lunes, 24 de noviembre de 2025

rolando revagliatti pregunta / jonio gonzález


***
Cuando la planicie deja de ser normalidad para convertirse en excepción.
Cuando el mar deja de ser metáfora de furia para serlo de calma.
Cuando las casas de piedra contienen los recuerdos de otros que ahora son los tuyos. 
Un país ha dejado de ser; otro se llena de sonidos nuevos que al mismo tiempo son ecos que proceden de un tiempo no vivido y sin embargo recordado. Otros cielos y los mismos pájaros que hacen sus nidos en una infancia que es la propia y diversa, que habla con idénticas palabras y distinto aliento.
Las construcciones de los paisajes de Modest Urgell cobran un significado que jamás imaginaste, pero reconoces de inmediato. Estás delante de una puerta que nunca abriste, la abres para entrar en tu casa y no es tu casa sino los recuerdos de un tiempo que no fue tuyo, que no viviste y vive a través de ti. O espera vivir a través de ti. Porque hablaste en esos rincones, viviste en esos rincones, bajo esos techos, hiciste de ellos tu único universo, alguien hizo de ellos su único universo, y el ruido te ensordece, y es silencio, y pensamiento, "la bóveda entera del cielo"; imaginado por Rilke. Sólo estás unido a quienes te acompañan, a los que te esperan. Ni dentro ni fuera de la casa. Porque no hay dentro ni fuera. Porque deseo y existencia son lo mismo. El deseo de volver a una montaña desde cuya cima divisas el mar, de volver a la orilla de un río cuya superficie se pierde a la altura de tus pies. Y mar y río son lo mismo, la misma agua incapaz de reflejar al que eres, al que fuiste. O reflejando a otro que vuelve a la montaña, a otro que regresa al mismo río sin saber que un día perderá mar y río, como un día te perdiste en los azules de Fader, en los senderos de Turner, buscando esos mismos senderos del monte grande por los que te perdiste de niño.
¿Buscando a quién?
Y estás otra vez delante de la misma puerta, de la misma masía de Urgell, buscando la nieve de Mefrèn que cubrió la playa tan cerca de tu calle, la nieve de la que te hablaron, la nieve de la que sabes que te hablaron cuando la viste en un cuadro. De la que sabes que te hablaron cuando imaginaste que te hablaron de ella, cubriendo la playa, tan cerca de tu casa, por esas callejas que has recorrido en otra parte, entre los girasoles de Van Gogh camino del Ebro, entre los amarillos mesetarios de Rico, de Caneja, buscando otra casa cuyo barro destruyó el tiempo, cuyo barro cubrió la misma nieve, y con él el nido en la misma torre de iglesia que palpaste sin verla. 
La misma puerta, de otra casa, de todas las casas. Ninguna tuya, pero en cuyos rincones te recogiste para esperar lo que no se ha ido y nunca llegará.

***
Jonio González (Buenos Aires, 1954). Envío de Rolando Revagliatti.

lunes, 17 de noviembre de 2025

bhanu kapil / poética


¿Qué es un texto? ¿Qué es el cuerpo del texto? Hasta podría ser demasiado aburrido decir eso, como si, ¿Hélène Cixous nunca peló una naranja en un balcón y luego lo escribió? Ese jugo. Esas semillas. Cada vez más estoy pensando en un texto como instrucciones de interpretaciones para mi: cuerpo. Entre los primeros borradores y el final, quiero entender algo. Por ejemplo, tomo la postura de la vida corporal que estoy intentando describir. Durante cuatro años, recientemente en pausa –con la publicación del manuscrito de Nightboat Books en Nueva York– escribí la historia de Ban, una niña que murió en los primeros minutos de un motín racial. Un motín racial que se desarrolló [sucedió] en mi barrio –en la frontera de Southall y Hayes en poniente o mayor: Londres –Londres lugar de mierda– inmigrante, Londres industrial, es decir –les banlieues– del 23 de abril de 1979. Ese día, Blair Peach, un profesor de Nueva Zelanda y manifestante contra el racismo –murió–protestando la decisión del Frente Nacional para mantener la reunión anual en una comunidad de color. En 2010, la investigación judicial –resolvió– y la policía metropolitana admitió que Blair Peach murió ese día como resultado de una brutalidad policial. Murió en el hospital Ealing más tarde de aquella noche o la siguiente mañana. En este modo, ¿escribiendo Ban – quería escribir en el  –espacio?– creado por este evento pero de alguna manera, también, debajo de él, corriendo enseguida a él: al mismo tiempo. Quería trabajar en el conjunto del motín, pero​​ en formas que me permitieran procesar: el motín: en otras formas. ¿Qué es este otro cuerpo: desviado, borrado antes que aparezca en el documento del lugar? ¿Qué es una niña –nunca nacida– o aparente –en la sociedad en que es “nacida”: nunca aceptada –como miembro de esa sociedad– por lo tanto nunca, quizás, completamente: nacida? Quizás esto es algo – que resuelve – también sobre la cuestión del inglés. No lo estoy diciendo bien. “¿Cuáles son los efectos somáticos de la opresión?”

Esta es una pregunta de investigación que una colega mía en la Universidad de Naropa –Christine Caldwell, una pionera en el campo de Psicoterapia Somática– está trabajando. Como ella, quiero resolver la intersección entre factores narrativos y factores no verbales. Cómo la forma en que el cuerpo de la niña se da cuenta de muchos y diferentes tipos de violencia a la vez, un registro que yo quería resolver a través de lo contractivo –tisúes extensos– pero también los arcos brutales, superpuestos y acústicos de la violencia que viene.

La violencia que acaba de pasar. Esto es lógico. Ban muere porque ella es, para usar y también para abusar del lenguaje del sacrificio de Agamben en Homo Sacer: “ya muerto”. ¿Es el sonido de un vaso roto que viene de la casa de Ban, o de la calle? ¿Cómo puede ser que la escritura sea un lugar donde puedes trabajar en el interior y exterior al mismo tiempo? ¿Cómo puedo hacer todo esto y aún honrar el cuerpo del manifestante que murió ese día? ¿Cómo puede un trabajo sobre el trauma, y además la comunidad, ser a su vez el motivo del movimiento de este trauma? ¿Al mismo tiempo esto preserva una memoria cultural de una parte de Londres que ya está sobrescrita por más llegadas contemporáneas y otras historias de inmigrantes?

Desde enfoques somáticos al trauma –derivado de Babette Rothschild, Peter Levine y Pat Ogden– yo entendí que ambos, la imagen y la narrativa​​ sustentan el vórtice o circuito de la memoria traumática. ¿Cómo deshacerlo? ¿Cómo construir un contra-vórtice? ¿Cómo quedarse, más largo que la narrativa o incluso que la poesía puede [podría] demandar, con la misma sensación? Para “completar algo que nunca fue completado” en el tiempo que fue escrito [sucedido] –parafraseando a mi amiga Laura Vickers, tomado a través del modelo de descarga de Levine– es algo que me interesa mucho. Es por eso que quiero una oración que mueva. Una oración que tome la cadencia del sistema nervioso como si descargue un hecho. Para representar esta oración, en otras palabras, a los eventos de postura-gestual.

Es por eso que la escritura es un lugar en donde también muero. En Londres, y en el rectángulo de lodo en mi jardín, un jardín diaspórico, he estado muerta –tomando la pose de “Ban”. Quiero sentirla en mi cuerpo –la causa fundamental. En Los Ángeles en el tablero de un carnicero, me metí a un costal de carne y giré y fallé: desnuda, abultada – asqueroso – para trabajar en la escena del recinto. Cómo se siente en el costal. Y ser visto: la audiencia afuera en el pasto, en la cuesta abajo del estudio de Schindler en West Hollywood. Esto fue parte de un evento curado sobre el tema de voyeurismo; nunca he olvidado la invitación para encarnar las cosas de que estaba [estoy] intentando escribir.

¿Qué tipo de libro puede venir de estas actividades? Cuando mi libro fue aceptado, estaba frustrada. Quería dar un golpe. Quiero golpear el manuscrito, algo parecido pero sin repetir la violencia social o impactos que borran la forma de vida. Y entonces, con un “click, click, borrar”, borro, en un espacio de tres minutos, la sección final del trabajo, treinta y cinco páginas de historias autobiográficas.

Y cómo un golpe de este tipo tiene su propia historia y efectos continuos. Esto es el por qué tiene que ser en prosa. Quiero escribir una prosa anti-colonial: una prosa del cuerpo que fue destruido, sí, matado, sí, pero también –revolucionario, con una capacidad de volver a ser: re-construido a partir de sus gametos: los colores del cuerpo en el suelo. La memoria de la Tierra y sus ungüentos. La forma encarnada se convierte en un interés aquí. Estoy interesada en las superficies residuales y cóncavas y en los materiales producidos, como detritus, como huella, como portal, siguiendo: el acto o actividad cardinal: de escritura: algo: que resista: su posición en un espacio público: que: es: para ser observado, llevado hacia adelante, o visto.

El problema con mi declaración adjunta, la declaración que acabo de hacer, es que todos los que busco, para derivar un argumento delimitado, son blancos. Parte de esto es mi deseo de mantener ciertas conversaciones, alianzas y amores: a su vez: invisibles. Parte de esto es un hábito extremo. Necesito volver a entrenarme.


