lunes, 4 de septiembre de 2023

osip mandelshtam / el fin de la novela


La diferencia entre la novela y el relato, la crónica, las memorias o cualquier otra forma de la prosa está en que la novela es una narración cerrada, extendida y acabada en sí misma, sobre el destino de una persona o un grupo de personas. Las vidas de santos, pese a lo elaborado de las tramas, no eran novelas, pues carecían del interés mundano por el destino del personaje y lo que ilustraban era una idea general; en cambio, el relato griego Dafnis y Cloe es considerado la primera novela europea, ya que este interés aparece por primera vez en él con una fuerza motriz independiente. En el transcurso de un enorme periodo de tiempo la forma de la novela se ha ido perfeccionando y consolidando como el arte de interesar por el destino de sujetos particulares, si bien este arte se ha cultivado en dos direcciones: la técnica de composición convierte la biografía en trama, es decir, en una narración pensada dialécticamente; al mismo tiempo que la trama, se ha fortalecido la otra corriente, secundaria en esencia: la motivación psicológica. Los narradores del Quattrocento y las Cent nouvelles nouvelles se limitaron en su argumentación a la comparación con situaciones externas, lo que comunicaba a los relatos excepcional sequedad, acusada ligereza y entretenimiento. Los novelistas psicológicos, como Flaubert y los hermanos Goncourt, a costa de la trama, dedicaron toda la atención a la argumentación psicológica, y se desempeñaron brillantemente en esta tarea, de manera que convirtieron un recurso secundario en un arte que se bastaba a sí mismo.

Hasta hace muy poco, la novela ha sido la esencia y preocupación central, la forma organizada del arte europeo. Manon Lescaut, el WertherAnna KareninaDavid CopperfieldRojo y negroLa piel de zapaMadame Bovary eran no sólo acontecimientos artísticos, sino también de la vida social. Tenían lugar un reconocimiento multitudinario de los contemporáneos, que se miraban en el espejo de la novela, y una imitación masiva, una adaptación de los contemporáneos a los modelos típicos de ésta. La novela ha educado generaciones enteras, ha sido una epidemia, una moda social, una escuela y una religión. En la época de las guerras napoleónicas, se formó alrededor de la biografía de Napoleón un verdadero remolino de pequeños remedos biográficos que reproducían el destino de la figura histórica, cambiándola de distintas formas sin, por supuesto, explorarla en todos sus aspectos. Stendhal en Rojo y negro desarrolló una de las imitaciones biográficas de dicho remolino.

Si inicialmente los personajes de la novela eran personas extraordinarias y talentosas, en el declive de la novela europea se observa el fenómeno contrario: el héroe de la novela es el hombre común, y el centro de gravedad se traslada hacia la motivación social, es decir, el verdadero personaje es ahora la sociedad, como sucede, por ejemplo, en Balzac o en Zola.

Todo esto conduce a reflexionar sobre la relación que existe entre el destino de la novela y la cuestión, en un determinado momento del destino del individuo en la historia; pero aquí no se trata de hablar sobre las oscilaciones reales de papel del individuo en la historia, sino de la forma en que, en cada época, la opinión considera este problema, en tanto que ella educa y forma el pensamiento de sus contemporáneos. 

El auge de la novela en el siglo XIX se puede colocar en directa dependencia de la epopeya napoléonica, que elevó extraordinariamente las acciones personales en la historia y que abonó el terreno a través de Balzac y Stendhal para toda la novela francesa y europea. La biografía típica del Bonaparte invasor y afortunado se le multiplicó a Balzac en una decena de así llamadas "novelas de éxito" (roman de réussite), donde la principal fuerza motriz no es el amor, sino la carrera, entendida como la aspiración de salir de las clases bajas y medias de la sociedad para alcanzar las alturas.

