lunes, 12 de mayo de 2025

jon fosse / la gnosis de la escritura


Entiendo muy poco. Y a medida que pasan los años entiendo cada vez menos. Eso es cierto. Pero también es cierto lo contrario, que a medida que pasan los años entiendo cada vez más. Sí, también es cierto que a medida que pasan los años entiendo muchas cosas, tantas que casi me asusto. El caso es que me desanima lo poco que entiendo y casi me asusta lo mucho que entiendo. ¿Cómo es posible que ambas cosas sean ciertas, que pueda entender cada vez menos y cada vez más al mismo tiempo?

El pensamiento reflexivo nos dirá sin duda que comprender poco es también comprender mucho, y creo que en cierto sentido, quizá en el sentido gnóstico del término, esto es cierto, a no ser que ese mismo pensamiento reflexivo nos diga que hay dos clases de comprensión. Y tal vez sea así, tal vez podamos decir simplemente que a través de esta forma de entender que recurre a los conceptos y a la teoría entiendo cada vez menos, y que el alcance de esta forma de conocimiento me parece cada vez más limitado, mientras que a través de esta otra forma de entender que recurre a la ficción y a la poesía entiendo cada vez más.

Tal vez sea así. En cualquier caso, así es como lo siento porque, después de escribir una serie de ensayos teóricos, he ido abandonando gradualmente esta forma de escritura en favor de lo que ahora es casi exclusivamente un lenguaje que no se ocupa en primer lugar del significado, sino que ante todo es, que es él mismo, un poco como las piedras y los árboles y los dioses y los hombres, y que sólo significa en segundo lugar. Y a través de este lenguaje que primero es, y sólo después significa, parece que comprendo cada vez más, mientras que a través del lenguaje ordinario, el que ante todo significa, comprendo cada vez menos.

Esto se debe principalmente a mí y a mi propia historia. Y, para que quede claro, empecé a escribir pequeños poemas e historias a una edad tan temprana que resulta embarazoso, sí, embarazoso porque la imagen del muchacho que, a los doce años, se retira a su habitación donde no lo molestan para escribir pequeños poemas e historias, encaja demasiado bien con el mito al que se supone que debe ajustarse el artista, que dice que si no se nace artista, al menos se llega a serlo en la edad más tierna. Y en lo que a mí respecta, eso es cierto. Y siempre soy escéptico ante todo lo que concuerda demasiado. Pero así son las cosas. Desde mi más tierna juventud siempre he escrito, y en cierto modo la escritura siempre ha sido su propio fin, no era una actividad a la que me dedicaba para decir algo, para expresar una opinión, sino casi como una forma de estar en el mundo, como si estuvieras en el mundo, como si estuvieras ahí de una forma satisfactoria, a través de lo que escribía, y que a su vez estaba ahí, tan evidente en su presencia. Porque cuando escribo un texto que creo que está bien escrito, algo nuevo viene al mundo, algo que no estaba antes, he creado una especie de presencia, y eso, el placer de escribir personajes e historias, incluso universos, que nadie conocía antes, ni siquiera yo, me sorprende y me deleita. Nadie lo sabía antes de que yo lo escribiera. ¿Y de dónde viene eso? No lo sé, porque también es nuevo para mí. Nunca antes había pensado en ello. La escritura, la buena escritura, se convierte así en el lugar donde algo desconocido, algo que antes no existía, empieza a existir. De eso se trata, la escritura como un estado en el que aparece y nace por primera vez algo que casi podría describirse como un universo es, sin duda, lo que más placer me produce al escribir. Cada vez que escribes algo bueno se crea todo un universo. Porque todo buen escrito, incluso un poema, es de alguna manera todo un universo, que antes no existía, y que aparece a través de la buena escritura.

