lunes, 17 de julio de 2023

julio barco & nicolás lópez-pérez / café nazca (adelanto)


N. L. Estos últimos años he llegado a pensar que la reflexión del oficio mismo de escribir es un círculo virtuoso y, a la vez, una serpiente que se envenena al morderse la cola. Me explico. El oficio de escribir puede ser pensado como una inconmensurable obra por hacer, por venir. Una obra cuyo pasado se sabe a medias, porque siempre está incompleto. El futuro permite algunas nuevas interpretaciones o exámenes críticos. Una obra cuyo presente es un tránsito incesante, diluido en un gerundio que no puede verse. Como un caballo de carreras, mientras se escribe, la mirada está en otra parte y en la pantalla, en el papel, en la marea de cada palabra que se va arrojando al mar y que se va recogiendo de ese mismo mar. Una obra cuyo futuro es, por gracia y desgracia, incierto. Lo que sí es posible entrever es el envejecimiento de una obra. Pienso en la idea de fe literaria, o sea, saber qué es lo que harás con tu trabajo el día de mañana y, por lo tanto, no esperar que sea, del todo, una pérdida de tiempo. Es una pérdida y no. Cuando hay cosas que quedan de lado o en el camino, el avance del oficio y su sofisticación requieren tiempo. Efectivamente, el tiempo para dar tu propio estilo, ritmo, melodía, a ese caos que logra concretarse en un universo, aunque sea caótico. Es peligroso estar convencido, pero también dudar hasta de la propia sombra. El oficio de escribir, entonces, como una obra por hacer. Tal vez una obra que jamás podría descubrir que es una obra. Cuando eso sucede, viene bien una ayuda desde el exterior. Ojos ajenos. O la escritura, a la postre, como experiencia colectiva. Se escribe en soledad, ¿ya lo hemos escuchado, leído, tantas veces, no? Hasta lo hemos visto en los retratos de escritores “en acción” o mediante las propias declaraciones de cada cual. Es cierto. Es un momento de suspenso en el espacio-tiempo, una ventana a otro mundo -dentro de este- que se abre y expande a partir de las palabras que dan y quitan límites. El paso siguiente es qué ocurre luego de la escritura y no estoy pensando en publicar. Sino en una operación más sencilla: socializar. Podría también decirse “compartir” y romper esa hegemonía de las redes sociales o el consumo que ha hecho de esa palabra -y otras- una retórica, una lengua propia y más difundida que el inglés. No hablamos de códigos, sino maneras de hablar. Imagínate, un eslogan de Coca-Cola: “comparte la magia de la realidad”. O el cliché “lo bueno se comparte”. El peligro de que una estructura algo descompuesta nos haya expoliado de bellos modos de referir. Socializar, aliarse con quienes puedes crecer. Quizás una de las dimensiones más lindas de la fe literaria.

