lunes, 11 de julio de 2022

reina maría rodríguez / cortar una seda


«La grandeza de los griegos está en que le daban más importancia que a la verdad del hecho histórico, a la manera en que el poeta lo trataba».

El Goethe de J.P. Eckermann

 
    ¿Qué le pasa al lenguaje cuando por debajo de una sombra se convierte en frutas como puntadas que caen derramándose sobre el papel? ¿Qué le damos a los otros en un mundo donde la velocidad aniquila cada vez más ese instante de reforestación? ¿La astucia de la escritura después de la astucia de la historia? He buscado una identidad entre los residuos con los que he tropezado por el camino de la subjetividad para entrar a un bosque íntimo, pequeño y oscuro. Porque, “desde que era una niña vi a mi madre agacharse para recoger los pedazos cortados a un dobladillo, a una bocamanga. Los alfileres que habían caído al suelo sin sonar (tan ligeros) zafándose del peso, eran recogidos también con un imán que ella frotaba y frotaba contra el piso después de entallar los vestidos sobre cuerpos deformes…”

    “…El sonido y el movimiento de las tijeras cortando una seda, un crepé, una ilusión, no debió ser una visión tan fuerte en su conjunto, como aquella de recoger los restos, las hilachas sobrantes. Allí estaba humildemente mi madre barriendo el suelo con las manos, las pelusas.., al tocar sus dedos siempre había algo herido: un arañazo, una rozadura, cuyo dolor aparecería después marcado con sangre en la tela. Eran dedos ásperos acostumbrados al hilo; ojos acostumbrados a mirar a través de un calado…tenía que embarajar los pechos, la masa contrahecha, la sustancia…” -escribí en “Prendida con alfileres” de “El libro de las clientas”.

    Esa fue mi manera de construir una poética con tiritas sobrantes -que, como ramas pintadas sobre la tela lograría al podarlas, espesura- y me daban la posibilidad de armar una sintaxis, un bosque. “La costura es solo un resto”, decía, pero sospechaba desde entonces, que me involucraba para qué sonaban aquellas tijeras afiladas desgarrando la seda, del que entresaqué justificaciones con un corte transversal sobre otro: la escritura. Cada cual, incluso aunque no escriba, hará seguramente una poética entre los límites de las sombras del lenguaje que significan los límites de su mundo. Pues, de lo que se trata es de recuperar, contra un proceso de olvido sistemático, cada fragmento de lo que hemos sido y vamos siendo. Ya que la sociedad nos impuso lenguajes divididos y podados por el uso.

    Tratar de hacer otro, fue mi propósito.

    Por eso, con el paso del tiempo siento que cada frase está viva en algún lugar de esos retazos, cuyos hilos plateados formaban flores, pájaros, zorros que durante la noche se convertían en arabescos terribles con historias y personajes que salían a deambular. Porque seguir siendo aquella niña o niño, cuyo amasijo de vanidades en la tela cobraría forma algún día, es el empeño de cada poeta. “¡Yo soy un poeta! Yo/ soy. Yo soy. Yo soy un poeta, lo reafirmo avergonzado…”, exclamaba William Carlos William. ¡Qué maravilla tener a cargo la distribución de las puntadas y las palabras! La costura y la poesía son enamoramientos caros y frágiles: puntadas para ensartar la trama de una pequeña existencia. Otros escritores, en diferentes épocas, usaron una suerte de lengua del vestido como Thomas Carlyle y Roland Barthes.

    Sus textos me llevaron por rutas que atravesé sin comprender a cabalidad cómo el lenguaje lo usurpó todo, siendo lo único que podíamos arrebatarle a la sociedad, para cambiarlo. No sé si pude llegar a cambiarlo tanto como hubiese querido. El exceso de surrealismo se quedó unido al sueño y a la pesadilla sin poderlos escindir y sin lograr tampoco la parodia, por lo que hubo un descuido de imágenes, de sobreabundancia (los poetas de mi generación nunca tuvimos cuerpos), buscando el cuerpo de la escritura como única historia, llegamos a creer, ingenuamente, “que lo que se marcha con el espíritu, permanece con el cuerpo”.