A menudo pienso en la escritura como una desviación, como si la escritura fuera la manifestación misma de esa desviación, un poco como una adicción, porque igual que uno puede ser adicto a cualquier cosa, ya sea a una colección de sellos o al juego o a la heroína, también puede ser adicto a la escritura. De cierta manera es tan sencillo como eso. Ciertamente aprecio el reconocimiento que obtengo, quizá más de lo que quiero admitir, pero al mismo tiempo me molesta, porque cuando escribes mucho y te conviertes en poeta, novelista y dramaturgo de cierto renombre, cuando incluso consigues ganarte la vida decentemente con esta desviación, con esta escritura, cabe preguntarse si no es por eso por lo que escribes, para ganar dinero, o para alcanzar la fama y la gloria, como suele decirse. Y sin embargo, no. No me produce ninguna satisfacción, simplemente no quiero ser mejor que los demás, incluso me produciría un cierto placer criminal ser peor que ellos. Pero sobre todo me gustaría estar donde están los demás, lo menos visible posible. Me gustaría ser como los demás y que me dejaran en paz conmigo mismo, con mi familia y con mi escritura.

Y luego resulta que ser escritor no es eso. En Noruega, al menos, si escribes, si eres escritor, o bien es que eres peor que los demás, ya que escribes en cierto modo porque no encuentras tu lugar en la vida, y escribir significa que estás cerca de la enfermedad mental, si no has cruzado ya la línea, o bien que eres mejor que los demás, que tienes un talento especial, algo que te convierte en alguien digno de admiración, que hace que lo que escribes merezca ser enseñado en las escuelas, que te reporta prestigiosos premios y te transforma en vida en una especie de fenómeno clasificado del que la gente presume cuando se reúne en sus cafés de moda.

El desánimo me invade. Y de nuevo, como a los doce años, te refugias en la escritura. Ese lugar que nos hemos creado en la vida, ese lugar en el que, renunciando a los conceptos y a las teorías, así como al consenso social y a sus jerarquías de valores, intentamos acercarnos a un lugar en el que no comprendemos, de una ausencia casi total de comprensión, y desde el que, a través del movimiento y del ritmo o de lo que sea, intentamos hacer surgir algo que solamente es y que de esa manera es también una especie de comprensión, no una comprensión que corresponda a este concepto o a aquel, a esta teoría o a aquella, sino una comprensión que haga que el lenguaje signifique una cosa y su contraria, y luego otra. El lugar de donde procede la escritura es un lugar que sabe mucho más que yo, porque como persona sé muy poco, y quizá tenga razón Harold Bloom cuando dice que el lugar de la escritura, lo que el lugar de la escritura sabe, se parece a lo que sabían los antiguos gnósticos, a lo que estaba en el origen de su gnosis. Un conocimiento que es el orden de lo indecible. Pero que tal vez sea posible expresar por escrito. Un conocimiento que no es algo que sepamos, o poseamos, en el sentido habitual del término, porque tales conocimientos tienen siempre un objeto, sino por el contrario un conocimiento sin objeto, que sólo es. Así que lo que no podemos decir, tenemos que escribirlo, como dijo una vez un filósofo francés no precisamente desconocido (Derrida), parafraseando las palabras de un filósofo austriaco (Wittgenstein).

Y, por supuesto, hablar de la gnosis de la escritura no es más que un intento de decir algo sobre lo que la escritura sabe. Sin embargo, sin considerarme gnóstico (ni nada por el estilo), creo que es justo decirlo así. Y el hecho de que escribir, escribir bien, es similar, como se ha dicho, a una oración, me parece bastante obvio. Pero entonces parece un tipo de oración casi criminal.

Abril de 2000

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Jon Fosse (Haugesund, 1959) Rialta.

lunes, 17 de marzo de 2025

julia wong / la belleza, el mar y la poesía


La belleza, el mar y lo que sucede en cada lector de poesía es una experiencia personal. 

Sobrellevo un gran temor a la institucionalización de un significado, por lo que estoy en contra de la pretensión de los diccionarios de encontrar una explicación a todas las palabras, desde las más simples a las más sofisticadas. 

La gravedad inherente a estos tres universos —belleza, mar y poesía— a mi parecer solo necesita intérpretes que puedan correr el riesgo de una constante y siempre viva internalización individual. 