***
Bhanu Kapil (Londres, 1968). Traducción de Hannia Odette Rojas Barreda. Círculo de Poesía.

lunes, 10 de noviembre de 2025

eduardo milán / dar salida, denso / un ensayo sobre poesía desde lo que se siente



Primera
 
Qué fue del ánimo de verbi-voco-visualidad, no sé. Tal vez no convenció a nadie. Era justa la síntesis de Joyce en su portemanteau: el poema no tenía por qué no evidenciarse VISIBLEMENTE. Notoriedad de una época ya no acuartelada que daba cartel, murales para una nueva moralidad de calle, pueblo que pasa y mira. Se notaba también la mano de Mallarmé en la necesidad de perturbar toda la física de un objeto. La época exigía, el modo de ver, el modo de producción. Tal vez naciera ahí lo que luego sería la obscenidad, este “fuera de escena” que vivimos que lucha entre reingresar a escena y permanecer fuera -no en el afuera, no a la intemperie: fuera de escena, vida a escena dislocada. ¿Un objeto que no llamara la atención sobre sí mismo? ¿Un objeto de exterioridad neutra? Ese no es nuestro mundo, el de las exterioridades y fachadas en franca y desnuda exposición aun de su propia intimidad. Ni siquiera para el poema. El mundo de la producción objetual prefiere neutralizar el sentido de un objeto, no su fisicidad que demanda la mirada. Mallarmé, cierto, no quería una forma exhibicionista. Quería una forma orgánica. Pero esa organicidad buscada va a llevar, sin duda, a una forma que llame la atención sobre sí misma, una forma exterior que deje, ahí, en el poema, precisamente de ser exterior y anule, orgánicamente, la dualidad adentro/afuera. Esta es una aventura abandonada. El abandono parece tener una convicción secreta: la neutralidad de fachada no actúa como barrera de la visión que posibilita generar el poema, esa imaginación “fuera de ahí” no se detiene ahí, amplía espacialidad, derriba muros de contención temporales y ortográficos, desdeña letras, consonantes torres, vocales locas que tenían su color. El tiempo de Joyce tiene una necesidad de ahí que es una necesidad de aquí que toda la vanguardia tiene. La transformación es en este tiempo, no en otro. Otro tiempo vivirá o no de esa plusvalía. Pero no hay producción para después en la lógica del capital: paradójico, el capital acumula a muy corto plazo, en eso puede tocarse con el arte de vanguardia. Siempre y cuando ese arte olvide su función de ser que es, justamente, la anulación de sí mismo, la autoaniquilación. El capital no se suicida. La vanguardia tampoco, se diluye en la praxis social -según Peter Burger. ¿Es posible pensar en el capital diluyéndose en la praxis social? La sola mención huele a comunismo, la página propaga un olor a barricada de una Comuna de París recién dejada atrás, una de las grandes traiciones de una clase en el poder que se prepara para un siglo de exposición -en realidad, abre con una: la Exposición Universal de 1900 en París, ese mismo “París, capital de la modernidad”. La portemanteau de Joyce cruzó mundos hasta instalarse, como emblema, en el Sao Paulo de los poetas concretos, 1950. Desde allí, desde un descentramiento paradójico -Brasil fue pionero en muchas cosas en el siglo XX, entre ellas, en lo que a dictadura militar refiere: el golpe de estado que derrocó al presidente Joao Goulart, un terrateniente progresista que se exilió en Uruguay- irradia local e internacionalmente esa poética que cincuenta años más tarde puede verse  como un ave rara pero característica de una América Latina tangencial e incisiva en cuanto a su producción simbólica. Así se veía en 1950 y así se veía, también desde Brasil, en 1922, durante la Semana de Arte Moderno de Sao Paulo. Allí, entre los días de la Semana, ya estaba Oswald de Andrade, figura clave para los poetas concretos y para toda actitud artística que tome en cuenta la situación real de los países latinoamericanos del momento y su relación con el intercambio de producción en el mercado internacional. Cierto. La condición geopolítica ha variado. Oswald de Andrade distinguía nítidamente entre países coloniales y países metropolitanos en la línea dialéctica imperialismo/neocolonia muy cara a Franz Fannon y luego en la posición ideológica de movimientos emancipadores sesentistas latinoamericanos como el caso de Cuba y ciertos -no todos- movimientos guerrilleros de este continente. Hoy la situación de un imperio decadente -peligrosamente decadente en la medida en que conserva su poderío militar al margen de su poderío económico mermado- es un lugar, aunque muy importante, en el reordenamiento mundial global. Hablar de “antropofagia cultural” en medio de un modelo general de circulación de toda clase de productos, también simbólicos, parece fuera de sentido. Pero se podría discutir la legitimidad real de esa circulación, su democracia del deseo más que de la realidad, el valor real de los productos intervenidos por el impulso mediático radicalmente discriminatorio. La globalización “benéfica” para los países latinoamericanos es más una posibilidad que está por verse que una realidad visible. El alcance político de la visión de Oswald de Andrade en 1928, cuando la redacción del “Manifiesto antropofágico”, ya iba más allá de una consideración de lucha social para tocar el ámbito entero de la cultura. El concepto clave era y es “antropofagia cultural”. Oswald de Andrade ve claro el hándicap cultural latinoamericano -y en especial brasileño en relación incluso al resto de América Latina-, su obligado carácter subalterno, menor de edad para cualquier intento de Sentido que trascienda la dimensión artesanal y folclórica frente al paradigma ordenador metropolitano (europeo en aquel momento) . Da un salto histórico: propone la necesidad de una “devoración” de los productos simbólicos y de una “digestión” local que permita proponer variables productivas en el mercado internacional con igual valor que los productos metropolitanos. El desafío de reelaboración de ese bolo alimenticio es enorme. Es el desafío que toman los poetas concretos de Sao Paulo. Lo cierto, más allá del repaso, es que el poema es un objeto de discutible visibilidad. En todo caso, hay un contento en quedarse con una virtualidad visible, con la dimensión que genera visible a partir de un parto imaginal.

Estoy escribiendo sobre los poetas concretos de Sao Paulo, Brasil y llaman por teléfono. Una voz masculina pregunta: “¿Está María Elena Ruiz?”. No hay ninguna persona con ese nombre en mi casa. Pero mi madre era brasileña y se llamaba Elena. Eso se puede saber. También se puede saber que fui amigo de uno de los poetas concretos, Haroldo de Campos. Y que admiro a Augusto de Campos y al recientemente fallecido Décio Pignatari. Conocí a Haroldo de Campos en 1976, le había mandado desde Uruguay un libro publicado por mí el año anterior, Estación estaciones. Haroldo de Campos me contestó con gentileza y un discreto interés. Decidí ir a verlo personalmente a Sao Paulo. Desde ahí conozco a su hermano Augusto y a Décio. Volví a ver a Haroldo de Campos en México en 1982 o 1983, no recuerdo con exactitud. El quería ir a Palenque, a las ruinas. Sabía que Palenque era una experiencia fuera de lo común. Me invitó. Fuimos. Ocurrió algo excepcional. Haroldo y yo bajamos a la tumba de Pacal El Grande y mientras estábamos parados frente a su lápida, del lado de acá de las rejas que separan al turista de la lápida, Haroldo tuvo una especie de epifanía. No me dijo “tengo una epifanía, Milán”. Haroldo era capaz de hacerlo, tenía suficiente grandeza como para compartir una falta de pudor. Y si una epifanía no acaba con ese sentimiento entre heredado de un manual de cortesía eficaz y un algo falso prurito de corrección frente al otro, no sé para qué sirve. “Palenque” es un nombre de origen catalán, que viene de palens que “significa “fortificación”, entre otras cosas”. Esto dice Wikipedia, la enciclopedia libre. También dice que el lugar fue bautizado en 1567 por Fray Pedro Lorenzo de la Nada. Lo que no dice Wikipedia es que Haroldo de Campos, Décio Pignatari y Augusto de Campos defendieron, como nadie en este siglo, la creación de un poema “de la nada” (“ex nihilo”) de estricta raigambre mallarmeana. Verdad que los poetas concretos no fueron los únicos poetas latinoamericanos atraídos por la creación “de la nada”. Vicente Huidobro y Octavio Paz lo estuvieron. Huidobro en Altazor, poema emblemático de la primera vanguardia latinoamericana escrito a lo largo de 1920, un poema que, para Huidobro, debería empezar y terminar ahí mismo -la mismidad es una característica del desarrollo de la creación ex nihilo en la medida en que el afuera queda absuelto como lugar de referencia obligada. El poema “ex nihilo” interioriza el mundo, separa el mundo del mundo, lo hace entidad autorreferencial. Formular: ahí mismo viene de la nada. Paz en Blanco, escrito a fines de 1966, un homenaje a la vanguardia con un dejo paródico que Paz intenta conjurar. El tiempo resiste a los conjuros de la destreza cuando se trata de la forma. Parece no haber verdad en el destiempo. El carácter artificial prima y bordonea. Incluso en la insistencia de ese principio de poema:

el comienzo
el cimiento
la simiente
latente
la palabra en la punta de la lengua…

Bien marcada esa dualidad metafórico real de la poesía de Paz que alterna como condición de identidad, el poema no puede evitar caer en su propio principio. Lo que comienza comienza ahí, sin antecedentes. Modo ejemplar de negar historia, modo ejemplar de negar historia poética. Un deseo de individuación parece recorrer el poema ex nihilo. Un sueño, en realidad, que tiene como modelo en el último tramo de la modernidad, el post-ilustrado, al objeto industrial. Por paradoja -la gran condición de existencia del arte moderno- el poema toma como modelo al objeto industrial para separarse del mundo. Formular: al aislamiento -a la soledad- por la industria. Pero ni Vicente Huidobro ni Octavio Paz logran a ciencia cierta entrar en la lógica de la creación “ex nihilo”: no logran desprenderse de la tentación mimética que es la gran barrera que debe sortear toda propuesta de esta índole. Tanto Huidobro como Paz eligen el camino de la fragmentación. Pero esa fragmentación se debe a una percepción del mundo más que a una necesidad interior de la forma. A esa necesidad interior de la forma de relacionarse de manera particular, al margen de la imagen de los objetos del mundo, sean naturales o artificiales, llamo forma orgánica. Los poetas concretos consiguieron eso en su producción de los años cincuenta y sesenta. La visita a Palenque de Haroldo de Campos tenía algo de cosa de principios, en un decir lezamiano para no decir origen. Ese secreto re entronque con la nada, el poeta ex nihilo en el lugar del bautismo De la Nada, era eso: un secreto haroldiano. Inocente de ese secreto, escribí un poema “Memoria para Haroldo” publicado en Por momentos la palabra entera (2005). Haroldo cuenta la experiencia en su ensayo “De uma cosmopoesía” publicado en Poesía Sempre en 2001. Mantiene el secreto. Un último dato: cuando acabamos de remontar la cuesta de escaleras de la tumba de Pacal el Grande, entre el calor y la humedad que hacía resbalar en cada peldaño, fuimos a dar a una palapa a pocos metros de la salida. Nos sentamos y tembló. Haroldo y yo nos miramos como preguntando qué habría pasado abajo frente a la lápida de Pacal. Mi poema está dedicado a Marcos Canteli, uno de los últimos poetas que conozco que contrae un compromiso de escritura autoabastecida. A Décio Pignatari lo volví a ver en México en 1985. Lo llevé a Teotihuacán. Subió la Pirámide del Sol. Pero lo esperé abajo. Y otra cosa: ¿cómo sabía la voz que preguntó por teléfono por una Elena que yo estaba escribiendo sobre el país de mi madre, Brasil, Haroldo de Campos y la nada?

