lunes, 7 de noviembre de 2022

maría zambrano / la metáfora del corazón

A Rafael Tomero Alarcón

I

    En su ser carnal el corazón tiene huecos, habitaciones abiertas, está dividido para permitir algo que a la humana conciencia no se le aparece como propio de ser centro. Un centro, al menos según la idea transmitida por la filosofía de Aristóteles: motor inmóvil, centro último, supremo imprime el movimiento a todo el universo y a cada una de sus criaturas o seres, sin perdonar ninguna. Mas no les abre hueco para que entren en ese su girar, dentro de ese su ser. El motor inmóvil no tiene huecos, espacios dentro de sí, no tiene un dentro, eso que ya en tiempos de cristiana filosofía se llama interioridad. El «atrae, como el objeto de la voluntad y del deseo atrae y mueve sin ser movido por ellos». Es impasible, acto puro, «pensamiento cuyo acto es vida»; la vida. Mas la vida atraída y movida por este centro que no se mueve, no circula por él, dentro de él. Él mueve sin moverse mientras que el desvalido corazón que un día, en un instante ha de pararse, se mueve dentro de nuestra vulnerable y abatida vida.

    Así la circulación que nuestro corazón establece pasa por él, y sin él se estancaría. Él mueve moviéndose, tiene un dentro, una modesta casa, a cuya imagen y semejanza, se nos ocurre, han surgido las casas que el hombre ha ido a habitar dichosamente. Dichosamente porque es ya una casa, y no la simple tienda, imagen, cierto es, del firmamento y del hueco que le separa de la tierra. En ella, en la tienda o choza, primera morada fabricada por el hombre, el horizonte es confín, círculo que limita y abriga, es como un horizonte propio de su habitante. Y enseña que todo lo que el hombre tiene por propio es morada y cárcel, su dominio y su encierro a la vez. La casa, la modesta casa a imagen del corazón que deja circular que pide ser recorrida, es ya sólo por ello lugar de libertad, de recogimiento y no de encierro. El interior en el corazón carnal es cauce del río de la sangre, donde la sangre se divide y se reúne consigo misma. Y así encuentra su razón. La primera razón de la vida de aquellos organismos que tienen sangre, profetizada sin duda, como toda la vida está, desde su pobreza originaria. Pues que la vida aparece casi de incógnito, sin esplendor alguno; la pobre vida. Y así todo organismo vivo persigue poseer un vacío, un hueco dentro de sí, verdadero espacio vital, triunfo de su asentamiento en el espacio que parece querer conquistar solamente extendiéndose, colonizándolo, y que es sólo el ensayo de tener luego cada ser viviente un espacio propio, pura cualidad: ese hueco, ese vacío que sella allí donde aparece, la conquista suprema de la vida, el aparecer de un ser viviente.

    Un ser viviente que resulta tanto más «ser» cuanto más amplio y cualificado sea el vacío que contiene. Los vacíos del humano organismo carnal son todo un continente o más bien unas islas sostenidas por el corazón, centro que alberga el fluir de la vida, no para retenerlo, sino para que pase en forma de danza, guardando el paso, acercándose en la danza a la razón que es vida. Un ser viviente que dirige desde adentro su propia vida a imagen real de la vida de un cierto universo donde la conflagración no sería posible sin la extinción de una razón indeleble, de un pasar y repasar que se extingue, sin razón. Y al ser así, entonces, la razón originariamente vital queda en suspenso; suspendida en la ilimitación.

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María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991). Vomité un Conejito.