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lunes, 24 de noviembre de 2025
rolando revagliatti pregunta / jonio gonzález
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lunes, 17 de noviembre de 2025
bhanu kapil / poética
¿Qué es un texto? ¿Qué es el cuerpo del texto? Hasta podría ser demasiado aburrido decir eso, como si, ¿Hélène Cixous nunca peló una naranja en un balcón y luego lo escribió? Ese jugo. Esas semillas. Cada vez más estoy pensando en un texto como instrucciones de interpretaciones para mi: cuerpo. Entre los primeros borradores y el final, quiero entender algo. Por ejemplo, tomo la postura de la vida corporal que estoy intentando describir. Durante cuatro años, recientemente en pausa –con la publicación del manuscrito de Nightboat Books en Nueva York– escribí la historia de Ban, una niña que murió en los primeros minutos de un motín racial. Un motín racial que se desarrolló [sucedió] en mi barrio –en la frontera de Southall y Hayes en poniente o mayor: Londres –Londres lugar de mierda– inmigrante, Londres industrial, es decir –les banlieues– del 23 de abril de 1979. Ese día, Blair Peach, un profesor de Nueva Zelanda y manifestante contra el racismo –murió–protestando la decisión del Frente Nacional para mantener la reunión anual en una comunidad de color. En 2010, la investigación judicial –resolvió– y la policía metropolitana admitió que Blair Peach murió ese día como resultado de una brutalidad policial. Murió en el hospital Ealing más tarde de aquella noche o la siguiente mañana. En este modo, ¿escribiendo Ban – quería escribir en el –espacio?– creado por este evento pero de alguna manera, también, debajo de él, corriendo enseguida a él: al mismo tiempo. Quería trabajar en el conjunto del motín, pero en formas que me permitieran procesar: el motín: en otras formas. ¿Qué es este otro cuerpo: desviado, borrado antes que aparezca en el documento del lugar? ¿Qué es una niña –nunca nacida– o aparente –en la sociedad en que es “nacida”: nunca aceptada –como miembro de esa sociedad– por lo tanto nunca, quizás, completamente: nacida? Quizás esto es algo – que resuelve – también sobre la cuestión del inglés. No lo estoy diciendo bien. “¿Cuáles son los efectos somáticos de la opresión?”
Esta es una pregunta de investigación que una colega mía en la Universidad de Naropa –Christine Caldwell, una pionera en el campo de Psicoterapia Somática– está trabajando. Como ella, quiero resolver la intersección entre factores narrativos y factores no verbales. Cómo la forma en que el cuerpo de la niña se da cuenta de muchos y diferentes tipos de violencia a la vez, un registro que yo quería resolver a través de lo contractivo –tisúes extensos– pero también los arcos brutales, superpuestos y acústicos de la violencia que viene.
La violencia que acaba de pasar. Esto es lógico. Ban muere porque ella es, para usar y también para abusar del lenguaje del sacrificio de Agamben en Homo Sacer: “ya muerto”. ¿Es el sonido de un vaso roto que viene de la casa de Ban, o de la calle? ¿Cómo puede ser que la escritura sea un lugar donde puedes trabajar en el interior y exterior al mismo tiempo? ¿Cómo puedo hacer todo esto y aún honrar el cuerpo del manifestante que murió ese día? ¿Cómo puede un trabajo sobre el trauma, y además la comunidad, ser a su vez el motivo del movimiento de este trauma? ¿Al mismo tiempo esto preserva una memoria cultural de una parte de Londres que ya está sobrescrita por más llegadas contemporáneas y otras historias de inmigrantes?
Desde enfoques somáticos al trauma –derivado de Babette Rothschild, Peter Levine y Pat Ogden– yo entendí que ambos, la imagen y la narrativa sustentan el vórtice o circuito de la memoria traumática. ¿Cómo deshacerlo? ¿Cómo construir un contra-vórtice? ¿Cómo quedarse, más largo que la narrativa o incluso que la poesía puede [podría] demandar, con la misma sensación? Para “completar algo que nunca fue completado” en el tiempo que fue escrito [sucedido] –parafraseando a mi amiga Laura Vickers, tomado a través del modelo de descarga de Levine– es algo que me interesa mucho. Es por eso que quiero una oración que mueva. Una oración que tome la cadencia del sistema nervioso como si descargue un hecho. Para representar esta oración, en otras palabras, a los eventos de postura-gestual.