Segunda
 
Hablo de una pérdida de complejidad, de una caída en la superficie como si fuera profundidad, de la evidencia. Pedir un trabajo orgánico, correspondiente con las relaciones dinámicas del entramado significante a un poema implica una interrelación. ¿Por qué se cedió a la antigua neutralidad de fachada? No es el comienzo de una serenidad de creación, la reducción fónica y verbal del poema. Si se viera esta realidad como un despegue de la imagen objetual, de un desentendimiento del modelo productivo artificial se entendería una avanzada política en el poema respecto de su antigua posición formalmente autista, la de la pre-vanguardia. Pero después que uno se preguntó por la visibilidad exterior del poema -no por la imagen creada-, por esa afueridad en la forma del poema, es difícil olvidarlo. Aunque no haga carteles, aunque no haga letrismo, aunque no haga murales, difícil olvidar la pregunta. Hay que pensar tal vez en la desmesura que significa el querer activas todas las caras del poema, sus caras de adentro -contracaras que le dieron identidad si a lírica uno se refiere-, sus caras de afuera. El proyecto de forma orgánica es un proyecto abandonado. La utopía es un proyecto abandonado. ¿Pero es la utopía un proyecto o un deseo? ¿O es un proyecto que olvidó su ser deseo? En el momento en que se olvida la actitud inicial que provoca la marcha de toda una dinámica el gesto avanza pervertido en su sentido. La historia del arte es sensible en estas modalidades del olvido. Sin apartarme de la vanguardia: la vanguardia olvidó. Olvidó que era una alianza entre actitud ante el arte y realización. Ese olvido actúa de dos maneras, una negativa y otra positiva. Si la vanguardia siguiera fiel a los postulados ortodoxos que le dieron nacimiento a principios de siglo XX -su deseo de diluir el arte en la praxis social- no podría haber sido recuperada después de finalizado su estricto ciclo histórico, cerca de 1930. La vanguardia, es claro, no es una sola ni el movimiento un solo movimiento. Hay vanguardias. Hay movimientos. Hay, incluso, cuñas metidas en la vanguardia que permiten la dilatación de su existencia consumada. El devenir museo de la calle, la calle museografiada, es una posibilidad que la vanguardia le debe al surrealismo, una poética del exceso de una hibris: la suma de imagen y sentido. Hay una sobresaturación de ambos en el surrealismo. Esa imagen que entrega el surrealismo de lo que el arte es, ese sentido que entrega el surrealismo de lo que el arte necesita no caben en la calle. Necesitan una institución que los ampare. Entonces ingresan. El museo se vuelve La Casa de los Excesos. No hay dudas para mí que la vanguardia se museizó de la mano del movimiento surrealista. Una casa que permite todo exceso, ¿no es una casa que los neutraliza? El museo se vuelve La Casa que Neutraliza Excesos. Es preciso una cuña clavada en la actitud hasta vaciarla, cuña diluyente de la actitud pero afirmada en su magnificencia -extraída de la propia actitud- para que se haga posible una recuperación de lo, en principio, destinado a desaparecer -en la medida en que se convierte en otra cosa, praxis social revolucionaria, por ejemplo. No hubo revolución, hubo afianzamiento del capitalismo luego de la Segunda Guerra mundial. En ese contexto de la post-guerra la poesía concreta brasileña recupera algunos parámetros de la primera vanguardia. Pero no es la primera vanguardia. Hay una demanda de poema estrictamente riguroso, un rigor ausente de los intentos programáticos de las primeras vanguardias. Tal vez lo estricto en la demanda del tipo poema buscado se deba a la actitud ausente. La vanguardia concreta es inclusiva de sí misma, quiere el poema de la fase tecnológica de punta del capitalismo. El poema concreto quiere actuar, integrarse socialmente. La poesía concreta quiere objetos de arte, no autoinmolación. El neobarroco rioplatense -neobarroso según Néstor Perlongher- actúa de una manera similar con su aparición sudamericana en la década de los años ochenta. Hay un rescate formal de ciertas vanguardias, incluida la concreta, un cierto barroco proveniente de Lezama Lima -que también vehicula surrealismo, un surrealismo muy cubano como hay un barroco muy cubano, dependientes ambos de la physis, de la naturaleza que impregna la geografía isleña y luego continental teorizados por Lezama-, un cierto post-vanguardismo de carácter interiorista extraído del último Oliverio Girondo, el de En la masmédula (1954), todo sumado a lo que no podía faltar en este caso, los fragmentos de pensamiento colocados en punto de subversión de una cierta filosofía, en primer lugar la de Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia II de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1980). Tampoco hubo revolución en esta vanguardia con carácter de emergencia, en cuanto a gravedad del asunto. Hubo aborto. Pero por disposición ajena al cuerpo en trance de parir -si es que esto fue así de claro, así de nítido, si es que hubo esa inminencia de nacimiento que parece asegurar toda respuesta en una planicie sin huecos ni altibajos. Pero hubo sí, parto impedido o no, políticas de exterminio de la oposición en las dictaduras chilena, uruguaya y argentina. El poema de Néstor Perlongher, “Cadáveres” del libro Alambres (1987) cifra esta problemática con una contundencia fuera de lo común. Perlongher logra un grado alto de imprevisibilidad. Mezcla niveles de lenguaje que actúan en todo el campo social, recorre la historia argentina y latinoamericana, usa los íconos culturales y políticos de una época inmediata (“en tu divina presencia, Comandante/ hay cadáveres”: alusión acotada pero fuertemente popular de la figura de Ernesto Che Guevara en la interpretación de la canción del compositor cubano Carlos Puebla). Hay de todo en “Cadáveres”, sobre todo una sobreabundancia de existencia por mención de ese ritornello, “Hay cadáveres”, pero ninguno descrito. Se trata de nombrar la desaparición. Un poema paradójico en su despliegue. En esa coexistencia de lenguajes que el poema explora se recorre el gusto argentino y la hipocresía social de manera hipersexualizada. Todo está sexualizado como forma de un equilibrio perdido de antemano con eso que se nombra y no está, el cadáver. El poema de Perlongher es de una ética ejemplar, dice la muerte, no puede decir otra cosa. En medio de un humor que recuerda ciertos relatos de Severo Sarduy -otro ícono formal del neobarroco rioplatense- Perlongher hace su ajuste de cuentas con una sociedad hipócrita y violenta. En el poema de Perlongher hay de todo, menos transformación posible. De nuevo, el neobarroco rioplatense -neobarroso según Perlongher- cuenta con la ausencia de la actitud transformadora. No es propiciatorio, es post-suceso. El post-scriptum del post-actum. Parecería centrado en la seguridad de lo que no va -no puede ya- ocurrir. Mirada en retrospectiva, otra vez la vanguardia olvidó algo: su necesidad disolutiva. Si la vanguardia no sobrevive por olvido no sé cómo sobrevive. Claro, no es propiamente la vanguardia lo que juega como si de vanguardia se tratara. Es el montaje de una estructura que recuerda formalmente lo que la vanguardia olvidó como actitud. La forma en el lugar de un sentido más allá de sí misma. Si no hubiera sobrevenido algo conjuntivo, de entramado diferente, de profunda realidad cuestionadora de un orden conceptual que parece que siempre está por morir -barroco que muere porque no muere- se diría que está por despuntar otro horizonte surrealista. Si es que el surrealismo -en su sueño para-lógico- alguna vez nos abandonó.