¿Por qué equiparo estos tres detonadores para empezar este prólogo? Porque en todos estos años intentando encontrar una respuesta, aún no ha llegado una convincente. 

Sin embargo, no saber qué decir sobre la poesía, el mar o la belleza resulta una salida fácil a una retórica subyacente. Ese no saber me libera de una muerte o un derrumbe. He seguido escribiendo poemas, encantada por las palabras que subvierten la gravedad. 

No tengo una idea fija de por qué lo hago, digo razones, digo necesidades, digo onomatopeyas, digo ausencias, digo vacíos, digo ilusiones. Diría excusas. 

Todo esto es tan cierto como que mañana cuando lo lea dejará de convencerme y me echaré a buscar una ideas más ecuánime. 

Tanto la belleza como el mar nunca llegan a tener una plenitud de conocimiento, salvo por esa technè que se poetiza para amenguar la frustración de que esa idea no alcance. 

Una vez que la poesía, el mar o la belleza te atrapan, sus espejos te vuelven inmóvil y te obligan a devociones mitológicas. 

Esa technè devuelta a esos tres universos y robada de algún lugar, no tiene otra orilla, no tiene juventud ni vejez y no va a ninguna parte. 

He escrito por razones equivocadas. Quizás, porque mi padre me puso un nombre que significa «espíritu del libro», porque busca la sinrazón.

Esa technè se desarrolló como una urgencia moral e histórica, pero que en el camino te puede jalar hasta el inframundo que traga al más incauto cuando busca a través de ella la gloria o algún cielo. 

La poesía fue y seguirá siendo el burro cargando latas de agua en las calles de piedra de Chepén, mi papá agarrándome fuerte de la mano en Nathan Road en Kowloon, mi mamá acostada sobre un harnero lleno de garbanzos, los Mestres calceteiros en Macau, los gritos de las lechuzas en el campo. 

Me gusta festejar lo absurdo y que esos nuevos signi cados llenen otros y estos otros rellenen a otros hasta alcanzar el silencio punzante del algarrobo o se reduzcan todos los idiomas al amor a través de unos ojos azules. 

En la poesía se acaban las fronteras, los pasaportes, tu capacidad de consumo o las palabras difíciles que te convierten en un ente políticamente correct@. Hay una salvación inesperada, encuentras una puerta abierta, pero al cruzar el umbral, solo tú y nadie más que tú sabrás qué te espera, si caerás, si seguirás, si alguien te auxiliará desde otra altura. Creo que al cruzar la puerta de la creación te enfrentas al suceso inefable de la vida desnuda y sin dientes. 

Gracias a la poesía me he embarcado en travesías inconmensurables, a veces fueron naufragios, a veces victorias pacíficas, 

Un sonido 
Un árbol rojo 
Un amigo, un amor, un estudiante 
Una amiga enloquecida 
Una forma La desesperación vestida con un tul transparente 
Una condena, la crítica perpetua, el aullido, polvo 
El mar cuando habla 
La censura 
Y, entonces, la palabra belleza se vuelve tan ancha y profunda que caben todas las palabras que se dicen sobre ella. 

Entonces, la poesía sería: la herida, mi hija, la extraña sinrazón de ser peruano, Hong Kong Libre, un pueblo al sur de Alemania donde duermen los lobos en las iglesias, ellos me permitieron cobijarme en su vientre inmundo y no me tragaron. 

Otra vez los Mestres calceteiros mandándome mensajes en código morse. Estas gafas que hemos pintado de morado.

Este intento de nombrarme en lo nombrado.