Es por eso que la escritura es un lugar en donde también muero. En Londres, y en el rectángulo de lodo en mi jardín, un jardín diaspórico, he estado muerta –tomando la pose de “Ban”. Quiero sentirla en mi cuerpo –la causa fundamental. En Los Ángeles en el tablero de un carnicero, me metí a un costal de carne y giré y fallé: desnuda, abultada – asqueroso – para trabajar en la escena del recinto. Cómo se siente en el costal. Y ser visto: la audiencia afuera en el pasto, en la cuesta abajo del estudio de Schindler en West Hollywood. Esto fue parte de un evento curado sobre el tema de voyeurismo; nunca he olvidado la invitación para encarnar las cosas de que estaba [estoy] intentando escribir.
¿Qué tipo de libro puede venir de estas actividades? Cuando mi libro fue aceptado, estaba frustrada. Quería dar un golpe. Quiero golpear el manuscrito, algo parecido pero sin repetir la violencia social o impactos que borran la forma de vida. Y entonces, con un “click, click, borrar”, borro, en un espacio de tres minutos, la sección final del trabajo, treinta y cinco páginas de historias autobiográficas.
Y cómo un golpe de este tipo tiene su propia historia y efectos continuos. Esto es el por qué tiene que ser en prosa. Quiero escribir una prosa anti-colonial: una prosa del cuerpo que fue destruido, sí, matado, sí, pero también –revolucionario, con una capacidad de volver a ser: re-construido a partir de sus gametos: los colores del cuerpo en el suelo. La memoria de la Tierra y sus ungüentos. La forma encarnada se convierte en un interés aquí. Estoy interesada en las superficies residuales y cóncavas y en los materiales producidos, como detritus, como huella, como portal, siguiendo: el acto o actividad cardinal: de escritura: algo: que resista: su posición en un espacio público: que: es: para ser observado, llevado hacia adelante, o visto.
El problema con mi declaración adjunta, la declaración que acabo de hacer, es que todos los que busco, para derivar un argumento delimitado, son blancos. Parte de esto es mi deseo de mantener ciertas conversaciones, alianzas y amores: a su vez: invisibles. Parte de esto es un hábito extremo. Necesito volver a entrenarme.
lunes, 10 de noviembre de 2025
eduardo milán / dar salida, denso / un ensayo sobre poesía desde lo que se siente
lunes, 3 de noviembre de 2025
rolando revagliati pregunta / gerardo david curiá
lunes, 27 de octubre de 2025
julio barco / (partida y jaque mate)
lunes, 20 de octubre de 2025
rabindranath tagore / el oficio de autor
lunes, 13 de octubre de 2025
lászló krasznahorkai / discurso de agradecimiento del prix formentor 2024
lunes, 6 de octubre de 2025
rolando revagliatti pregunta / emmanuel cassanese
lunes, 29 de septiembre de 2025
mircea cărtărescu / discurso de agradecimiento al recibir el premio fil 2022
En su diálogo La República, Platón imagina lo que para él sería la ciudad ideal, pero que nosotros, con la desventurada experiencia de todas las sociedades utópicas puestas en prácticas desde aquella época, denominamos más bien una cárcel ideal. Era la ciudad cuyos dirigentes tenían derecho a mentir por el bien del pueblo, en la que el control sobre cada ciudadano era total y abarcaba todos los aspectos de la vida, en la que no existía el derecho a la libertad de expresión, en la que los mejores guerreros eran recompensados con las mujeres más bellas en un proceso de eugenesia social que anticipaba el nazismo. Todo ello en nombre de una sociedad inerte, paralizada, donde el individuo era tan solo una pieza indispensable en el mecanismo del estado. Todos los estados totalitarios imaginados a lo largo del tiempo han compartido algo de la pesadilla de la república de Platón.