Tercera

Todo coexiste. No sin cierto contento. Sólo para algunos todavía hay lugar para la discusión, para la problematización de este tiempo del arte, un arte que -según Hegel y las vanguardias- debió morir por inoperante según el primero y, según las segundas, por necesidad de socialización última y completa. Las artes plásticas se cuestionan todavía su propio sentido. No veo por ningún lado que la poesía, ni la latinoamericana ni la europea ni la norteamericana, que es hasta donde llego, se cuestionen su estar ahí, la impertinencia o pertinencia de su lugar. Esa cuestión para la literatura parece pertenecer a una época ya pasada. Cuando uno pone a debate el problema de las vanguardias todavía se escucha algo, hay susurros, se rumorea, se conversa al oído. Pero las conclusiones sobre la imposibilidad de un presente artístico-estético conflictivo resultan aterradoras. Parecería que no hay más necesidad de problemas, que se saturó el cupo. Cuando el oso está en peligro, cuando los polos, cuando gran parte de la humanidad que integra la fuerza laboral de la primera potencia económica retrocede por necesidad -¿un poco más que un plato de arroz tres veces al día es una metáfora excesiva para señalar las condiciones generales del trabajo en China?-a la realidad de un capitalismo pre-fordista sin ninguna garantía, cuando la banca internacional con el apoyo estatal hacen polvo cualquier intento de estado de bienestar y toda seguridad está vista como pretérita en buena hora de ese tiempo -no hay retiro salvo hacia la tumba del sistema actual-, una poesía en problemas a algunos parece una estupidez. En todo caso podrían enumerarse los problemas de la poesía pero sin ponerla en ningún límite.  El problema de la forma poética -y la poesía moderna se entendió por la forma o no se entendió- es como la frase de Simón Rodríguez: “O inventamos o erramos”. Se refería a nuestras sociedades de incipiente independencia en su relación con los modelos sociales de los que se desprendieron. Este asesor de Bolívar tenía las cosas tan claras como Oswald de Andrade tres cuartos de siglo después. Algunos integrantes del arte de principios de siglo XX -el insobornable histórico Vicente Huidobro parece ser a todas luces una excepción- otros que actúan en la segunda mitad -el insobornable histórico Carlos Martínez Rivas parece ser otra excepción- dan la figura de una rareza que hace de equilibrista en el circo. Sus obras son hechos consumados. A partir de la década de los setenta no aparecen soluciones pero se clarifican los problemas, pese a los mismos poetas que parecen querer más poesía y menos pensamiento. El pensamiento en relación a la poesía parece producto de una crisis decimonónica que toca la costa del XX -Holderlin, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Rilke- y hasta ahí. Ningún problema planteado por alguno de esos poetas fue resuelto. Fueron sustituidos por otros. O por un vértigo desproblematizante, el de la pura acción. Pero hay actos que construyen complejidades. Y un día de los primeros años del siglo XX la aparición en otro lugar de un WC puede no terminar con la eternidad pero sí suspender la línea de flotación que separa la cosa de arte de la cosa común. Y se cae la carpa sobre el equilibrista. Pero Duchamp es un artista plástico. La plástica fue la avanzada perceptivo-formal de la modernidad. En América Latina y su poesía quien más se parece a Duchamp es Nicanor Parra. En cuanto a la actitud frente al arte considerado tabla de salvación de las conciencias desdichadas que provenían, con ese nombre y bajo ese amparo, de la clase llamada burguesía que se niega a existir. Muerte del arte -al menos como consuelo del burgués. El esfuerzo de Nicanor Parra para devolver la poesía al lenguaje común que habla el hombre común fue una jugada maestra contra la poesía como consolación. No sé si el hombre común fue sobrevalorado por Parra o la necesidad del arte -ahora ya no como consolación, como figura de acompañamiento, lo que no es lo mismo sino que es peor: en la necesidad de consolación hay, por lo menos, un drama, fuera de juego la posibilidad de tragedia- revalorada. Pero el lugar del lenguaje no parece tener la importancia social del lugar de los objetos. El lenguaje es contagioso, el objeto caro. Uno se adquiere sin querer, el otro da trabajo incluso para darse cuenta de la imposibilidad de tenerlo. Siempre que se habla de esto hay, me parece, el temor -en mí al menos con regularidad- de estar hablando de algo que ya sucedió. ¿Será esa figura de reiteración la que pone en fuga a la conciencia? O es la conciencia que se niega a la necesidad de cuestión porque sabe que debajo de ella yace una ausencia. Hay un temor inconsciente de que el amplio espacio que ocupa el arte -plástica, poesía, música tal vez, cine no sé: el concepto de Jacques Ranciére de “fábulas contrariadas” como clave del cine tal vez lo preserve de la crisis general del arte o quizás el cine en su contradicción es el arte que preserva al arte de cualquier crisis, de manera que: todo arte que quiera sobrevivir deberá ser contradictorio, contrapuesto, opuesto a sí mismo, contrariado- sea en realidad la cobertura -la covertura- de una ausencia, o sea: la sobrepoblación de productos estético-simbólicos sirve para un ocultamiento. Si esto es así, la sobreproducción simbólica está en posición de un re-cubrimiento. Ese re-cubrimiento no creo que se dirija a ampliar creencias o a multiplicar la fe. Ese recubrimiento estaría tapando nada. En este caso las verdades de Holderlin, de Baudelaire, de Rimbaud o Mallarmé no fueron ni superadas por situaciones más graves ni perdieron vigencia: fueron sepultadas. Que la multiplicación de los objetos pueda tapar una verdad o simplemente hacerla caduca como formulación de valor ya está hablando de otro ser humano que consume los mismos productos que el necesitado de verdad. En ese caso ni la risa aliviaría nuestra inestabilidad como sobrevivientes de un mundo que ya no está a golpes de producción simbólica -en los dos sentidos: como presencia que permite tolerar una ausencia, o sea, como metáfora, o como responsabilidad directa en la desaparición. El ya sucedió de esta problemática cuando toca la conciencia sitúa el problema en ese lugar espectral del arte mismo, lo sitúa en un ya sucedido que insiste en llamar a la puerta. Siempre que se habla de poesía hay una puerta cerca, sin que eso implique una salida probable. Una puerta, al menos para que en ella golpee el espectro. Puerta prismática para las subdivisiones del golpe espectral.


Cuarta

Una apariencia de libertad recorre la poesía. Habrá que ver si es una apariencia real o fingida, fuga o concreción, libertad conquistada. Si esto último es cierto, ¿ante qué se conquistó esa libertad? La libertad no se regala ni se negocia. De modo que tuvo que ser arrancada. ¿Al imperativo clásico ortodoxo? ¿A los mandamientos de rigor de la vanguardia? Los nexos con el pasado están rotos en relación a todo reclamo, aunque este reclamo sea el deber de la libertad. ¿Puede negarse uno a la libertad? ¿Qué es eso que aparece como libertad en la poesía y motiva estas preguntas? Si libertad es mayor posibilidad espacio-temporal de movimiento y no necesariamente mayor capacidad, se trata de una libertad. La poesía latinoamericana -y la española va hacia ahí- recuperó áreas de significación, repobló territorios abandonados por una vanguardia convertida en doxa y luego, negada ésta, por un neoclasicismo imperativo que la sucede. Un neoclasicismo  tan peculiar que parece contradecir esa orientación estética. Se trata de una recuperación de espacios de dicción apoyados en la entera posibilidad de decir. Decirlo todo y su posibilidad parecen la consigna poética del último tramo de la poesía del siglo XX y de este comienzo de XXI en lengua castellana. El antiguo yo poético románticamente explotado como cualquier prostituta que veía Baudelaire fue paradójicamente controlado por una exploración formal de yo ausente o subyacente: la exploración lingüística  del último Mallarmé. Hay una vocación “objetivista” que luego será determinante “objetualista” en la deriva poética del XIX al XX que no deja mentir. Pero mientras una restringe al yo y reduce esencialmente las posibilidades de decirlo todo -una restricción semántica en beneficio de la materialidad significante-, la otra amplía esas posibilidades colocando al yo lírico no sólo como verdadero titular del asunto poético -regresan los asuntos, las autobiografías completas o recortadas están a la orden del tiempo- sino que detrás de su peripecia entra el efecto de una totalidad de experiencia con todos sus arreos y sus utensilios de existir. El antiguo yo romántico era una figura más del poema comparado con el regreso de un yo poético dominante característico de esto que algunos llaman  neoclasicismo. Si bien Baudelaire escapa a la restricción semántica -es el encargado de ampliarla en el sentido de completar lo dicho- lo hace excepcionalmente. Se ha reiterado una y otra vez la contradicción poética de Baudelaire, un visionario de la modernidad futura y de la importancia de cierto arte -el pictórico, en efecto-, de ciertos temperamentos, el flaneur, el decadente, el perdido, la parte maldita de una sociedad que olía mal por todas partes. Olía mal y olía a mal. La explotación humana resultante del capitalismo industrial es una mancha que tal vez sea recuperada ahora, de la mano de una tendencia retro-formal en el arte. Salvo que aquella explotación contraía la promesa de una revolución. La de ahora no contrae responsabilidades, por el momento, más que con el presente de la sobrevivencia.  Esta explotación actual, de un cinismo y una crueldad insólitos en la medida en que se dan por la cara, sin sobrentendidos ni malentendidos, está precedida de Auschwitz y Gulag, Sabra y Chatila, Guantánamo y los que vengan viniendo, como diría vallejianamente Joaquín Pasos. Esta inhumanidad contrajo compromisos con la explosión y/o el sometimiento: esos parecen ser, más que los augurios, las certezas.

***
Eduardo Milán (Riviera, 1952). Vallejo & Co.

lunes, 3 de noviembre de 2025

rolando revagliati pregunta / gerardo david curiá


***

En el mundo hay un jardín donde materia y luz son una. Más allá del prisma de Newton, la sabiduría de los ojos de Monet reveló la música que vive en los tonos de las flores y del agua.
En su paciente trabajo de artista, junto a su casa, creó un camino central amplio, adornado con arcos donde pudieran trepar las rosas y otras plantas florales. A ambos lados de ese sendero, sembró parterres con gran variedad de flores, como capuchinas, tulipanes, amapolas, peonías, narcisos, margaritas… Flores exóticas y flores humildes. 
En sus cuidados les donó una equilibrada libertad al permitirles que las pinceladas de colores de sus pétalos se mezclasen en un azar exquisito. 
No era suficiente. Entonces tomó en sus manos las aguas de un pequeño brazo del río Epte, el Ru, las desvió y con ellas dibujó los trazos de un estanque, al que sembró de nenúfares. Luego lo rodeó de bambúes, sauces llorones, lirios blancos y glicinas, que diseminaron claroscuros, donde se matizaban las mudanzas en los tonos del cielo reflejados al borde de esa espesa vegetación acuática que navegaba la corriente del estanque.
Allí tendió un puente de madera para que cruzase esa armonía cromática en las diversas horas del sol o de la luna.
Tuvo el cuidado de elegir una variedad de plantas muy vasta para que, en todas las estaciones del año, el jardín estuviese florecido.
Al fin, pinceló su obra sobre la tela, arte de su arte.
Yo, que soy un humilde poeta del sur del mundo, siempre sueño con perderme en los senderos bocetados que florecen de color en la obra de Monet y, a veces, logro encontrarme en esa música de la luz en la materia viva del jardín de los nenúfares.

