lunes, 6 de marzo de 2023

doris lessing / cómo nos verán en el futuro (extracto)


    Había una vez un próspero y muy respetado granjero que poseía algunas de las mejores vacas lecheras del país, y a quien otros granjeros de la mitad sur del continente acudían en busca de consejo. Esto era recién terminada la Segunda Guerra Mundial en la antigua Rodesia del Sur, hoy Zimbabue, donde me crié.

    Yo conocía bien al granjero y a su familia. El hombre, que era de origen escocés, decidió un día importar de Escocia un toro muy especial. En aquella época la ciencia no había descubierto aún la manera de enviar proyectos de becerro por correo aéreo de un continente a otro en paquetes pequeños. El animal llegó a su debido tiempo, lógicamente en avión, y fue recibido por un comité de bienvenida formado por granjeros, amigos y expertos. Costó diez mil libras esterlinas. No sé cuánto sería eso ahora, pero era una cantidad muy elevada para el granjero. Le prepararon un hogar muy especial. Se trataba de un toro impresionante, de grandes dimensiones, manso como un corderito, según decían, y al que le gustaba que le rascaran en el cogote con un palo desde la distancia prudencial que proporcionaban los barrotes de su pesebre. Tenía su propio cuidador, un muchacho negro de doce años. Todo fue bien; enseguida quedó claro que aquel toro no tardaría en convertirse en padre de un número satisfactorio de terneros. Era toda una atracción; mucha gente acudía los domingos por la tarde y se maravillaba ante aquel animal fabuloso cuya docilidad parecía contradecir su imponente aspecto. Y entonces, de manera tan repentina como inexplicable, el toro mató a su cuidador, al muchacho negro.

    Se creó una especie de tribunal de justicia. Los parientes del muchacho exigieron, y obtuvieron, una indemnización. Pero la cosa no terminó ahí. El granjero decidió que había que sacrificar al toro. Cuando se conoció la noticia, gran número de personas fue a ver al granjero para implorar por la vida de aquella bestia majestuosa.

    A fin de cuentas, como sabía todo el mundo, los toros a veces enloquecían. El muchacho estaba prevenido de ello y debió de cometer un descuido. Evidentemente, no volvería a ocurrir nunca más… Desperdiciar toda aquella potencia, aquella energía, por no hablar del dinero, ¿y para qué?

    «El toro ha matado, el toro es un asesino y debe ser castigado. Ojo por ojo, diente por diente», dijo el granjero, inexorable. Y el toro fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento y luego enterrado.

    Como ya he dicho, este granjero no era ni un paleto ni un ignorante. Además, al igual que todos los de su clase –esto es, la minoría blanca gobernante–, se pasaba el día despotricando contra los negros que vivían a su alrededor por considerarlos seres primitivos, atrasados, paganos y demás.

    Pero su acto –el de condenar a un animal por haber cometido una maldad– se remonta al más remoto pasado de la humanidad, es tan antiguo que no sabemos dónde empezó, pero sin duda ya ocurría en aquellos tiempos lejanos en que el hombre apenas sabía diferenciar entre seres humanos y bestias.

    Cualquier otra sugerencia hecha con tacto al respecto por parte de amigos o de otros granjeros fue desechada con un «Sé distinguir entre el bien y el mal, muchas gracias».

    Hubo otro incidente. En una ocasión, al término de la última guerra, un árbol en particular fue condenado a muerte. El árbol estaba vinculado al general Pétain, quien fuera considerado primero el salvador de Francia y luego un traidor a su patria. Cuando Pétain cayó en desgracia, el árbol fue solemnemente condenado y ejecutado por colaborar con el enemigo.

    A menudo pienso en estas dos anécdotas, pues representan ese tipo de suceso que va cobrando significado conforme pasa el tiempo. Cuando las cosas parecen ir más o menos bien –y me refiero a asuntos humanos en general–, es como si de repente surgiera un espantoso primitivismo y la gente volviera a adoptar conductas bárbaras.

    De esto es de lo que quiero hablar en estas cinco conferencias: de hasta qué punto y con cuánta frecuencia nos vemos dominados por nuestro pasado salvaje, como individuos y como grupo. Sin embargo, aunque en ocasiones parezca que no tenemos arreglo, cada vez sabemos más de nosotros –y acumulamos conocimientos con demasiada rapidez para poder asimilarlos–, no solo en cuanto individuos, sino también en cuanto grupos, naciones y miembros de una sociedad.