En aquel mundo, el filósofo incluía también a los artistas, poetas y músicos, cuyo papel era celebrar el estado y a sus dirigentes. Solo se admitían, en la música, las tonalidades mayores, heroicas, optimistas, y estaba terminantemente prohibido alejarse de ellas. Una modificación del modo musical, decía Platón en una de sus páginas más asombrosas, era peligrosa porque podía provocar el vuelco del sistema social. El poder del arte no ha sido jamás expuesto con tanto recelo y espanto. Para el filósofo griego, la música no es un placer de los sentidos, tampoco puro hedonismo, sino que es una fuerza terrible, revolucionaria, que los estados deben temer. Estamos acostumbrados, gracias al pensamiento marxista, a creer que “la base determina la superestructura”. Pues bien, para Platón la supraestructura musical y artística de la ciudad ideal podía minar su base totalitaria.
Si la música tiene un potencial subversivo y es capaz de trastornar el orden social, la poesía es más temible aún. En la ciudad-estado platónica, los únicos poetas admitidos son los oficiales, los laureados, que cantan himnos y odas a la grandeza de la ciudad. Su partitura está estrictamente regulada, su discurso estético es uno e invariable. El poeta libre, con un discurso plural, ese que imita todas las voces de la ciudad, no encuentra hueco en el orden preestablecido. Él es llamado ante los gobernantes, que se inclinan ante él y reconocen su genio, pero le ruegan que abandone la ciudad, porque no resulta útil en ella. No son genios lo que necesita la sociedad ideal, sino conformistas. El genio es incontrolable y, por ello, subversivo. Él provoca el cambio que más temen los legisladores. Él introduce en la ciudad el desasosiego, la duda, la ironía, el sarcasmo, la sublevación, a fin de cuentas. Él expresa, como decía Kafka sobre su propio arte, la “negatividad” en un mundo de sonrisas felices dibujadas en globos. La literatura, escribía también el autor praguense, no tiene que consolar ni alegrar, sino que debe despertar las conciencias. Debe ser un hacha que rompa el hielo de la mente de las personas.
Pero precisamente este hielo es el orden de la ciudad ideal. Esa incapacidad de evolucionar, esa muerte del alma sobre la que han escrito todos los contrarios a los sistemas totalitarios. El artista, en especial el poeta, se ha opuesto siempre al orden, a la disciplina, a las reglas, a los sistemas, en todas las épocas y en cualquier tipo de sociedad. Le han repugnado siempre el conformismo y la hipocresía. Ha refutado las verdades y los valores aceptados por la mayoría. Se ha alzado siempre contra todo aquello que asfixie la libertad humana. La poesía no es entretenimiento y el poeta no es, como piensan tantos todavía, un inadaptado con la cabeza en las nubes. Incluso en las formas aparentemente inofensivas, como un soneto de amor o un poema sobre la naturaleza, la poesía resulta subversiva en los mundos sometidos a un control estricto, pues esos poemas están impregnados de libertad interior. Incluso en ellos existe el fermento de la insurrección y de la desobediencia.
Durante miles de años, desde La República de Platón hasta nuestros días, los poetas, aparentes pájaros cantores, inútiles e incluso un tanto ridículos a ojos de sus semejantes, han sido perseguidos sistemáticamente, acosados y muchas veces asesinados por sus ideas y sus visiones, y sus libros han sido censurados, prohibidos y quemados en numerosos momentos de la historia. El arte de la poesía, siempre a la búsqueda de la belleza, siempre agonizante y siempre resucitada, se ha encontrado invariablemente entre los medios más eficaces para reavivar las conciencias, para despertar la dignidad humana, para preservar la libertad siempre amenazada en nuestro mundo hobbesiano. La poesía es, de hecho, otro nombre para la libertad.