    Por momentos intenté hacer vanguardia usando otra puntuación o rompiendo el encasillamiento de los géneros en un viaje “como una gramática” por libros fragmentados: “Travelling”, “Páramos”, “Te daré de comer como a los pájaros”, “Otras cartas a Milena”, “Variedades de Galiano” y “Otras mitologías” cuando, dentro de una vanguardia artística pobre, con relación a una fuerte vanguardia política, pretendía subvertir con una utopía conversacional y social lo simbólico: ese cuerpo que no tuve.

    Buscando, en medio del ruido de las calles habaneras, de las conversaciones que escuchamos sin querer, del llanto de los niños, de la televisión -que como sustituto al padre ausente no se apagaba nunca-, así como del pedaleo de mi madre en su máquina de coser “Singer”, una rama, un sentido. Donde hasta el objeto más pequeño se sumaba contra quienes nos hacen víctimas del olvido, resguardando la idea del libro como hogar, como país, donde cupieran el hecho y el desecho; pensando en cómo salir de lo testimonial sin dejar de serio, a través de esa recolección de imágenes para reconstruir la ilusión, partiendo de la idea de que el género es el “yo” pero, ¿cuándo podemos acercamos tanto al “yo” sin perderlo todo? Así fui perdiendo amigos que se fueron y libros. A pesar de haber hecho listas para recuperarlos, los perdí.

    Por eso, cuando se cierran editoriales -muy pocas publican poesía ya- y el libro sufre una devaluación que la tecnología pretende sustituir, pienso en esos amigos por partida doble, manoseados, subrayados, cosidos, pegados que tuve y en ese espacio de la promesa, que un libro da: el lujo más caro. Porque, extender esa piel de sapa y divisar el panorama desde ella (la página, la tela) es la más grande ambición que he tenido.

    Todavía, como en las tareas escolares, escribo y reescribo, para que se consuma el gesto de la mano al hilvanar una palabra con relación a la memoria con una sensación que no tiene molde -como cortaba y entallaba mi madre- al creer, que de ese movimiento sobre el papel o la tela, sobreimpuesto en la mente, podamos mejorar el sentimiento, aunque no sea verdad.

    Cuando veo, cómo se recortan cada vez más las frases, ajustándolas a una concreción tal que, lo que podemos sugerir se escapa, olvidando el olor de una carta escrita con tinta verde sobre un papel de china ¡me aterro! Porque esa reducción del lenguaje y de las formas para expresarlo, logra también la reducción de nuestras cabezas -como el uso de prefijos cambió los significados de la historia durante el fascismo o tachar palabras por otras, borrando los antecedentes que estas tuvieron, ha sido una manera de imponer el poder en los totalitarismos. Ya que, la desmesura de la ideología abarata, corrompe y destruye nuestro ser. Tal vez huyendo de ese no-ser me convertí en un ser de lenguaje.

    La azotea donde vivo ha sido un barco en medio de la tempestad, donde nos agarrábamos como podíamos para sobrevivir. Veo la imagen de Marina Tsvietáieva haciendo una plegaria al cubo contra las goteras. ¿Habrá una plegaria al cubo? y al hacerla, convertía palabras suyas en acciones, cuyo trasfondo quedaba en ese eco que nos da la escritura para vivir dos veces, aquí y allá, con la fuerza de su resistencia: el mayor privilegio que he tenido ante la detención del tiempo real.

    Que no es metáfora, sino la manera de cargar a un presente sin espesor la inocencia del pasado expuesto en su dolor cada vez que regresa. Modelando una contrapartida desde el “yo” y lo observado, como actor y espectador hacia un desvío (un hiato) porque, desgraciadamente, la frustración se vuelve escritura como fruto de maduración y de pérdidas, sin dejar morbosamente de ser placer, porque solo el placer está unido a las circunstancias del “yo” por difíciles que estas sean.