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Julia Wong (Chepén, 1965-Lima, 2024)

lunes, 17 de febrero de 2025

gonzalo rojas / ars poética en pobre prosa


Lo que de veras amas no te será arrebatado

Voy corriendo en el viento de mi niñez en ese Lebu* tormentoso, y oigo, tan claro, la palabra “relámpago”. – “Relámpago, relámpago” -. Y voy volando en ella, y hasta me enciendo en ella todavía. Las toco, las huelo, las beso a las palabras, las descubro y son mías desde los seis y los siete años; mías como esa veta de carbón que resplandece viva en el patio de mi casa. Es el año 25 y recién aprendo a leer. Tarde, muy tarde. Tres meses veloces en el río del silabario. Pero las palabras arden: se me aparecen con un sonido más allá de todo sentido, con un fulgor y hasta con un peso especialísimo. ¿Me atreveré a pensar que en ese juego se me reveló, ya entonces, lo oscuro y germinante, el largo parentesco entre las cosas?

* Leufü: torrente hondo, en mapuche original. Después, en español, Lebu, c apital del viejo Arauco invencible como dijera Ercilla en sus octavas majestuosas. Puerto marítimo y fluvial, maderero, carbonífero y espontáneo en su grisú, con mito y roquerío suboceánico, de mineros y cráteres – mi padre duerme ahí -; de donde viene uno con el silencio aborigen.

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Gonzalo Rojas (Lebu, 1916-Santiago de Chile, 2011).

lunes, 10 de febrero de 2025

mark strand / la vida secreta de la poesía


1

Es 1957. Estudio artes plásticas y paso las vacaciones en mi casa, estoy sentado en la sala frente a mi madre. Hablamos del futuro. Mi madre piensa que elegí una profesión difícil. Me veré obligado a luchar en la oscuridad, muchos años tal vez, antes de obtener reconocimiento y ni siquiera el tenerlo será garantía de que pueda ganarme la vida ni mantener una familia. Cree que me convendría mas ser médico o abogado. Le informo entonces que, a pesar de haber elegido la escuela de artes, me interesa más la poesía, en realidad. "En tal caso, nunca podrás ganarte la vida", me dice. Mi madre se preocupa, le parece que sufriré inútilmente. Alego que los placeres que brinda la poesía exceden, por mucho, los derivados de la riqueza o la estabilidad. Le propongo leer algunos de mis poemas favoritos de Wallace Stevens. Comienzo con "La idea del orden en Key West". Al poco rato mi madre cierra los ojos y cabecea. Duerme en su silla.

2

No es mi intención burlarme de mi madre. Su incapacidad de responder ante la poesía como yo hubiera deseado es compartida por casi todas las personas. Oír poemas o leerlos es una experiencia diferente a otros acercamientos al lenguaje. Nada de lo que hayamos leído nos prepara para la poesía. Mi madre leía novelas y ensayos. A mi parecer, su respuesta a estas lecturas era adecuada y bien informada. ¿Qué es lo que distingue a la poesía de lo que ella acostumbraba leer? La primera diferencia que viene a mi mente es que el contexto de un poema, al parecer, reposa solamente en la voz del poeta –una voz que no se dirige a nadie en particular y carece de una situación o situaciones derivadas de las palabras o de las acciones de otros, a diferencia de la ficción–. EI poema propicia un sentido de sí mismo, no un sentido del mundo. Se inventa a sí mismo; su propia necesidad o urgencia, su tono, su mezcla de significados y sonidos están en la voz del poeta. En ese aislamiento es donde genera su legitimidad. Para ser verosímil, una novela debe compartir algunos rasgos con el mundo que habitamos. Sus personajes deben actuar de forma que reconozcamos como humana y deben hacerlo en lugares y con objetos que parezcan verosímiles. Estamos mejor preparados para leer ficción porque habla de algo que nos resulta familiar. La mayor parte de lo que dice un poema no es ni conocido, ni desconocido. El mundo de cosas o de vivencias que pudieron haber originado un poema se desvanece en la distancia. Es como si el poema reemplazara ese mundo para establecer una primada propia proclamándose, extrañamente, por encima del mundo.