El poeta es temido y acosado, desde hace miles de años, no solo por su subversión fundamental. En un relato profético titulado El informe de Brodie, Borges habla sobre un mundo humano en profunda decadencia, aletargado, anárquico, lo opuesto a la ciudad platónica. Los miembros de la tribu descubierta por Brodie yacen en el barro, abúlicos, carentes de conciencia de sí mismos y de las instituciones. Pero, de vez en cuando, cuenta Borges, uno de esos que yacen en el suelo se incorpora y, perturbado y alucinado, grita unas palabras que ni siquiera él mismo alcanza a comprender. Si estas asombran y conmueven a los demás, el que las ha pronunciado es llamado “poeta” y a partir de ese momento cualquiera tiene derecho a matarlo. La parábola borgesiana muestra una vez más cuánta energía sagrada encierra el extraño acto de la poesía.
Pues el poeta no es tan solo un revolucionario, es también un profeta. Es un médium a través del cual habla una criatura inapelable y extraña. Es un portal a través del cual lo milagroso, lo sagrado, lo demoníaco, lo extático, lo obsceno, lo divino y lo terrible penetran en nuestro mundo. Él no habla tan solo con sus palabras, para sus semejantes, sino con las enigmáticas palatales y las fricativas de la voz del más allá. Él no es perseguido y asesinado únicamente como un simple contestatario de cualquier orden y de cualquier sistema social, sino también como una voz de lo incognoscible y de lo indomable que el filisteo, el burgués, el hombre materialista teme más que cualquier otra cosa. Los profetas bíblicos no profetizaban voluntariamente, sino obligados por la divinidad, de la que a menudo procuraban huir y esconderse, pues la profecía te quema por dentro como una llama que no se apaga. Del mismo modo, los poetas no pueden callar, tampoco cuando se encuentran bajo la amenaza del hambre, de la pobreza, del desprecio público o del poder arbitrario. Su voz interior debe hacerse oír a cualquier precio.
A pesar de todo esto, pocas veces el desinterés por la poesía, el olvido de su esencia revolucionaria y profética han sido más evidentes que hoy en día, cuando ser poeta y ser vagabundo, asocial, raro, son equivalentes para mucha gente. Una tercera característica de la poesía, tan importante como las dos primeras, se puede deducir de una soberbia página de J.D. Salinger. En el relato Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Seymour Glass, el poeta y profeta de su familia, va de visita a casa de su prometida, Muriel, para conocer a sus padres. Estos saben que el joven Seymour ha regresado de la II Guerra Mundial con un síndrome postraumático y están preocupados por su hija. Su intranquilidad se acentúa más aún cuando, al preguntarle qué quiere hacer ahora, una vez que la guerra ha finalizado, él responde: “Querría ser un gato muerto”. Ante esa respuesta, los padres se quedan estupefactos y piensan que el prometido de su hija ha perdido el juicio. Pero Seymour le explica posteriormente a su novia que él se ha referido a una antigua parábola zen. Cuando le preguntan a un monje Zen cuál es el objeto más valioso del mundo, él responde: “Un gato muerto, pues nadie puede ponerle precio”.
La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas filas de las estanterías. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza —como dijo Dostoievski— es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta, como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización postmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.
Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudad-estado, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas de la civilización que los condena. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas.
Revolucionaria, profética y ubicua como el aire, la poesía ha iluminado también toda mi vida. No he sido nunca otra cosa que poeta. Incluso mis novelas son, de hecho, poemas. He escrito siempre poesía como una forma de libertad, de solidaridad, de empatía para con todos los hombres. He escrito en contra de las guerras y las discriminaciones de toda índole. He escrito para los que leen poesía y para los que jamás leen poesía.
Agradezco por ello, con modestia y reconocimiento, al jurado que me ha concedido el gran premio internacional de la FIL, es un honor y una alegría inconcebible encontrarme ahora en la lista de los escritores que, desde 1991, han tenido la oportunidad de recibirlo. Recorrer esa lista que abarca a algunos de mis héroes literarios, como Nicanor Parra, Juan Goytisolo, Antonio Lobo Antunes, Alfredo Bryce Echenique, Yves Bonnefoy o Enrique Vila-Matas es suficiente para demostrar la calidad y la importancia incomparables de este reputado premio. Muchas gracias, asimismo, a la presidencia del premio y al presidente de la Feria del Libro de Guadalajara, una de las ferias del libro más famosas del mundo. Y para acabar, gracias a todos los que se encuentran ahora junto a nosotros en esta sala.

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