinguibles aunque indivisibles, dos realidades complementarias: Mnemosyné y sus hijas, la memoria y su musitar. Pareciera ínsita a esta afirmación, que la realidad poética polarizara su decir en un mero repetir, en un eco que dice lo sido, parecería agotarse en una arqueología, refugiarse en una infructuosa regresión hacia alguna infancia perdida, hacia alguna edad dorada. Pero restringir el logos de la memoria, recuerdo o pasado, a la pobreza de nuestra lógica reductiva, es desconocer la reserva de sentido de la que el lenguaje mítico esta preñado, lenguaje que celebra la polifonía sin entrojarlo en el código de la univocidad.

El esfuerzo de rememoración preconizado y exaltado en esta tradición mítica, no traduce el interés por el pasado, ni un ensayo de exploración del tiempo humano. Del discurrir temporal tal como el individuo lo experimenta y lo capta en el desarrollo de su vida afectiva, la rememoración, la anamnesis, no se preocupa sino por sustraerse a él. La memoria ensaya la transformación de este tiempo de la sucesión temporal de la vida individual —tiempo sufrido, incoherente, fragmentado e irreversible—, en un ciclo reconstruido en su totalidad. Intenta reintegrar el tiempo humano en la periodicidad cósmica y en el seno de la eternidad divina. El tiempo de la memoria, el que ella busca, es contemporáneo de la cosmogénesis, el tiempo que no pasa sino que llega.

La primera evidencia, entonces, de este rememorar poético, es la de no ser el recuerdo del pasado personal del poeta, ni siquiera ser la reconstrucción del pasado histórico de su pueblo, una tematización hímnica de gestas y héroes de antaño. Este pasado, por el contrario, es Origen, es Arche. Es Origen y no principio, presencia y no pasado: tiempo mítico, tiempo ontológico, tiempo de originar, del instaurar, nacimiento de la génesis de situaciones arquetípicas y por ello de vivencias constitutivas y constituyentes de todo tiempo, de los siempre-presente en toda vida: presencia de la vida misma.

En Hesíodo, esta búsqueda de los orígenes tiene un sentido propiamente religioso y confiere a la obra del poeta la dignidad de un anuncio sagrado. Las Musas le han enseñado el bello canto —el canto de la belleza y el cosmos—, el canto que narra el comienzo de todas las cosas, la generación de la obra de Zeus. Las hijas de Mnemosyné cantan comenzando por el principio —por el Arche—, la aparición del mundo, la génesis de los dioses, el nacimiento de la humanidad. El pasado que desvelan es mucho más importante que el antecedente causal del presente: es la fuente del presente. Remontándose hasta él, la rememoración no busca situar los acontecimientos dentro de un marco temporal, sino alcanzar el fondo mismo del Ser, des-cubrir el original, la realidad primordial de la que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en su totalidad.

Así, el Origen creacional no ocurrió in illo tempore, no ocurrió en el tiempo sino al tiempo. Al tiempo que fundamenta y es cada presente, cada presente que lleva como fundamento ese mismo Origen que lo origina, ese Origen que es la permanencia surgente del tiempo, de la temporalidad.

El principio, por el contrario, es siempre pasado, mojón temporal en la linealidad puntual y horizontal del tiempo, inaugurador de las épocas que lo van dejando atrás. El Origen, contrastantemente, es oriundez vertical: manifestación. El principio es hijo de Crónos, es cronología, el Origen es Aión, no es filiación sino paternidad, no es cantidad sino cualidad, tiempo naciente, originador, y no Cronos, tiempo que gasta, tiempo hacia el morir. El Aión, como el repiquetear de las campanas, no mide el tiempo, da tiempo, no mide su pasar: salva de su paso. Salva del tiempo existencial, el tiempo donde, según el pitagórico Parón, es «donde se engendra el olvido», es decir, donde se muere, «los hombres —completa Alcmeón de Crotona— mueren por ser incapaces de unir el origen con el fin». En Platón, este olvido, que constituye la falta esencial del alma, su enfermedad más propia; este olvido no es otra cosa que la ignorancia de esa misma alma en nosotros. En las aguas del Leteo las almas pierden el recuerdo de las verdades eternas que han podido contemplar antes de volver a caer sobre la tierra, y que la rememoración, devolviéndoles a su verdadera naturaleza, les permitirá recordar.

En definitiva, el origen, «lo que fue», es lo no desplegado de lo que aun será, el pasado original es por tanto originalidad del futuro, lo por-venir que nos adviene, es Adviento Original. Recordemos ahora nuestro hilo de Ariadna, recordemos que el tiempo pretérito ocupa el espacio gramatical destinado, en nuestro lenguaje profano, al tiempo del futuro: «lo que es, lo que será, lo que fue».

¿Cuál es entonces la función de la Memoria? Ella no reconstruye el tiempo, tampoco lo anula. Transgrediendo, y haciendo caer la barrera que separa el presente del pasado, tiende un puente entre el mundo de los vivos y el más allá al cual retorna todo lo que ha abandonado el mundo de la luz, de la vida. La memoria realiza para el pasado una evocación análoga a la que efectúa para los muertos el ritual homérico de la eclesis: la invocación por parte de los vivientes que trae a la luz del día, durante un breve momento, a un difunto que ha ascendido del mundo infernal. El privilegio que Mnemosyné otorga al poeta es el contacto con el otro mundo, la posibilidad de entrar y volver a salir libremente, de entrar en el pasado como dimensión del más allá: de transitar al mundo donde se ocultan las mitades de las analogías que en este mundo no lograríamos descifrar, no llegaríamos a co-rresponder.

El poeta desciende a la muerte para ascender por vez primera a la vida, a la verdadera, la que no separa la muerte de la vida ni la vida de la muerte, la que respira a la vez el origen y el destino, el que reúne el abismo original con el abismo final, lo reúne en su palabra, la que deja de ser suya.

El recordar, aparece entonces, como la instancia con la que el aedo contacta el acontecer original, su memoria, instancia donde oye las remembranzas, donde escucha el musitar, le permite recordar lo original de su propio origen, recordar lo esencial olvidado en la existencia, la estructura del sentido, del sentido que significándolo en sus palabras transforma el caos en cosmos. La memoria le permite, en última instancia, nombrar, dar nombre, dar identidad. Harto más que mera facultad psicológica donde se registra y sedimenta lo ya vivido, la memoria es facultad de lo por vivir, la potencia religiosa que religa el Verbo poético con la Voz del Ser, que le permite descubrirlo, des-velarlo. Desvelar el origen originándolo en el nombre, en el verbo que lo presentifica, que lo hace palabra, lo hace presencia del presente, lo instaura como presente futuro de todo presente. Palabra poética, palabra instauradora, palabra creacional: Poiesis.

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Hugo Mujica (Buenos Aires, 1942). La otra revista.