Lo conocido en un poema es su lenguaje, es decir, las palabras empleadas. Pero estas palabras parecen distintas en los poemas. Aun las más conocidas parecerán extrañas. Cada palabra tiene igual importancia en un poema, existe un foco absoluto, tienen un peso que rara vez poseen en la ficción, (Pueden encontrarse algunas excepciones notables en las obras de Joyce, Beckett y Virginia Woolf.) En las novelas las palabras se subordinan a grandes fragmentos de acción o caracterizaciones que permiten avanzar a la trama. En el poema son la acción, Es por esto que los poemas tienen legitimidad inmediata, una o dos líneas permiten a los lectores de poesía saber que se trata de poesía. En cambio, resulta difícil saber gran cosa acerca de una novela a partir de las primeras oraciones. Para que merezca nuestra atención le concedemos más o menos doce páginas. Y, paradójicamente, capta la atención cuando desaparece su lenguaje en los eventos que genera. Nos sentimos mucho más cómodos al leer una novela cuando el lenguaje no nos distrae. Al leer una novela lo que queremos es seguir. Un poema trabaja en la dirección opuesta. Pide lentitud, nos obliga a saborear cada palabra. Es en la poesía donde se siente de manera más palpable el poder del lenguaje. Pero en una cultura que alienta la lectura rápida, al igual que las comidas preparadas, las cápsulas informativas y demás formas abreviadas de ingestión, ¿quién quiere algo que promueva la lentitud?

3

Ni la lectura de ensayos ni la de ficción preparan para la lectura de poesía. Mis padres eran voraces lectores de prosa: buscaban información con el afán de ilustrarse y también para sentir que tenían cierto control sobre un mundo donde su opinión contaba poco. Su necesidad de certeza era proporcional a su sentimiento de duda. Si uno tenía los hechos en la mano -o aquello que se consideraban los hechos- uno podía no solamente borrar la incertidumbre sino también abrigar la ilusión de vivir en un mundo fijo y estático, en un mundo pasivo y predecible de donde se habían expulsado los misterios. No es de extrañar que mis padres no consideraran un placer la lectura de poesía. Era el enemigo. Servía solo para mistificar de nuevo su mundo, opacaba su certeza con ambigüedades, era un reto a su apetito por el tipo de certezas que brinda el conocimiento. Para lectores como mis padres resultaba difícil aceptar el coqueteo de la poesía con las tachaduras, las contingencias y hasta el absurdo. Y puede ser aún más difícil de aceptar que la poesía, al crear ritmos y figuras, avala un estado de suspensión verbal. La poesía es el lenguaje en su papel de seductor y de hechicero, al mismo tiempo, es evasiva y hasta parece burlarse de nuestros afanes de reducción, de orden simple e inmediato. No es solamente que se prefieran varios significados a uno, único y dominante, podría ser también que comunica algo además del “significado”; algo que no se origina con el poema sino a la luz tenue y primordial del lenguaje, en alguna época de su "anterioridad". Puede ser, entonces, que la lectura de poesía sea, casi siempre, una búsqueda de lo desconocido, algo que reposa en el nódulo de la vivencia pero que no puede ser ni señalado ni escrito sin alterarlo, sin mermarlo -algo que, sin embargo, puede ser contenido para que no resulte tan aterrador-. No es un conocimiento, al menos de acuerdo a lo que entiendo como conocimiento; es más bien una ocasión para la fe, una razón para la anuencia, un acatamiento del ser. No es conocimiento, puesto que nunca nos es revelado. Es misterioso y opaco, y a pesar de invitar al lector, lo mantiene a distancia. Tal desconocimiento puede resultar incomodo y forzará al lector a hacer algo para sentirse menos ajeno; con frecuencia inventara un contexto donde colocarlo, algo que contrarreste el carácter desmembrado del poema. Como señalé antes, tal vez tenga relación con el origen del poema, con la oscura habitación de donde brota. Los contextos que construimos para defendernos pueden aclarar ciertas partes o rasgos de un poema; podrían hasta explicarlos, pero nunca lo reemplazan en la totalidad de su pronunciamiento. A pesar de su don para el hechizo, el poema se resiste siempre a todos los significados, salvo a los parciales.