J. B. Primero que nada: hay un hermoso -y potentemente deprimente- andar a ciegas. Escribir, en un inicio, resulta la batalla de una hormiga contra una montaña. La paciencia, la locura, el vicio, el amor propio, la vehemencia llevan a seguir pese a no saber bien cuál será el futuro real de tu trabajo. ¿Se llega a saber algún día? Lo cierto es que, pasan los años, y sucede lo inevitable: algunos siguen escribiendo, otros lo dejan. La literatura, como quehacer, en el Perú resulta un trabajo de alto riesgo. Un deporte extremo donde se juega el futuro inmediato y real por algo que parece juego o chiste, pero termina siendo lo más serio y exigente de tu vida. El punto se encuentra, creo, en cómo esa fe literaria permite navegar, permite seguir. En el fondo, nunca me planteé la literatura como un hobbie o pasatiempo más: la visualicé como una forma real de existencia. Entré a la universidad a estudiar para ser profesor, pero, en realidad, quería ser escritor. La fe, en todo caso, era el combustible del quehacer diario. En la secundaria, en mi salón, pocos leían; resultaba difícil tener amigos con quiénes compartir el gusto literario. Así, ya en la academia, que es un tiempo de reforzamiento previo al ingreso universitario (lo que prueba la precariedad de la educación secundaria en el Perú) y se me ocurrió fundar Albatroz. El plan en sí era fundar una revista, que terminó siendo un tríptico. Después, en la universidad, fundé un movimiento literario y revista que se llamó Tajo. Y digo funde, en individual, pues era un proyecto que ya saboreaba antes de ingresar a la Universidad Villarreal. Me acuerdo que lo primero que hice en la universidad fue preguntarle a un flaco de mi costado si le gustaba leer. Era Miguel Urbizagástegui, poeta y traductor en tres idiomas de nuestro grupo universitario. Y como dijo que sí, nos hicimos amigos hablando de Poe y Vargas Llosa y quién sabe de qué más o menos. En sí, ya desde la escuela tuve la idea de fundar sociedad, de hacer encuentros, de tejer redes y equipos, que promuevan el movimiento lírico. Uno escribe, como bien dices, en soledad, pero la socialidad es necesaria para que el movimiento literario se renueve y florezca. Este espacio de sociedad genera mucha riqueza y experiencia en cada integrante, en cada persona que sigue el itinerario donde danza el fuego de la cultura: y se libera, y avanza como un gusanito verde encima del teclado del infierno. Lo genial de todo esto es que me hizo ver que pensar proyectos a futuro es vital para realizarlos en un punto del espacio y tiempo: así, después, fundé Lenguajeperu.pe y en mi barrio el Poético Río Hablador. En esencia, no era solo el nombre sino un trabajo de contactos, de tiempo, de caminar, de organizar, de armar, de invitar. También realicé infinitos recitales en Lima antes de la Pandemia, donde mi convocatoria fue muy amplia e interdistrital: un día me iba a Villa El Salvador, al otro a Miraflores, el otro a Ate, el otro a San Juan de Lurigancho, el otro a Villa María del Triunfo. Ahora, en el 2013 que habitamos, mi convocatoria es a través de las redes, que si bien no son perfectas, creo que ayudan a mover ideas en un instante que reúne todos los instantes: la conexión entre diferentes mentes de diferentes lugares del mundo en un espacio genera todo tipo de reflexiones. Ciertamente, el editar y difundir son tareas de los Editores y Difusores, en mi caso, no sé por qué, parte de mi propio tesón: yo edito y difundo mi arte. El asunto es aprender a usar los espacios virtuales con el fin de motivar una cultura literaria; si antes solamente existía lo que decía El Comercio y Somos ahora por Facebook existe mi voz para difundir lo que quiero. ¿Con qué fin? Tejer puentes. Existir y difundirse: la literatura debe dejar los espacios cerrados y ser parte de la realidad cotidiana. Volviendo al punto de la fe: creo que es una forma de afirmar el deseo de hacer literatura en un ambiente muchas veces lejano a lo literario; ahora, no es que se necesite mucho para formarse como escritor: una biblioteca, un cuarto y trabajo constante. Pero ¿qué esperamos de barrios sin bibliotecas? ¿de casas sin libros? Fue gracias al gusto por leer, que empezaron a comprar libros de todo tipo en casa,  más allá de las típicas enciclopedias, diccionarios y las obras literarias que leyeron en el colegio mis familiares. Y, en ese sentido, lo Literario es la Vida, y debe ir con la Vida, en su día a día,  en su cotidianidad. Sé que puede ser infantil o idealista, pero vamos caminando a una cultura de abrir más espacio a la cultura, de darnos cuenta de que rol en el ser diario. En ese sentido, escribir ya fue otro tema. Recuerdo eso que dice Verástegui, “la poesía te aleja de tu cuna culeca/ te pinta tu paisaje de Herodes/ y un viento fresco remece los sueños”. Empezó, me acuerdo, con un regalo. Mi abuela me regaló un diario y empecé a escribir mi voz interna. Esa relación con el lenguaje me hizo alucinar. Y leyéndola en otros libros fue una revelación. A veces, no tenía ganas de escribir y mi madre me llenaba algunas líneas con su letra, redondita y cursiva. Siento que la literatura, la poesía, el registro literario guarda un cosmos de placer y misterio, nos devuelve aquella temporada del infinito ser y uno navega en diferentes realidades. Escribir, eso sí fue otro asunto. Empecé con cuentos, poemas, ensayos de todo tipo, incluso crónicas literarias y textos como listas, o simplemente anotaciones de sueños, intentos de acrósticos, muchos acrósticos, porque es un género fácil: pones el nombre en horizontal y piensas en la otra persona. La poesía nace de esas sensaciones, de ese impulso, de ese afán; pero hay que aprender a oírla en su intensidad. Mi plan era ser un novelista y triunfar antes de los veinte años, asunto que hoy recuerdo sin vergüenza: así de ingenuo era. En esas épocas recuerdo que leía a Bukowski, a Fuguet, a Vargas Llosa, a Caicedo, a Gógol, a Dumas, a Dostoievski, a Chejov, a Melville, a García Lorca, a Raymond Chandler, a Scott Fitzgerald, a Truman Capote, a Carson McCullers, a Faulkner, a Bécquer, y, claro, Homero, Stevens y Víctor Hugo… También revistas sobre ánimes, como Kidis, que llegaba como boletín especial los sábado por la mañana, junto a otra revista de animaciones llamada Explora. Frente a todo esto, creo que la fe es una forma de afirmar con orgullo tu quehacer; pero también es un salto al vacío. ¿Cómo vive un artista? ¿Qué come un artista? ¿Cómo vive un poeta? ¿Es posible la poesía en el Perú?  Hay que aguantar años para lograr lo auténtico, que mantenga una forma coincida con el fondo, que merezca la pena. Todo es paciencia, una ardiente paciencia. Siento una relación instintiva y placentera con crear, es estimulante, me sacude, me refresca y creo que es un proceso biológico, de modificar las posibilidades del sentido, de darle la vuelta a la propia razón, de ver el pensamiento en signo. Hablando de la fe, creo que hay un verso de Adam Zagajewski… Leo a los poetas vivos y muertos, / aprendo de ellos tenacidad, fe y orgullo… volviendo al punto: la fe literaria es como el deseo que se termina volviendo realidad. Uno desea, desea demasiado, luego se que, en esencia, es hacer y no hacer, según el estado del yin yang donde se encuentre tu ser.

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Julio Barco (Lima, 1991) & Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) Café Nazca. Conversaciones. Adelanto.