    Y pienso en la infancia de esa niña recogiendo virutas por el día del árbol o por el día del polvo en la cuaresma, sustituyendo con palabras arbitrarias, una falsa nieve casaliana que nunca caería en navidad sobre una plaza de La Habana Vieja esperando a que alguien la quisiera. Porque se tiene necesidad de una respuesta de amor cuando uno escribe. Por imposibilidad de un centro, una fe, un amor y siempre por imposibilidad, lo he dicho ya, traté de rellenar las carencias con textos, tratando de viajar a través de los autores que he perseguido, obsesionada con un estribillo que sonara contra el miedo, frases que me protegieran.

    Pero los textos no son toma y daca de nada -ni del querer siquiera. Se está terriblemente solo frente a la aventura del bosque, extraviándonos ante otro “yo” histórico que amenaza con abandonamos si no cumplimos con sus requerimientos. Ese deber ser del “yo” que no puede dar el cambio a esa cadena retórica, escondiendo los poemas de amor en las gavetas, cuando la épica sufrida fue más fuerte que la civilidad que requeríamos, ocultándolo en los momentos en que más ávido de experiencias y transformaciones para la búsqueda de un tú estaba, sin embargo, creo que nuestro triunfo, a muy pequeña escala ha sido, su deconstrucción entre otros discursos. Porque la poesía como los vestidos- también está reciclándose para usos contaminados, y asumir el destino de un cuerpo, como el destino de la escritura es nuestra única garantía para la sobrevivencia del “yo”.

    Durante mucho tiempo tuvimos que abortar la metáfora y dar una connotación deficiente – por no decir, miserable-, cuando solo se podían usar juegos del simbolismo o del realismo, alegóricamente, bicéfalos y nos fuimos convirtiendo, junto a otros poetas cubanos como Ángel Escobar y Raúl Hernández Novás, en náufragos de una historia para ser, ante la muerte de las utopías, solo textos a sabiendas de que, la cultura no nos redime de nada. Y es penoso el hecho de que el desacuerdo con la vida se convierta en cultura.

    Tal vez por eso hay en la isla más poéticas que destinos: formas de adquirir la diferencia; monedas de cambio para pagar la culpa de un ego exacerbado que nos ha perseguido por intentar disminuir la distancia entre ficción y realidad, Única opción ante una vida no vivida. Así, José Lezama Lima pudo sustentar a través de eras imaginarias su invención poética: la bestia que se encuentra en el laberinto es un delfín para William Butler Yeats, para Ezra Pound, una polilla. O para un poeta cubano hoy, Juan Carlos Flores: la goma de un carro para saltar sobre un charco.

    “Los alfileres de Slater [Sléirer] no tienen punta, ¿te has dado cuenta?”, nos dice- Virginia Woolf en uno de sus relatos, mientras vemos desprenderse del vestido una rosa y, con su caída, nos llama la atención sobre la dificultad de la escritura: porque hay alfileres sin punta. De eso se trata, de hincar sin tener con qué. La cuestión es cómo afilar las puntas y hallar ese “cómo es” desde la marginalidad. Esa intemperie donde vivimos casi siempre los poetas sin estar sostenidos por nada, vigilando una ruta insignificante que nos da terror, pero a la vez fortaleza.

    Creando un espacio nuevo dentro de otro sacralizado y vencido. Rompiéndose la unidad de un sujeto -dividido-, pero permaneciendo “adentro”, donde se da la única subversión posible en el precario espíritu de modernidad que nos tocó. Porque nuestro imaginario, pobre en comprobaciones, ha sido fértil en simular, asegurando cáscaras, fisuras, detritos: “Coloquemos el pañuelo/sobre el cenicero para que no se vea/el fondo de su cristal…”, escribe Lezama confesando sus farsas y me pregunto, ante un mundo con tales carencias: ¿dulce o truco, el poema?