4

Tal vez mi madre sintió esto aquel día, en 1957, y pensó que estaría más segura en los confines de su propia ignorancia que en los proporcionados por Wallace Stevens. Pero no todos los poemas pretenden recordarnos la oscuridad o nuestra ignorancia del nódulo de nuestra experiencia. Algunos intentan no hacerlo, prefieren hablar de lo conocido, de vivencias comunes donde nuestra humanidad se siente de manera más poderosa, experiencias compartidas con quienes vivieron hace siglos. Es una tarea difícil –hablar de aquello que es aparentemente inalterable a través de convenciones poéticas o lingüísticas específicamente fechadas–. Cada poema debe hablar por sí mismo, hasta cierto punto; y por su novedad: sus vínculos o distanciamientos de las convenciones del momento. Debe hacernos creer que lo que leemos nos pertenece, aunque sepamos que lo que dice es realmente viejo. Esta es la primera forma de engaño y permite a la poesía escapar del lugar común, Cuando las convenciones de otros tiempos vuelven a usarse, trabajadas una y otra vez, tenemos una banalidad: esos versos gastados y sentimentales que son la esencia de las tarjetas de felicitación, Y sin embargo, a través de tales convenciones reconocemos como poesía a la poesía, Los poemas rinden homenaje a los poemas precedentes al usar viejas figuras, al recombinarlas, al alterarlas un poco usando metros, empleando otra vez esquemas de rima y patrones de estrofas, acomodándolas a una lengua contemporánea, a su sintaxis y sus variaciones idiomáticas, Y esto es algo que no saben quienes no están familiarizados con la poesía o que les escapa cuando leen o escuchan un poema. Esta es la vida secreta de la poesía. Siempre rinde homenaje al pasado, trae la tradición hasta el presente. Mi madre no era una lectora de poesía y no podía notar esa otra vida de la poesía.

5

Es 1965. Mi madre ya murió. Se publicó mi primer libro de poesía. Mi padre, como mi madre, nunca fue lector de poesía. Lee mi libro. Me conmueve. La imagen de mi padre reflexionando acerca de lo que he escrito me colma de indecible júbilo. Quiere hablarme de los poemas pero le resulta difícil comenzar. Por fin empieza. Algunos poemas le resultan confusos y le gustaría que se los aclarara. Otros le resultan perfectamente inteligibles y se muestra impaciente por mostrarme cuanto significan para él, Los que hablan de su sentimiento de pérdida tras la muerte de mi madre son los que tienen más sentido, en su opinión. Parecen decirle algo que sabe pero no puede expresar. Su poder es casi mágico, le dicen en unas cuantas palabras lo que siente. Lo ponen en contacto consigo mismo. Puede leer mis poemas –y para el caso, podrían haber sido los de cualquier otro– y sentirse poseedor de su pérdida, no poseído por ella.

          Una de las razones por las cuales dependemos de la poesía en momentos de crisis es porque la poesía, de alguna manera, formaliza emociones difíciles de articular, porque en esos momentos es cuando resulta importante saber en unas cuantas palabras aquello que nos aqueja. Pienso, sobre todo, en los funerales aunque también es válido para los matrimonios y los alumbramientos. Sin poesía tendríamos silencio o banalidad. El primero nos deja a merced de nuestros propios e inadecuados recursos para experimentar la iluminación: la segunda abarata con generalizaciones lo que pretendemos nos pertenezca sólo a nosotros, empobrece nuestra experiencia, hace bochornosa nuestra propia imagen. Si mi padre hubiera vivido más tiempo tal vez se hubiera convertido en lector de poesía. Habría descubierto que le resultaba necesario –no sólo una necesidad de mi poesía, sino del lenguaje de la poesía, las maneras especiales que tiene de cobrar sentido–. Y ahora, años más tarde, cuando escribo bien, a veces pienso que mi padre estaría complacido y pienso, también, que si mi madre escuchara estas líneas despertaría de su breve sueño para darme su aprobación.

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Mark Strand (Summerside, 1934-Nueva York, 2014). Traducción de Elisa Ramírez Castañeda. Pájaros Lanzallamas.