***
Gerardo David Curiá (San Pedro, 1968) Envío de Rolando Revagliatti.

lunes, 27 de octubre de 2025

julio barco / (partida y jaque mate)


["Partida y jaque mate" es el título que los tiempos postergados da al título de estas dos columnas de Julio Barco en Diario Uno, de circulación nacional en Perú, publicadas respectivamente el 18 de octubre y el 25 de octubre de 2025, como metáfora a las dudas que arroja Julio a su medio y luego como hace un jaque mate a la pregunta]

Dudas

¿Cómo vivir en un país que sangra? ¿Cómo soñar en un país que devora? ¿Cómo defender el corazón entre las balas y los niños que lloran? ¿Cómo vivir entre puentes y techos que se caen a pedazos contra los amantes? ¿Cómo limpiarme los ojos de esperanza entre los incendios a setenta o setecientas casas? ¿Cómo leer a Vallejo si acaban de reventar una bomba en Trujillo? ¿Cómo abrir un tomo de Juan Ojeda si mi vecino, el dentista, es amenazado por extorsionadores? ¿Cómo terminar mis estudios si hay niñas ultrajadas en la selva? ¿Cómo sentarme a escribir mi columna hoy si hay un joven rapero hace horas muerto por una bala infeliz? ¿Cómo decir Perú si se acortan los financiamientos culturales? ¿Con qué fe leerles cuentos a los niñitos si en las calles acuchillan todos los sueños? ¿Cómo empezar mi tesis sobre la poesía peruana si el aire que respiramos nos pulveriza los pulmones? ¿Cómo hablar de paz si balean a los cantantes de cumbia? ¿Cómo entusiasmarme con el nuevo Premio Nobel si los políticos promulgan leyes contra el pueblo? ¿Con qué valor despertar mañana en un país dividido? ¿Cómo escribir del corazón si hay niños que son usados para pedir limosnas? ¿Cómo hablar de la vida y la ecología si las loncheras de los escolares son productos cancerígenos? ¿Cómo entusiasmarme del ceviche si el sueño de todos es vivir en otro país? ¿Cómo escribir aquí? ¿Cómo hacer ciencia ficción y novela metaliteraria? ¿Cómo hablar de Literatura si no hay una ley que defienda a los escritores? ¿Cómo hablar de planes de lectura en los colegios si hay niños que venden tajadas de sandía en los puentes de Lima? ¿Cómo soñar un sueño común para veintidós millones de peruanos? ¿Qué escribir? ¿Qué ser en el Perú del siglo XXI con sus inteligencias artificiales y la corrupción sin artificio? ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Por qué no intentar un poema para ti mientras otros jóvenes gritan en la calle y las buganvilias de Lima se quiebran en los balcones?  ¿Cómo leer a Gógol si una niña acaba de caer de un segundo piso de un supermercado

~

Certezas

Y, sin embargo, hay que escribir… porque escribir es una forma valiente de vivir. Hay que escribir porque todavía no se ha dicho todo sobre la condición humana. Hay que escribir porque hay que atrevernos a soñar más allá de los límites monótonos de la existencia. Hay que escribir para no ser solamente tránsito. Hay que escribir para dejar no una huella, sino las flores de la soledad, el rostro del dolor, la inmensidad del gozo. Hay que escribir porque escribiendo nos escribimos a nosotros mismos y nos reconocemos entre los otros y oímos lo que somos dentro de nosotros. Y entonces somos otros en la comunidad de la vida que se prolonga de especie en especie, de generación en generación. Hay que escribir a pesar de la crisis y de la pobreza, porque es una forma de forzar la transformación mental de una época. Hay que escribir, en fin, sin razones ni argumentos, como el niño pinta las paredes o sopla una burbuja al aire, qué sé yo por qué, ni con qué sentido, tan solo con el simple placer de aprehender la totalidad de la realidad y así ver cómo las hojas de tu cuaderno de poemas vibran como retoza el mar. Hay que escribir para sentirnos parte de algo más que nuestra muerte. Hay que escribir para dar testimonio de la inutilidad de la escritura y hay que escribir para señalar que acaba de morir alguien en medio de esta maquinaria asesina. Hay que escribir para continuar el legado. Porque hemos recibido el fuego del lenguaje. Porque nos hemos criado en medio de palabras como esquirlas y la guerra ha sido devorarnos y finiquitar la subjetividad. Y quedarnos sin palabras en un país sin nombre, en un país sin palabras. Porque —atrapa esa flor— recuperar la palabra no solo es recuperar nuestra propia conciencia, sino la conciencia de que somos algo más: una formación quipunal. Hay que escribir, en fin, para vencer a la muerte. Atrevimiento exclusivo de los que sientan la eternidad del arte— ese instante acaso de lucidez o estupidez— que prolonga el infinito. Hay que escribir para ser. 

***
Julio Barco (Lima, 1991). Envío solicitado al autor. Fotografía de Mike Paredes.

lunes, 20 de octubre de 2025

rabindranath tagore / el oficio de autor


Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.

Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú sí, madre; tú sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo por qué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.

¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?

A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarlo cien veces.

Tú lo esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.

Papá sólo sabe jugar a escribir libros.

Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.

Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?

Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.

Ni te importa que papá malgaste tanto papel.

Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?

***
Rabindranath Tagore (Calcuta, 1861-1941)

lunes, 13 de octubre de 2025

lászló krasznahorkai / discurso de agradecimiento del prix formentor 2024


¡Damas y caballeros en Marrakech!

Un muchachito va por la calle, va dando pasos por las placas de hormigón de la acera siguiendo una pauta. Visto más de cerca solo pisa una de cada dos placas, esto es, únicamente las pares y mientras tanto tararea algo. Un muchachito: un niño rubio, de orejas grandes, sumamente delgado. Lleva un chándal abrigado, chaqueta azul y pantalón azul, su preferido: dentro, en el dobladillo dearriba, un bolsillo secreto con el tesoro más preciado. En una mano una bolsa vacía, en la otra el dinero contado: lo han mandado a la tienda a comprar levadura y vainilla azucarada. Camina y tararea y por lo visto está plenamente sumido en este andar: la cabeza gacha, el cuerpo inclinado hacia adelante, mirando solamente las placas de hormigón para pisar siempre solo la segunda. Cuando ve que alguien se le acerca de frente, prefiere detenerse mucho antes y alargar el tiempo hasta que el otro pase, para no equivocarse. Es un muchachito muy delgado, rubio, de orejas grandes y ojos azules. Las placas de hormigón de la acera son todavía demasiado grandes para él, de modo que debe estirar mucho los pasos para no cometer un error. Porque solo se pueden pisar las pares, una impar entre dos pares: prohibido.

Porque todo empezó con que estaba allí el señor Kerekes, el zapatero y campanero rumano, bajito y gordo, que todas las tardes salía hacia las seis de su casa y se dirigía a la plaza Maróthy, hurtando la cabeza entre los hombros pasaba con su andar redondeado, inimitable, pasaba por delante de la ventana de la parroquia, entraba por la puerta de la iglesia ortodoxa, subía en medio de la penumbra por la estrecha escalera a la torre para hacer sonar las campanas. Porque empezó con que allí estaba el señor Csiszár, el hombre que reparaba las plumas estilográficas y que todas las mañanas subía la persiana metálica de su taller situado detrás de la estatua de Ferenc Erkel, el autor del himno nacional húngaro, echaba un vistazo al estrecho escaparateal lado de la entrada para comprobar que todo estuviera allí en orden, que no se hubiera movido un estuche con los lápices durante la noche, entraba luego en la tienda, se sentaba detrás de su mesa en una silla enorme rehabilitada específicamente debido a su joroba, esto es, con un hueco revestido de nuevo a la altura de la jiba, se encendía su cigarrillo preferido, de la marca Terv, y exhalaba lentamente el humo hacia lo alto, mientras con dos rápidos gestos apagaba la cerilla en el aire, comunicando así a la ciudad que había abierto, esto es, que podían traerle las plumas a reparar. Porque empezó con que Lajos Márkizay, el joveny guapo profesor de física y matemáticas en el instituto de enseñanza secundaria, que todos los viernes hacia las tres de la tarde llevaba al observatorio instalado en lo alto de la torre del agua y dedicado a observar el sol a una estudiante que estaba en el albor de la vida y se interesaba por el arte del ajedrez, para entregarse a esta pasión hasta las seis de la tarde más o menos, asomarse luego por la ventana de la torre y constatar satisfechos, sonriendo el uno al otro, que abajo todo era demasiado ruidoso y solo allí arriba reinaba suficiente silencio para jugar al ajedrez.

Y estaba el doctor Petróczky, tremendamente gordo y borracho, quien, aparte de ser capaz de calmar con pocas palabras incluso al niño que, aquejado de fiebre, lloraba a moco tendido, era conocido sobre todo por realizar los viajes entre sus enfermos «a pesar de los muchos consejos bienintencionados y de las súplicas más conmovedoras» únicamente en una motocicleta de la marca Csepel, de modo que no era de extrañar que al menos una vez por semana fuese a parar a la cuneta con esa moto de la marca Csepel, puesto que ni siquiera esta, por mucho que con el tiempo se hubiera fundido ya con su dueño, era capaz de mantener en su sillín a ese hombre eternamente borracho, que en aquellos peligrosos caminos no hacía más que vaivenear y balancearse sin cesar, deslizarse y resbalar del sillín rumbo a las cunetas, a las zanjas, a los canales, en una palabra, rumbo a la segura tierra.

Y allí estaba el señor Gyula Kovrig, cura católico de origen armenio, al que solo le interesaba la filatelia y que en la sala de la parroquia en la que recibía a los feligreses solo tenía álbumes de sellos en vez de libros en los estantes de la biblioteca acristalada de madera de roble y mantenía correspondencia con los sesenta y tres países importantes desde el punto de vista filatélico para intercambiar de vez en cuando algún raro sello de su extraordinaria colección por otro más raro todavía.