    Vengo de un país de poetas y utopías. Una Isla mental -partimos para entrar, con mirada oclusiva, siempre a ella-, rodeados de agua por todas partes, esa “maldita circunstancia”, de la que nos hablara Virgilio Piñera, por eso quise hacer un puente, un nudo, un texto, bajo su sombrilla en medio de ese mar-muerte.

    Al obtener el año pasado este premio José Kozer y ahora yo, las dos puntas de un tejido rematan: no más poetas de adentro y de afuera. No más literatura territorial. Que esa falsa frontera la enlacen los poetas es algo simbólico, pero a la vez político; pues, “el espacio orden del deseo” sobrepasó el volumen “orden de la censura” y, añadiría: el orden del dolor. Porque el dolor de la lengua -esa separación injusta producida por tajos, cortada en sílabas- destruyó esa relación, mutilándonos de un lado y del otro. Pero el lenguaje no está del lado de la verdad ni del error, sino en ambos a la vez, intentando contrapesos, desvíos y retornos, cuando se rebela para no ser solo una puesta en escena de la historia, uniéndonos hoy aquí.

    Al recibir este premio que me involucra también por la manera en que he vivido la lectura de sus libros, a un poeta como Pablo Neruda y otros a los que tanto les debo -sin jerarquizar entre mayores ni menores, sino pensando en sus esfuerzos por construir, a través de diferentes razas, el poeta que somos- esa medida que les arrebato como si fuera un depredador hambriento, entrecruzando hilos por debajo del zafado, siento colocar el anzuelo, oculto, invisible, como la costura que hacía mi madre para que nunca se supiera dónde estaban su impaciencia y su dedal.

    Por lo que, este premio Iberoamericano que el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes y el Consejo de Libro y la Lectura de Chile me han dado y que nunca imaginé merecer, no será límite ni fin, sino deuda infinita a tantos autores por la leña que cortaron. Porque escribir es la leña que se acumula de “una madera sólida y fina, de aquí que escojan con preferencia el lado norte de un árbol, que ellos llaman lado de invierno -como se refieren los carpinteros al valor que tiene la madera-, como tan bien lo supo mi madre frente a las imperfecciones y los huecos de la tela, esos abismos del lenguaje, en un proceso que se fue convirtiendo en precio muy alto, pero necesario, para constatar qué vale un tejido de otoño al entrar en el bosque.

    Pero, ¿cuánto cuesta un bosque en otoño? —me preguntaba en el poema “Tulip de liebre. Tulip de oveja” y hallar esa respuesta fue el más simple y complejo proceso de mi vida. Igual lo hacía ella, la modista sobre un vestido, dije. Al comparado con la escritura, advertía Proust, para reconstruirlo luego asumiendo que el destino de las palabras como el de los alfileres solo buscaba sostener sobre el papel, la seda y la hechura su espacio de libertad. Que de eso se trata. Porque una de las preocupaciones más urgentes del “yo” es el problema de su ética de vigilancia con relación a la política, a la historia y a la nación, sin que por ello tenga que verse privado de “el placer del texto”.

    Y me quedo pensando en Neruda escribiendo sobre un madero frente al fuego, junto al mar, entre dos perros, fumando su pipa, mientras un pequeño insecto sobrevuela y nos advierte.

     “Todos pican mi poesía con invencibles tenedores
    buscando, sin duda, una mosca Tengo miedo”.

    Cuando un poeta solo puede recoger los miedos y atarlos lenguaje, como única posesión.

    Pero el vuelo de esa mosca fue más frágil que su deseo de hallar un límite y hacer todo lo que estuviera a su alcance para no defraudar esa labor en la que creímos hasta llegar al poema, el lugar de una espera: Algo tan sencillo como si esos “yoes”, a través de los sonidos volvieran a formar vocablos, y pudieran encontrar sus “túes”. Tiritas que vuelven a reconstruir cuerpos; insectos que quieren sobrevivir, salvar una frase, un verso o una costura de la violencia y de la soledad de un bosque.

    Muchas gracias.

***
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) En Portal de Cultura - Fundación Pablo Neruda.