Es evidente que cuando entramos al territorio de los poderosos movimientos sociales, acciones de masas organizadas, las acciones individuales en la historia decaen y junto con ellas la influencia y la fuerza de la novela, para la que el reconocimiento del papel del individuo en la historia funciona como una especie de manómetro que mide la presión de la atmósfera social. La unidad de la novela es una biografía personal o un sistema de biografías. Desde sus primeros pasos, el novelista nuevo sintió que el destino aisaldo no existe y se esforzó por arrancar de la tierra la planta social que le era necesaria, con todas sus raíces, con todos sus satélites y atributos; de esta forma, la novela siempre nos ofrece un sistema de fenómenos, dirigido por un núcleo biográfico, medido en unidades biográficas y que solamente se sostiene en el plano de la composición, pues en él vive la fuerza centrífuga de ese sistema planetario, y la fuerza centrípeta que va de la periferia hacia el centro no prevalece definitivamente sobre aquélla.

Puede considerarse el Jean Christophe de Romain Rolland como el último ejemplo de novela centrífuga biográfica europea, el canto de cisne de la biografía europea que recuerda el Wilhelm Meister de Goethe por su fluidez majestuosa y la nobleza de sus sintéticas maneras. Jean Christophe cierra el círculo de la novela; con toda su modernidad, es una obra pasada de moda: en ella está reunida la antigua miel de las razas germana y latina. Para crear la última novela fueron necesarias dos razas, reunidas en la persona de Romain Rolland, pero aun así fue poco. Jean Christophe se pone en movimiento con el mismo impulso del golpe revolucionario napoleónico que toda la novela europea: a través de la biografía beethoveniana de Christophe, a través del contacto con la potente figura del mito musical, nacido de la misma inundación napoleónica en la historia.

El destino posterior de la novela no será otro que la historia de la atomización de la biografía, de la forma de la existencia personal… incluso más que atomización: será la muerte catastrófica de la biografía.

El sentido del tiempo, que le pertenece a la gente para actuar, vencer, morir, amar, constituía el tono fundamental en la resonancia de la novela europea, porque (lo repito una vez más), la medida compositiva de la novela era la biografía personal. La vida de una persona no es aún biografía ni da a la novela su columna vertebral. La persona que actuaba en los tiempos de la vieja novela europea aparece como el centro de un sistema completo de fenómenos agrupados a su alrededor.

Actualmente los europeos han sido expulsados de sus biografías como las bolas de una tronera de billar, y las leyes de sus actividades, como el choque de las bolas sobre la mesa de billar, se rigen por un principio: el ángulo de incidencia es igual al ángulo de reflexión. Una persona sin biografía no puede ser el núcleo temático de una novela, y la novela, por otra parte, es inconcebible sin el interés por el destino particular de alguien, por la trama y por todo lo que la acompaña. Además de ello, el interés por la motivación psicológica ―con el que tan hábilmente se había salvado la decadente novela, cuando ya presentía su fin― ha sido arrancado de raíz y desacreditado por la vencida debilidad de los argumentos psicológicos ante las fuerzas de la realidad, cuyo ensañamiento con la motivación psicológica se vuelve más cruel hora tras hora.

La novela contemporánea ha perdido la trama, es decir, ha perdido los personajes que pertenecían a su tiempo y la psicología, ya que ésta no valida ninguna acción. Es curioso que la crisis de la novela, es decir, de la trama cargada de tiempo, haya coincidido con la enunciación del principio de la relatividad de Einstein. Es curioso también que los novelistas estuvieran buscando una salida a la situación dada en la transposición de los planos, como, por ejemplo, hacen Andréi Biely y Bernhard Kellerman (su imitador inconsciente). Alekséi Nikoláievich Tolstói escribe sus novelas de memoria y las lleva hasta alrededor de 1917, sin saber qué hacer después. Pero la mayoría de los prosistas han rechazado completamente la novela y, sin temer a los reproches en la prensa y en la actualidad, escriben, inconscientemente, crónicas (Pílniak, el grupo de "los hermanos Serapión", etcétera). Se hace evidente que, por la fuerza de las cosas, el prosista se convierte en cronista y que la novela regresa a sus fuentes: El cantar de las huestes de Ígor, las crónicas y las hagiografías como Cheti-Minei. De nuevo el pensamiento del prosista se pierde, como una ardilla, por los árboles de la historia, pero no nos corresponde a nosotros tentar a esa ardilla para que regrese a su jaula.

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Ósip Mandelshtam (Varsovia, 1891-Vladivostok, 1938). La otra revista. Traducción de María del Mar Gámiz Vidiella.