Y estaba el señor Osy, el larguirucho jefe de la pastelería Százéves, de movimientos ágiles y siempre un tanto inquieto, amo municipal de los pasteles y caramelos, quien solo lograba alcanzar la tranquilidad entre los pasteles y los caramelos cuando se liberaba de ellos y antes de abrir por la mañana o después de cerrar por la noche podía montarse en su reluciente bicicleta de marca checoslovaca y con el equipamiento de color rosado con el que en su juventud había ganado un campeonato nacional amateur se ponía a pedalear durante horas y horas rumbo a una meta imaginaria.

Y allí estaba Kálmán Nemes, el único aventurero de Gyula que regresó de sus andanzas, que volvió concretamente después de muchos años en Brasil y lo hizo con una bellísima esposa brasileña, la negra Nadir, que durante meses, es más, durante años, mantuvo a toda la localidad en un estado febril y con la que el aventurero se peleaba con regularidad semanal, y ambos, para gran asombro y escándalo de Gyula, pasaban noches enteras zurrándose el uno al otro y gritándose en una lengua desconocida, o sea, en brasileño, hasta que —por lo general hacia el amanecer— de pronto callaban, y lógicamente nadie nunca entendía qué había ocurrido tan de súbito, pues cómo iban a entender allá en Gyula la naturaleza internacional de las pasiones exóticas.

Y allí estaba el señor Turai, el sastre del barrio rumano, un hombre bajito que había canalizado su insaciable admiración por las mujeres hacia un interés profundo por las filosofías esotéricas, convirtiéndose así en uno de los principales favoritos de las señoras de la ciudad, pues para eso, para convertirse en simpático favorito, bastó que las señoras sintieran lo siguiente: que con sus ufanos discursos en medio de la toma de medidas el señor Turai solo pretendía expresarles sus necesarios y más sinceroscumplidos, en comparación con lo cual realmente carecía de toda importancia que ellas no consiguieran orientarse en absoluto por la superficie inmediata y tosca de sus parlamentos, pues qué podía hacer una mujer de Gyula, por poner un ejemplo, con la cuestión de si el abismo filosófico que se abría era más insuperable entre Martin Buber y Angelus Silesius o entre Nostradamus y Rosenzweig.

Y había más misteriosos caballeros salidos de la niebla, el señor Halmai, el peluquero de la plaza Maróthy que se movía braceando por la nube de fragancias más espesa del universo, aunque no cesaba de explicar que ello no se debía a su voluntad, sino que el destino simplemente se lo había endilgado a raíz de su oficio; o el señor Fodor, el encargado de eliminar las ratas, a cuyo perro todo el mundo sin excepción le tenía miedo, un chucho de patas cortas y edad indefinida, que gimoteando y arrastrando el vientre por el suelo siempre buscaba con sus ojos legañosos la mirada de la gente; y estaba Füredi, el estanquero con sus innumerables soldaditos de plástico y con la mirada rigurosa, que de vez en cuando mandaba callar con tono decidido a las tropas de niños que formaban fila y chillaban delante del estanco; y estaba Béla Szabó, el chantre del barrio alemán con sus seis hermosísimas hijas que vinieron al mundo todas con un talento musical divino y se criaron en una casa en la que no existía el tiempo y en la que ni parientes, ni visitas, ni amigos podían poner el pie, pero a través de sus ventanas siempre cerradas se filtraba continuamente la música de Corelli, Vivaldi, Lully o Bach a la calle principal del barrio —en una palabra, que eranrealmente todos unos misteriosos caballeros de la niebla, pues vivían envueltos en una existencia extraña, inasible, flotante— y todo ello solo proporcionaba el trasfondo de algo que en cuanto onírico, inexplicable e incognoscible no tenía parangón en tierras centroeuropeas.

Porque todo empezó con que ante el trasfondo arriba descrito estaban las grandes figuras más enigmáticas de la ciudad, los más auténticos caballeros de la niebla, de los que nadie sabía a ciencia cierta de dónde venían, de qué mundos eternamente desaparecidos procedían, y de los que realmente no podía saberse quiénes eran, pues se habían vuelto completamente idénticos a su propia leyenda, que era la ciudad misma de Gyula, porque si los lugareños pensaban en el director de la escuela de mú-sica András Herbály, en el psiquiatra András Soóky, en los profesores Miskolczi, Banner y Pánczél, en el poeta Imre Simonyi o en el señor Gyurka Ladics, pensaban de hecho en Gyula, porque todo empezó con que allí estaba el director Herbály, que con su para todos fascinante cultura e inteligencia musical se ganó durante años, loco por Scott Joplin, la vida como pianista de bar en las poblaciones de los alrededores, hasta que de pronto fue nombrado director de la escuela de música de Gyula; el director Herbály, un hombre obeso al que le costaba respirar, que se desplazaba en un traje desgastado y soltaba discursos siempre de un humor elegante y asesino sobre la llamada estructura de la vida como una carga insoportable y sobre la modestia humana como una enfermedad mortal de esa misma estructura de la vida y que a todo esto se desplazaba con enorme lentitud por las calles como si un cansancio plúmbeo lo hubiera atormentado durante toda la vida, cuando se encontraba ante un conocido, lo detenía con un gesto desesperadamente cortés e iniciaba una salutación sumamente compleja, ycuando el otro se disponía ya a marcharse pasaba a una ceremonia de despedida igualmente prolongada y solo permitía que su víctima se fuera cuando había terminadopor completo.

Y allí estaba el señor Soóky, el psiquiatra jefe del hospital al que nadie nunca se atrevía a interpelar en la ciudad, pues llevaba el pelo peinado hacia adelante, sobre la frente y los ojos, pero del que de todos modos tampoco podía asegurarse qué rasgo suyo era el más terrorífico, si este o el relampagueo de mal agüero de su mirada cuando alguien intentaba mirarle a los ojos, pues también esa, la mirada, era en verdad tremendamente aterradora y alzaba a Soóky a la categoría más elevada, si no bastaba para estar a esa altura el hecho de que no vivía con ellos, con los habitantes de Gyula, sino entre sus enfermos en el hospital o de que había alquilado toda una planta encima de la tienda de la fábrica de medias para su célebre colección de pinturas, y allí en el piso vacío permaneció esa colección que valía millones en silencio, con las puertas y las ventanas cerradas durante cuarenta años, y el médico jefe Soóky solo la visitaba muy de vez en cuando, quizá dos veces al año, y para más inri por la noche, como si fuese por casualidad, mientras toda Gyula estaba sumida en un profundo sueño bajo los graves edredones.

Y allí estaba el profesor Miskolczi, que sin pensárselo dos veces renunció a una carrera sumamente prometedora como filólogo por un amor elemental hacia una de sus primas de primer grado y se trasladó a Gyula, y asumiendo el enorme escándalo moral que suponía se casó con esa mujer oriunda de la ciudad, le dio cuatro hijos, a dos de los cuales, que eran sanos, los criaron ellos, mientras que a los dos débiles mentales los ingresaron en el hospital psiquiátrico de la localidad y después aceptaron un empleo como profesores de inglés en el instituto de enseñanza secundaria de la localidad; el profesor Miskolczi, que en una época petrificada en un Petőfi falsificado y en la estupidización nacionalista-socialista, solo estaba dispuesto a hablar a una juventud cuya forma de oposición era una indolente ociosidad, de la crisis de la modernidad en el siglo xx, sin más preámbulos; el profesor Miskolczi, sobre quien circulaban de boca en boca miles de peculiares anécdotas por la ciudad, la más memorable, por ejemplo, de que un buen día tuvo que hacer callar a la clase más desobediente del instituto y lo resolvió entrando, parándose ante losalumnos, clavando la vista durante un minuto entero en el rincón de arriba a la derecha hasta que todos callaron,y entonces, con un gesto teatral, extrajo de su bolsillo una de las primeras ediciones londinenses del Ulises, de Joyce, y en voz alta y amenazante comenzó a leer el libro traduciéndolo además in situ al húngaro hasta que sonó el timbre y en ese momento dejó de leer en medio de una frase, cerró el libro, volvió a meterlo en el bolsillo, clavó la vista en el rincón de arriba a la derecha de unasala imaginaria y salió luego al pasillo sin pronunciar palabra. Porque todo empezó con que estaba Imre Simonyi, el último poeta, que en un día primaveral sorprendió a las jóvenes mentes de Gyula, deseosas de especializarse en el conocimiento de las modas, pasando por delante de aquella juventud junto a la pastelería Százéves y arrancando una rama florida de una acacia que se inclinaba sobre la acera y siguió rumbo al baño turco frotando las flores entre los dedos a la vez que les comunicaba lo siguiente: a pesar de todo, el poeta es aquel que está dispuesto a sacrificar su vida por un único verso maravilloso, por una única actriz maravillosa o simplemente por su patria; porque todo empezó con que allí estaban el profesor Banner y el profesor Pánczél, los dos profesores de latín y griego del instituto, quienes ingresaron en el Panteón de Gyula porque a veces uno de ellos, cuando alsalir de clase le daba la gana en la pausa en el pasillo, se dirigía en latín al otro, y este le contestaba lógicamente también en latín, a lo cual ambos seguían andando rumbo a la sala de profesores en medio de una animada charla en latín, con sus trajes polvorientos, descoloridos, centenarios, entre las filas de alumnos que enmudecían; porque todo empezó con el señor Gyurka Ladics, quien con su casa y con todo cuanto la casa contenía, provenía del siglo xix, empezó con él, quien con su biblioteca enorme, insuperable, llena de obras en alemán, francés y húngaro, con sus exquisitos muebles y lámparas, con su piano y con su sólida cultura, así como con esa peculiar enfermedad consistente en que única y exclusivamente podía dormirse después de leer unas páginas de Goethe o de Schiller en la lengua original, porque realmente con ellos empezó todo, con el señor Kerekes y con el señor Turai en el trasfondo, con las callejuelas envueltas en un color verde, con los mercados, con el palacio, con el castillo y con la estación de ferrocarril más melancólica del mundo, y con la larga hilera de los verdaderos caballeros de la niebla en el primer plano de todo, desde el señor director Herbály hasta el señor Gyurka Ladics, realmente así empezó, con que ellos existían, pero después sucedió algo muy, pero muy asombroso, sucedió que de repente todo eso se esfumó, y un buen día Gyuladesapareció del mapa.