    Es esta una época en que da miedo estar vivo, en que es difícil pensar en los seres humanos como criaturas racionales. Dondequiera que uno mire solo ve brutalidad y estupidez; se diría que no existe más que eso, que en todas partes se produce una vuelta a la barbarie y que somos incapaces de frenarla. Pero yo creo que, si bien es cierto que en líneas generales vamos a peor, es el hecho de que las cosas sean tan aterradoras lo que hace que nos quedemos como hipnotizados y no advirtamos –o, si las advertimos, les restemos importancia– fuerzas igualmente poderosas en el sentido contrario: las fuerzas de la razón, la cordura y la civilización.

    Y, naturalmente, no se me escapa que mientras digo esto habrá gente que murmure: “¿Dónde? Esa mujer debe de estar loca si ve algo bueno en el cenagal en el que vivimos”.

    Creo que la cordura hay que buscarla precisamente en ese proceso de juzgar nuestro comportamiento, como en el caso del granjero que sacrificó a un animal para que expiara un crimen o el de la gente que condenó a muerte a un árbol. Contra estos instintos primitivos tan sumamente poderosos, tenemos lo siguiente: la capacidad de observarnos a nosotros mismos desde otras perspectivas. Algunas de estas son muy antiguas, tal vez mucho más de lo que pensamos. No hay nada nuevo en la exigencia de que la razón gobierne los asuntos humanos. Por ejemplo, en ocasión de otro estudio me topé con un libro de la India, un texto de dos mil años de antigüedad, un manual sobre cómo gobernar de manera juiciosa. Sus propuestas son tan modernas, sensatas y racionales como cualquier cosa que se nos pueda ocurrir ahora; y tampoco exige menos en lo que atañe a la justicia, suponiendo que entendamos qué es la justicia. Si menciono este libro –por cierto, lo escribió un tal Kautilya, se titula Arthasastra y por desgracia es bastante difícil de encontrar en bibliotecas no especializadas– es solo porque este libro que parece tan inconcebiblemente antiguo se refiere a sí mismo como el último en una larga serie de textos similares.

    Se podría alegar que es motivo de pesimismo, y no de lo contrario, el que después de tantísimos siglos sabiendo a la perfección cómo hay que administrar un país, estemos aún tan lejos de conseguirlo; pero –y este es justamente el meollo de lo que quiero decir– lo que sabemos de nosotros mismos es mucho más complejo y va mucho más allá de lo que se sabía entonces, de lo que se ha sabido a lo largo de todos estos siglos.

    Ay, si pudiéramos poner en práctica lo que sabemos… Pero ahí radica el quid de la cuestión.

    Creo que, cuando la gente analice nuestra época, se sorprenderá sobre todo de una cosa en concreto: que, en efecto, aunque sabemos más de nosotros mismos ahora que en el pasado, nos ha servido de muy poco. Ha habido un gran auge de la información referente al ser humano. Esa información es el resultado de la todavía incipiente capacidad de la especie humana para mirarse a sí misma con objetividad.

    Tiene que ver con nuestras pautas de conducta. A las ciencias en cuestión se las denomina a veces ciencias de la conducta y tratan de cómo funcionamos en grupo y como individuos; no de cómo nos gusta pensar que nos comportamos y funcionamos (tendemos a dejarnos bien), sino de cómo podemos observar nuestro comportamiento de manera tan desapasionada como observamos el de otras especies. Estas ciencias sociales o de la conducta son precisamente el resultado de nuestra capacidad de distanciarnos de nosotros mismos (y no dejarnos siempre bien). Existe un gran volumen de información proveniente de universidades, centros de investigación y aficionados con talento, pero las diversas maneras de gobernarnos no han cambiado nada.

    Nuestra mano izquierda no sabe –no quiere saber– lo que hace la derecha.

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Doris Lessing (Kermanshah, 1919-Londres, 2013) En: Las cárceles que elegimos. Barcelona: Lumen, 2018. Traducción de Ariel Font. Semanario Universidad.