Varias veces intenté averiguar qué había pasado cuando, ya adulto, regresé al cabo de más de dos décadas, cuando tras ese largo tiempo, bajando del tren, enseguida, a primera vista, me di cuenta de que la ciudad no estaba en su sitio, es más, no solo no estaba en su sitio, sino que no existía en absoluto, y me puse a andar desasosegado y desorientado por una ciudad que decía llamarse Gyula, pero no era Gyula, iba y venía por las calles, preguntando aquí y allá, pero en vano, nadie sabía nada, nadie se acordaba de nada o, lo que era peor, se acordaban de manera equivocada, trataban de hablar del pasado en el que algo se había perdido, pero o bien ya no sabían qué se había perdido o pensaban que tampoco importaba, en una palabra, ocuparon laciudad, destruyeron lo que había y montaron para ellos una nueva, primero hicieron desaparecer de la faz de la tierra la antigua y luego se trasladaron allí y fingieron que no había sucedido nada y de la antigua materia poética crearon algo nuevo de un modo obsceno, de un modo brutal y aseguraron que eso era lo antiguo en sí, en el tiempo, pero sabían que estaban mintiendo, y luego ya ni siquiera eso, pues olvidaron que mentían, en las escuelas enseñaban a los niños que la ciudad de Gyula en el pasado tal, que la ciudad de Gyula en el presente cual, les pregunté si al menos recordaban al señor Kerekes y al señor Turai y decían que no, no los recordamos, si se acordaban todavía del profesor Herbály o del señor Gyurka Ladics, y decían que no, no nos acordamos, o de la poesía que era esta ciudad, la cultura que le proporcionaba su fundamento y sus galas, de los conciertos domésticos con piezas de Schumann y de Chopin y de Beethoven y de Mozart, y decían que no, no, no, pero entonces quizá se acordarían de la co-lección de sellos de Kovrig o tal vez del museo privado de Soóky, no, entiéndanos que no, decían y meneaban la cabeza sonriendo, y yo veía que a ellos, a los nuevos habitantes de la ciudad ya les daba igual, ya ni siquiera lo percibían como una pérdida, de manera que dejé de preguntar y me limité a constatar que la gran sala del hotel Komló, una sala única, que fuera el escenario delos antiguos bailes del condado, había sido sustituida por una repugnante discoteca, por una repugnante sala de juegos y por una repugnante tienda de ropa usada, me limité a constatar que habían hecho desaparecer la hermosa, legendaria y umbrátil hilera de árboles en la célebre Papsor junto a la iglesia parroquial arran cándolos de cuajo, que habían trasladado la biblioteca Mogyoróssy al Ayuntamiento, el Ayuntamiento a la Sede del Condado y la Sede del Condado a otra ciudad y así sucesivamente, no lo registré todo con detalle, no elaboré ninguna lista, pero una noche, durante mi última estancia, de pronto me quedé solo en la calle entre la plaza Maróthy y el antiguo Casino, las aceras estaban completamente desiertas, reinaba un silencio absoluto, solo una suave brisa soplaba procedente del Castillo, estaba en una esquina de la plaza Maróthy y no podía moverme de allí, miraba hacia adelante por el camino que llevaba del Casino a la antigua tienda de ultramarinos, cuando de pronto percibí un movimiento, una pequeña mancha en la calle mal iluminada poco más allá del edificio del antiguo Casino, una manchitaque progresaba de manera curiosa, pero entonces ya supe qué era, un muchachito que daba pasos siguiendo una pauta por las placas de hormigón de la acera, y mirando mejor me di cuenta de que solo pisaba una de cada dos placas, o sea, siempre las pares, y a todo esto tarareaba algo, un muchachito, pensé: rubio, muy delgado, de orejas grandes, lleva un chándal, chaqueta azul y pantalón azul, su preferido: dentro, en el dobladillo de arriba, un bolsillo secreto con el tesoro más preciado, en una mano una bolsa vacía, en la otra el dinero contado: lo han mandado a la tienda a comprar levadura y vainilla azucarada, camina y tararea y por lo visto está plenamente sumido en este andar: la cabeza gacha, el cuerpo inclinado hacia adelante, mirando solamente las placas de hormigón para pisar siempre solo la segunda, un muchachito rubio, muy delgado, de orejas grandes y ojos azules, y las placas de hormigón de la acera son todavía demasiado grandes para él, de modo que debe estirar mucho los pasos para no cometer un error, porque solo se pueden pisar las pares, una impar entre dos pares: prohibido, y lo veo con una indescriptible sensación de aturdimiento, con una inexpresable tristeza, pues allí no tendré a nadie a quien explicárselo, a nadie a quien explicarle cómo avanza pisando solo las placas pares, nunca las impares, nunca, de manera que se lo explico a ustedes, les explico lo que tuve que entender en medio de ese aturdimiento: que en vano lo seguiría, pues no podría alcanzarlo para decirle que no continuara.

¡Damas y caballeros!¡Gracias! ¡Antes que nada permítanme expresar mi agradecimiento a todos y cada uno de los miembros del jurado convocado por la Fundación Formentor y al presidente del jurado, el señor Basilio Baltasar Cifre, por haberme galardonado con el Premio Formentor 2024! Por el comunicado oficial he sabido que el jurado tomó la decisión en Tánger. De modo que desearía tributarle mis respetos también a la ciudad de Tánger, a todos los edificios, calles y callejuelas, al suelo de Tánger, a sus rocas, al caos y al océano, a cada una de sus partículas de polvo, a los mercados de Tánger, a su puerto, a los personajes con cara de mal agüero que merodean en torno a la estación, a las mujeres y a los hombres de Tánger, a cada una de las notas de sus dilatados cánticos, pero también al llanto suave y gimoteante que se filtra por una ventana entreabierta, doy las gracias, pues, a Tánger por el hecho de que ese lugar maravilloso lograra, con su tan, tan misteriosa irradiación, convencer a los sobrios literatos allí reunidosde que dejarán de lado su sobriedad y me concedieran este fantástico premio.

¡Gracias a ustedes! Y gracias a mi ciudad natal en Hungría, a Gyula, al señor Kerekes, el zapatero y campanero de la iglesia ortodoxa rumana de Gyula, quien a veces nos permitía tocar la campana en la torre y ya no está entre los vivos, pues le llegó el momento justo de la muerte, y gracias a mi amigo Jóska Pálnik, quien en el segundo escalón del tobogán gigante en la piscina de la ciudad me dijo en 1960 cómo se hacían los niños, y yo quise morir bajo el peso de ese terrible descubrimiento, y gracias a Franz Kafka, cuya novela El castillo leí a los doce años para que me aceptara el círculo de amigos de mi hermano seis años mayor que yo, con lo cual, creo, quedó sellado mi destino, y gracias a las primeras treinta y una muchachitas de las que me enamoré perdidamente, en particular a Márti Klinkovics, a Ernő Szabó y a Imre Simonyi, poetas desconocidos de Gyula, a los que admiraba y que soportaron de un modo digno y viril esa mi admiración, a Péter Hajnóczy, el narrador húngaro más estremecedor, que sucumbió en la lucha frente a sus visiones aterradoras y por eso ya no está entre los vivos, gracias al arte de la Grecia clásica, al Renacimiento italiano, a Attila József, el poeta húngaro que me mostró la fuerza mágica de las palabras, a Fiódor Mijáilovich Dostoievski, a mi hermano, porque a menudo me llevaba sobre los hombros a casa, por lo que le estoy infinitamente agradecido, pues así me enseñó que el mundo puede tener otro punto de vista, no solo el que está dado, a Hans-Jürgen Balmes, mi editor alemán, querido amigo, a mi editor español, Jaume Vallcorba, y a Sandra Ollo, que cuida el legado de manera impecable y magnífica, y a Jordi Guinart de la editorial Acantilado, en Barcelona, a Mercedes Monmany, mi querida amiga, a William Faulkner, a la ciudad de Kioto, a Thomas Pynchon, mi querido amigo, a quien debo profunda gratitud, pues consiguió que me gustara la pizza, a Johann Sebastian Bach, el divino, a las voces de Agnes Baltsa, Natalie Dessay, Jennifer Larmore, Montserrat Caballé, Teresa Berganza y Emma Kirkby, a Allen Ginsberg, el amigo, que no está ya entre los vivos, pues le llegó el momento de la muerte, a los escribas de la China imperial, a mis traductores, en particular a Adan Kovacsics, con gran respeto, gratitud y afecto, a Max Sebald, extraordinario escritor y amigo, que ya no está entre los vivos, porque se quedó demasiado tiempo contemplando una única brizna de hierba en el prado, al último lobo en Extremadura, a la naturaleza creada, al príncipe Siddharta, a la lengua húngara, a Dios.

***
László Krasznahorkai (Gyula, 1954). The Objective.

lunes, 6 de octubre de 2025

rolando revagliatti pregunta / emmanuel cassanese


***

¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)?

En el universo de Roberto Bolaño, específicamente en las novelas “Los detectives salvajes” y “2666”, ya que ambas plantean personajes que por ausentes en las largas páginas de las novelas nos mantienen en vilo, no nos resulta pesada su lectura, y nos quema por dentro saber qué ágalma esconden. Estoy hablando de Cesárea Tinarejo en “Los detectives salvajes” y Beno Von Archimboldi en “2666”. Un grupo de poetas recorren todo México y todo el libro en busca de la poeta Tinarejo y un grupo de literatos van por los rastros de Archimboldi por Europa. La lectura me hizo investigar y perseguir estos personajes con la misma pasión que Bolaño. Particularmente “2666”, que contiene cinco libros en uno, más de 1100 páginas; es tanto el querer saber de ese personaje que su recorrido, aún largo, se hace devorándolo. Y aun así no se los encuentra, en ambas novelas. Pero qué belleza ese recorrido.

¿A qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?

A Leopoldo Marechal en su “Adán Buenosayres”. Ese grupo de amigos que pasan varias horas recorriendo los límites de Saavedra, las aventuras que atraviesan, las conversaciones filosóficas, los amores contrariados, Santos Vega, y la extraordinaria expedición a Cacodelphia!! Un personaje más de ese grupo de amigos o pensarlo con mis propios amigos, con los cuales hemos tenido aventuras como las de Adán! 

Creo que en ambas elecciones el recorrido es el eje central, me hizo acordar a Ítaca de Kavafis, también!

***
Emmanuel Cassanese (Buenos Aires, 1978). Envío de Rolando Revagliatti.

lunes, 29 de septiembre de 2025

mircea cărtărescu / discurso de agradecimiento al recibir el premio fil 2022


Estimados amigos:

En su diálogo La República, Platón imagina lo que para él sería la ciudad ideal, pero que nosotros, con la desventurada experiencia de todas las sociedades utópicas puestas en prácticas desde aquella época, denominamos más bien una cárcel ideal. Era la ciudad cuyos dirigentes tenían derecho a mentir por el bien del pueblo, en la que el control sobre cada ciudadano era total y abarcaba todos los aspectos de la vida, en la que no existía el derecho a la libertad de expresión, en la que los mejores guerreros eran recompensados con las mujeres más bellas en un proceso de eugenesia social que anticipaba el nazismo. Todo ello en nombre de una sociedad inerte, paralizada, donde el individuo era tan solo una pieza indispensable en el mecanismo del estado. Todos los estados totalitarios imaginados a lo largo del tiempo han compartido algo de la pesadilla de la república de Platón.

En aquel mundo, el filósofo incluía también a los artistas, poetas y músicos, cuyo papel era celebrar el estado y a sus dirigentes. Solo se admitían, en la música, las tonalidades mayores, heroicas, optimistas, y estaba terminantemente prohibido alejarse de ellas. Una modificación del modo musical, decía Platón en una de sus páginas más asombrosas, era peligrosa porque podía provocar el vuelco del sistema social. El poder del arte no ha sido jamás expuesto con tanto recelo y espanto. Para el filósofo griego, la música no es un placer de los sentidos, tampoco puro hedonismo, sino que es una fuerza terrible, revolucionaria, que los estados deben temer. Estamos acostumbrados, gracias al pensamiento marxista, a creer que “la base determina la superestructura”.  Pues bien, para Platón la supraestructura musical y artística de la ciudad ideal podía minar su base totalitaria.

Si la música tiene un potencial subversivo y es capaz de trastornar el orden social, la poesía es más temible aún. En la ciudad-estado platónica, los únicos poetas admitidos son los oficiales, los laureados, que cantan himnos y odas a la grandeza de la ciudad. Su partitura está estrictamente regulada, su discurso estético es uno e invariable. El poeta libre, con un discurso plural, ese que imita todas las voces de la ciudad, no encuentra hueco en el orden preestablecido. Él es llamado ante los gobernantes, que se inclinan ante él y reconocen su genio, pero le ruegan que abandone la ciudad, porque no resulta útil en ella. No son genios lo que necesita la sociedad ideal, sino conformistas. El genio es incontrolable y, por ello, subversivo. Él provoca el cambio que más temen los legisladores. Él introduce en la ciudad el desasosiego, la duda, la ironía, el sarcasmo, la sublevación, a fin de cuentas. Él expresa, como decía Kafka sobre su propio arte, la “negatividad” en un mundo de sonrisas felices dibujadas en globos. La literatura, escribía también el autor praguense, no tiene que consolar ni alegrar, sino que debe despertar las conciencias. Debe ser un hacha que rompa el hielo de la mente de las personas.

Pero precisamente este hielo es el orden de la ciudad ideal. Esa incapacidad de evolucionar, esa muerte del alma sobre la que han escrito todos los contrarios a los sistemas totalitarios. El artista, en especial el poeta, se ha opuesto siempre al orden, a la disciplina, a las reglas, a los sistemas, en todas las épocas y en cualquier tipo de sociedad. Le han repugnado siempre el conformismo y la hipocresía. Ha refutado las verdades y los valores aceptados por la mayoría. Se ha alzado siempre contra todo aquello que asfixie la libertad humana. La poesía no es entretenimiento y el poeta no es, como piensan tantos todavía, un inadaptado con la cabeza en las nubes. Incluso en las formas aparentemente inofensivas, como un soneto de amor o un poema sobre la naturaleza, la poesía resulta subversiva en los mundos sometidos a un control estricto, pues esos poemas están impregnados de libertad interior. Incluso en ellos existe el fermento de la insurrección y de la desobediencia.

Durante miles de años, desde La República de Platón hasta nuestros días, los poetas, aparentes pájaros cantores, inútiles e incluso un tanto ridículos a ojos de sus semejantes, han sido perseguidos sistemáticamente, acosados y muchas veces asesinados por sus ideas y sus visiones, y sus libros han sido censurados, prohibidos y quemados en numerosos momentos de la historia. El arte de la poesía, siempre a la búsqueda de la belleza, siempre agonizante y siempre resucitada, se ha encontrado invariablemente entre los medios más eficaces para reavivar las conciencias, para despertar la dignidad humana, para preservar la libertad siempre amenazada en nuestro mundo hobbesiano. La poesía es, de hecho, otro nombre para la libertad.

El poeta es temido y acosado, desde hace miles de años, no solo por su subversión fundamental. En un relato profético titulado El informe de Brodie, Borges habla sobre un mundo humano en profunda decadencia, aletargado, anárquico, lo opuesto a la ciudad platónica. Los miembros de la tribu descubierta por Brodie yacen en el barro, abúlicos, carentes de conciencia de sí mismos y de las instituciones. Pero, de vez en cuando, cuenta Borges, uno de esos que yacen en el suelo se incorpora y, perturbado y alucinado, grita unas palabras que ni siquiera él mismo alcanza a comprender. Si estas asombran y conmueven a los demás, el que las ha pronunciado es llamado “poeta” y a partir de ese momento cualquiera tiene derecho a matarlo. La parábola borgesiana muestra una vez más cuánta energía sagrada encierra el extraño acto de la poesía.

Pues el poeta no es tan solo un revolucionario, es también un profeta. Es un médium a través del cual habla una criatura inapelable y extraña. Es un portal a través del cual lo milagroso, lo sagrado, lo demoníaco, lo extático, lo obsceno, lo divino y lo terrible penetran en nuestro mundo. Él no habla tan solo con sus palabras, para sus semejantes, sino con las enigmáticas palatales y las fricativas de la voz del más allá. Él no es perseguido y asesinado únicamente como un simple contestatario de cualquier orden y de cualquier sistema social, sino también como una voz de lo incognoscible y de lo indomable que el filisteo, el burgués, el hombre materialista teme más que cualquier otra cosa. Los profetas bíblicos no profetizaban voluntariamente, sino obligados por la divinidad, de la que a menudo procuraban huir y esconderse, pues la profecía te quema por dentro como una llama que no se apaga. Del mismo modo, los poetas no pueden callar, tampoco cuando se encuentran bajo la amenaza del hambre, de la pobreza, del desprecio público o del poder arbitrario. Su voz interior debe hacerse oír a cualquier precio.

A pesar de todo esto, pocas veces el desinterés por la poesía, el olvido de su esencia revolucionaria y profética han sido más evidentes que hoy en día, cuando ser poeta y ser vagabundo, asocial, raro, son equivalentes para mucha gente. Una tercera característica de la poesía, tan importante como las dos primeras, se puede deducir de una soberbia página de J.D. Salinger. En el relato Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Seymour Glass, el poeta y profeta de su familia, va de visita a casa de su prometida, Muriel, para conocer a sus padres. Estos saben que el joven Seymour ha regresado de la II Guerra Mundial con un síndrome postraumático y están preocupados por su hija. Su intranquilidad se acentúa más aún cuando, al preguntarle qué quiere hacer ahora, una vez que la guerra ha finalizado, él responde: “Querría ser un gato muerto”. Ante esa respuesta, los padres se quedan estupefactos y piensan que el prometido de su hija ha perdido el juicio. Pero Seymour le explica posteriormente a su novia que él se ha referido a una antigua parábola zen. Cuando le preguntan a un monje Zen cuál es el objeto más valioso del mundo, él responde: “Un gato muerto, pues nadie puede ponerle precio”.

La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas filas de las estanterías. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza —como dijo Dostoievski— es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta, como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización postmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.

Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudad-estado, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas de la civilización que los condena. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas.

Revolucionaria, profética y ubicua como el aire, la poesía ha iluminado también toda mi vida. No he sido nunca otra cosa que poeta. Incluso mis novelas son, de hecho, poemas. He escrito siempre poesía como una forma de libertad, de solidaridad, de empatía para con todos los hombres. He escrito en contra de las guerras y las discriminaciones de toda índole. He escrito para los que leen poesía y para los que jamás leen poesía.

Agradezco por ello, con modestia y reconocimiento, al jurado que me ha concedido el gran premio internacional de la FIL, es un honor y una alegría inconcebible encontrarme ahora en la lista de los escritores que, desde 1991, han tenido la oportunidad de recibirlo. Recorrer esa lista que abarca a algunos de mis héroes literarios, como Nicanor Parra, Juan Goytisolo, Antonio Lobo Antunes, Alfredo Bryce Echenique, Yves Bonnefoy o Enrique Vila-Matas es suficiente para demostrar la calidad y la importancia incomparables de este reputado premio. Muchas gracias, asimismo, a la presidencia del premio y al presidente de la Feria del Libro de Guadalajara, una de las ferias del libro más famosas del mundo. Y para acabar, gracias a todos los que se encuentran ahora junto a nosotros en esta sala.


***
Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956). Editorial Impedimenta.